viernes, 25 de julio de 2025

Hijos de un sueño inacabado (I)

 

Entre la lírica, la épica y la tragedia hay algún que otro resquicio por el que la poesía, con viñetas o sin ellas, puede colarse para tratar temas pequeños con la atención debida, o acaso, para hacer que la acción del protagonista se transforme en la caída de la comedia. Al amparo de los grandes temas pueden hacerse grandes personajes y hermosos cantos heroicos, pero sin olvidar que no todo lo que vale la pena presentar poéticamente tiene la consideración de gran tema, pues es tan sólo un algo que no parece todavía ni haber empezado a existir. No se trata de abordar también estos conatos de algo (o de alguien) tal como se produce la mera magnificación poética del héroe y sus actos o emociones, sino de la constante generosidad del novelista hacia la presencia silenciosa y precaria de lo que no quiere –porque no necesita- ser magnífico. Creo que las grandezas del Sr. Moore –cómo no-, no se guardan en su tratamiento de los viejos héroes, como tampoco residen en su poco ortodoxa persona ni en sus a veces espantosas declaraciones ante los periodistas, sino en los temas de poca monta y mínima entidad que se le cuelan repetidamente en sus obras, como un motivo musical al que no puede evitar volver, porque no termina de quedar del todo al descubierto entre los géneros de lo que es y se dice.

A veces un mosaico de iteraciones desiguales sobre un tema, repartido y repetido en fugaces atisbos a lo largo de obras sin aparente sistema, conforma una constelación lejana y sutil con la que empezar a plantear un problema, y de paso, con la que ofrecer una recompensa al lector constante, adulando su orgullo intelectual, tras haberle exigido como pago un tiempo a veces desproporcionado y una maduración de lo leído que parecen requerir tanto como una obra alquímica.





En un cierto pasaje de From Hell encontramos una de estas perlas mínimas, aparentemente un capricho que hace sus efectos en la presentación de un protagonista/antagonista de aspiraciones divinas (heroicas). En el capítulo “Sumido en la oscuridad” (cito de memoria), el jovencito William Gull, futuro cirujano de la Reina Victoria del Reino Unido, habla con su padre, carbonero de profesión, sobre su sorprendente parecido de rostro y porte con el ya desaparecido Napoleón Bonaparte, quien en su día había ocupado el papel de Gran Enemigo de Inglaterra. “Madre dice que cuando estaba embarazada de mí [1815-1816] había retratos de Napoleón Bonaparte por todas partes, y que al mirarlos se llevó tal impresión que eso hizo que me pareciese mucho a él”. Con esta afirmación sobre su origen fantasioso y, sin embargo, más determinante en su identidad que el constatado conyugio entre sus padres, el joven William Gull habla de su grandeza genética más allá de la sangre, de su comunión íntima con “uno de los grandes” –mediada por ese efecto casi traumático que los retratos de Bonaparte pudieron dejar en la imaginación de su madre (al igual que pudieron trastocar los sueños de una generación de súbditos ingleses)-, y hace así un anuncio de las grandes empresas que le han de aguardar. Suponemos que en ningún momento la impresión que quedó en la fantasía de su madre fue algo meramente explicable por la conexión fisiológica entre el sistema nervioso de ésta y el desarrollo fetal, pues negamos que haya ni un acto meramente privado (inaccesible, “personal e intransferible”) de imaginación: la imaginación ya no es empírica, sino que supone, como diría Kant, una estructura transcendental previa: no hay fuerte impresión emocional ante un retrato si no hay, antes, una disposición socializadora que la recoja y la trate hasta dejar que afecte el tuétano del acto individual de estremecerse. Pero en ese previo, donde algunos filósofos modernos señalan la estructura apolínea y formada del conocimiento humano, nosotros vemos la acción infernal (a veces mágica) de las fuerzas de la Imaginación de William Blake. En definitiva: volvemos a señalar, para explicar la presencia y la tarea del héroe, no una mera coyunda entre mortales, sino a una inspiración en los subsuelos o infiernos de la imaginación de Albión que resultó mucho más decisiva sobre lo que iban a ser el rostro y las aspiraciones de William Gull que las posibles interacciones entre nucleótidos y las divisiones celulares en las primeras fases de la fecundación y el desarrollo embrionario. Posteriormente, en los prolegómenos de su gran tarea de 1888, cuando ya investido con el delantal y la autoridad de Cirujano Real el protagonista de From Hell se presente ante Annie E. Crook, una plebeya que había contraído matrimonio en secreto con un nieto de la Reina Victoria (Moore sigue el argumento del ensayo de Stephen Knight Jack the Ripper: the final solution) , inspirará en ésta un terror inexplicable a primera vista, siendo éste el momento en que las viñetas de From Hell presentan el destino del héroe maduro, envuelto en un brillo augural siniestramente religioso, con unos lápices que se esfuerzan en destacar en blanco y negro, como en un aguafuerte, la intimidante presencia del Dr. Gull, ya consciente de su importancia y carácter, que acaba de aferrarse a la “gran misión”: “¿Quién es usted?... Me da miedo”.



Napoleón a bordo del Bellophoron en Plymouth, de Jules Girardet (1856-1946). 
Una multitud de ingleses recibe a Napoleón, ya derrotado en Waterloo y enviado a Inglaterra como prisionero de honor (agosto de 1815).


Allá por 1888 estamos todavía en el siglo en se acaba de publicar Sobre el origen de las especies; el siglo en que los primeros médicos embriólogos centroeuropeos, habiendo bebido de la Filosofía de la Naturaleza del Romanticismo alemán y su irracionalismo, propondrán un estudio comparado del desarrollo epigenético de los seres vivientes (frente a la preformación), que culminará en la teoría de la recapitulación de Ernst Haeckel a comienzos del siglo XX (los lectores asiduos de H.P. Lovecraft habrán tropezado con ese nombre más de una vez); el siglo en que también Gregor Mendel enunciará los principios de la variabilidad de los caracteres hereditarios entre generaciones de plantas, pero sin que se haya dado todavía con ningún soporte mecánico (aparentemente mecánico) del desarrollo de estos caracteres hereditarios.. Antes de los descubrimientos del microscopio electrónico y de la Biología molecular sobre la célula eucariota y la estructuración de los ácidos nucleicos y la síntesis de proteínas, así como de la aparente explicación del desarrollo ontogenético a partir de la “información genética” del ADN, podría haberse dicho que “los padres trasladan su ser a los hijos que engendran, siendo siempre idéntica la naturaleza que les hace ser lo que son, más allá de los accidentes individuales“. Filogénesis y ontogénesis son, cómo no, ideas biológicas de una importancia radical para la comprensión del ser del hombre a partir de entonces, pues en lugar de ser éste el expulsado del Jardín del Edén, empieza a ser “el animal que clasifica a otros animales”. Aquí ya está en ciernes la crisis de la idea misma del “hombre”, su desarrollo y su destino como cumbre de la Creación: en la misma crisis está la idea del Dios, pues según la ciencia-ficción vaya dando más señales de querer explicar el destino del hombre entre las estrellas a partir de su autopoiesis desde más allá del tiempo (el final inabarcable de 2001: una odisea en el espacio), más se debilitará la religiosidad del hombre occidental.

Éste es el embrollo del que saldrá reforzada y ya difundida como un tópico para el nuevo siglo la idea del superhombre, ya atravesada de la idea de “selección social” de Herbert Spencer (frente a la mera “selección natural”) y bajo la presencia de la “Cultura (del Estado Nación)” o “Espíritu estatal-nacional” como motor de la evolución social y la perfección de la raza, en sustitución de la mera acción de los factores orgánicos (unos pasos más y se rodará en Alemania El triunfo de la Voluntad, el famoso “documental” de Leni Riefenstahl, que no olvidemos, seguramente despertó envidias y simpatías en buena parte de los caballeros ingleses, temerosos de que el bolchevismo o el anarquismo tomasen las calles de Londres). Pero estábamos viendo que, pese a todo, siendo Gull un médico de 1888, alguien a quien se ha formado en un mecanicismo espontáneo (adecuadamente administrado como “metafilosofía moderna” por los miembros de la Royal Society y su colegio invisible), un mecanicismo moderno reforzado realmente por un conocimiento práctico cada vez más acabado -o al menos más preciso- del funcionamiento del cuerpo humano, éste (Gull) prefiere explicar lo terrible de su presencia personal, heroica y siniestra al tiempo, mediante un mito que lo vincula al efecto permanente que los retratos de Napoleón dejaron sobre la imaginación de los súbditos de Inglaterra, incluida su madre: mediante un mito, y no mediante una teoría biológica. Pues parece ser que el ejercicio del poder conlleva, más allá de la actuación racionalista en público, una atención en secreto a lo mítico y a la intermediación mágica: el supuesto paso del mito al logos en la Grecia antigua es una maniobra engañosa en la se despoja al vulgo de cualquier contacto consciente con lo mítico, para envolverlo en la racionalidad técnica, mientras los poderosos siguen buscando su poder en los infiernos de la Imaginación.

Pero veamos qué entraña este mito que el propio Gull (el personaje) se narra sobre su origen, derivado de la permanente impresión de lo sublime terrible que aquellos retratos de Napoleón dejaron en la disposición anímica de su madre. En este mito se acepta que una imagen poetizada de algo excesivo (el Gran Antagonista del Imperio Inglés, a la sazón Napoleón Bonaparte, un pretendido retrato, pero más que una imitación del correlato real) en la medida en que resulta trasladada mediante una relación causal real desde la pintura visible a la sensibilidad y la fantasía de una mujer, es determinante para el ser de alguien no nacido: posiblemente una imagen difundida y a la vista de una colectividad mediante retratos propagandísticos, impresos por miles en ilustraciones folletinescas y distribuidos por toda Inglaterra en la búsqueda de un ambiente prebélico, se derrama en la forma de una fantasía que toma el papel de ideal orgánico y que cumple la función decisiva de la individuación somática y espiritual de un no-nacido, siendo un individuo inglés (y no más bien un hijo de Bonaparte) el reflejo elegido por esta fantasía colectiva inspirada por los retratos de Napoleón, o más bien, por los retratos que apuntalaron el papel de Napoleón como Gran Antagonista del siglo XIX. En este mito, que un racionalista y masón (deísta) como el Dr. Gull hace suyo en la infancia, admite como un factum el peso de la imaginación y de la decantación de la fantasía en la preparación del mundo contemporáneo y de los sucesos que se constatan realmente, afirmando la posibilidad de que la imagen poética, sin dejar de ser un juego de ficción, traslade su propia forma interna (no el “ser un cuadro” o el “ser un retrato”, que es lo que guarda de real, sino la forma esencial del retratado con independencia de su ser real, precisamente en cuanto algo que no requiere el ser real) a algo que empieza a ser embrionariamente entre lo real, logrando esto no mediante mecanismos de causalidad determinada, de una cosa que es a otra cosa que es, sino operando mágicamente (subterránea, infernalmente) en la antesala de lo que “está empezando a ser pero todavía no es”. ¿Puede una ficción determinar extramuros, sin ni siquiera presentar armas frente a lo real (más allá de la imagen poetizada sobre el material del lienzo o el papel), los perfiles venideros de lo que realmente es, por estar ya de alguna manera presente pero sin ser sustancial –pues sólo se entrega como trampantojo- en el momento en que lo real comienza a ser? Esto nos dibujaría un horizonte en que la mecánica de la evolución hacia el superhombre ya no estaría explicada por azar y necesidad, y tampoco mediante procesos de control consciente para la producción de la raza desde la organización política, sino de una manera meramente ficcional. Ya no hablamos de una tesis lamarckiana sobre la herencia de los rasgos adquiridos por el desempeño habitual de determinados actos en una generación de seres vivientes, sino de una herencia de rasgos que ni siquiera se presentan ni se atisban en el cuerpo de los progenitores, rasgos que simplemente, se encuentran insuflados como algo que va a ser en sus imaginaciones por algún tipo de ilusión o trampantojo (como pudieran serlo los retratos de Napoleón allá por 1815, año de su encierro en la isla de Santa Elena) y juegan, por así decirlo, a transgredir la diferencia entre lo que es (en rigor) y lo que no es, logrando inducir en el individuo, a falta de un cierre mecánico de lo real, la forma evolutiva ficticia a la que tenderá en su posterior desarrollo, como si en determinados momentos o aspectos la solidez de lo real se reblandeciese para convertirse en arcilla fresca, “receptáculo” de sueños y pesadillas  –como se explicará más tarde, “arcilla de Innsmouth”.


Junto al pórtico del templo de la Iglesia de Cristo en Spitalfields, en el barrio de Whitechapel, el Dr. Gull admite que el propósito arquitectónico (en la arquitectura del tiempo) de su gran obra no es, exclusivamente, el de responder a las necesidades dinásticas de la Reina Victoria. La metáfora del iceberg, aludiendo a un terreno oculto a la vista, nos recuerda la talla infernal de las acciones del Destripador.


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