Esto nos lleva ya a la posible
culminación de la cuestión del paso de lo ficticio al embrión de lo real en los
cómics firmados por Moore como guionista. Formado entre sueños de sí mismo y
pesadillas de otros, el Gran Antagonista de la trilogía The Courtyard-Neonomicon-Providence se convierte en una presencia
que ya no necesita de figura humana como la de Jack el Destripador, pero sí de
madre humana. El propósito de Moore es proporcionarle, para su presentación
dentro de la óptica de lo que llamamos “real”, una hendidura por la que
convencernos de que no tiene relevancia qué fue antes: ¿los dioses olvidados o
la producción narrativa ficcional de los mitos de Chtulhu en que se nos
presentan dichos dioses? Al igual que en los cuentos de Lovecraft, en los que
una búsqueda en una biblioteca o en un museo local, sin requerir inicialmente
la aparición de elementos fuera de lo común, puede convertirse progresivamente
en un descubrimiento de horrores cósmicos que están más allá del espacio y el
tiempo, a lo largo de esta trilogía la
diferencia entre lo verosímil y lo que no debería ser queda difuminada,
surgiéndonos la duda de si la supuesta ficción de Lovecraft no fue, acaso, sino
una mera recapitulación de testimonios y noticias de la Norteamérica oculta
bajo la superficie de lo que abrazamos como normal. Cuando según el Enuma Elish Marduk venció a Tiamat, diosa
del oceáno primordial y del caos antes del cosmos, dando lugar a la formación
del mundo de los hombres, permitió que los hombres-pez tuvieran comercio con
los hombres que le construyeron templos, sin querer ver la importancia del
hecho de que Tiamat, aunque dividida entre cielo y tierra y completamente desgarrada
en la batalla, seguía siendo la matriz de todos ellos. En esta trilogía Moore,
con su pareja Jacen Burrows, se lanza en un triple mortal y, en su habitual bizarría,
no tiene reparo en mostrar la presencia contemporánea de esos hombres-pez del
mito mesopotámico (de hecho, en lugar de hablar de Dagón, habla de Oannes) participando en bacanales entre
miembros de un moderno club de intercambio de sexo de Salem a
comienzos del siglo XXI. Este caprichoso aggiornamento
de la figura de los profundos (“Deep ones”) de La sombra sobre Innsmouth, llamados a participar en orgías entre
insulsos y aparentemente mansos ciudadanos norteamericanos (que poco recuerdan
al clan de los Marsh), no sólo tiene un papel de provocación al lector (y quién
sabe si al propio H.P. Lovecraft), sino que, como explicamos a continuación,
lleva su propia “carga de profundidad”.
El escenario previsto para la reaparición de un solitario
hombre-pez en la trama que vincula Neonomicon
con Providence, una suerte de cámara
subterránea sellada por una puerta construida a base de varias capas de maderas
nobles y metales escogidos, con un túnel que permite la entrada del agua salada
hasta una piscina, hace una referencia rápida a lo que el psiquiatra (para
algunos, falso psiquiatra) Wilhelm Reich llamó “cámara orgonal”. Algunas de
estas “cámaras orgonales”, en su versión doméstica, estuvieron en circulación
en la América de los años 40 y 50 como una suerte de aparato vendido “puerta a
puerta” que prometía la cura de todos los males orgánicos derivados de los desequilibrios de la libido, y a causa
de cuya comercialización W. Reich acabó sufriendo persecuciones legales. No
obstante, su diseño de la “cámara orgonal” no es más oscuro de lo que pueda
haberlo sido la idea de la “histeria” como causa de padecimientos psicosomáticos en los primeros años de
la Psiquiatría contemporánea, durante la formación de la bien estimada (y
pagada) profesión psicoanalítica. En algún número de Supreme encontraremos una mención directa a Wilhelm Reich,
retratado con humor como un personaje llamado “el Chico Orgonal”, que va
equipado con una suerte de “proyector orgonal” para sus aventuras. La hipótesis
de la “energía orgonal” de Reich ha sido recogida por Moore en varias de sus
obras: ésta es la energía que el
Oliver Haddo / Aleister Crowley de La Liga
de los Hombres Extraordinarios: Century utiliza para recargar su varita
mágica tras dejar fuera de combate a Orlando, como si se tratase de una pólvora
sexual; también, en otro punto de Providence,
es la energía que causa que la “estrella caída” guardada en el campanario de
una vieja iglesia comience a proyectar imágenes que revelan la espera de
Yuggoth en los confines del cosmos, mientras el protagonista y uno de sus
amantes superan un encuentro homosexual. Y pasamos ya al punto al que queremos
llegar.
Cuando el hombre-pez aborda placenteramente a la joven Merryl
Brears, en un encuentro forzado de las bestia con la bella, y la deja encinta, parece
que ya estaríamos explicando cómo es posible que finalmente en ella se desarrolle
el embrión de algo que no debería existir.
Pero esto no es así. Durante generaciones, los ciudadanos de Innsmouth (y los
de Salem) hibridaron con los visitantes nocturnos del fondo del mar, dando
lugar a sucesivas camadas de “monstruos” que terminaban transformándose y
marchando a vivir en las profundidades cuando desarrollaban rasgos propios de
la estirpe de Dagon y la Madre Hydra. Un acto concreto, en esta situación, no
tendría por qué haber desencadenado el embarazo
que se resuelve en el desenlace de Providence, cuando una selecta camarilla, en
plena parodia de la Natividad (Moore no tiene problemas en mostrar su paganismo
anticristiano), contempla en vivo el parto de un ser que no debía ser y cuyo nombre no vamos a reproducir aquí,
pero que los lectores de Lovecraft podrán adivinar sin esfuerzo. Sin embargo,
hay algo que facilita en esta concreta situación diseñada por Moore la llegada
de un embarazo gracias al cual “los extraños eones comienzan entre mis muslos”,
en palabras de la propia agente Brears. No es sólo la concentración de “energía
orgonal” dentro de la cámara nupcial en que está teniendo lugar el acto; no es
sólo la idiosincrasia y la sexualidad desinhibida de la futura madre, que se
retrata a sí misma como “poco menos que una ninfómana” (es decir: una presa de lo
que antes hubiera podido ser un “furor uterino”), sino que debemos acudir a
algún tipo de imagen poética, indeleblemente impresa en el subsuelo
preconsciente de los actos de la agente Merryl Brears, y capaz de desarrollarse
en la forma de un embrión singular en una matriz preparada para trasladarle sus
ensoñaciones (o pesadillas). Como en el caso de la madre del Dr. Gull de From Hell, podemos tomar como “imagen
poética que genera el embrión real”, invirtiendo la lógica de lo real, algo
análogo a los retratos de Napoleón como Gran Antagonista. Y ahora me
preguntarán, “¿y dónde está aquí el retrato del Gran Antagonista que haría
falta para inducir en el embarazo de la joven Merryl Brears el efecto que el
retrato de Napoleón tuvo sobre la madre de Sir William Gull?”. A la vista de lo
que alcanzan las viñetas no hay, desde luego, retrato alguno, a excepción de la
parafernalia en forma de muñecos, portadas de discos de rock gótico, material
de juegos de rol y abalorios sexuales que la agente Brears acababa de
encontrarse en la tienda/librería de los propietarios de esa cámara orgonal (lo
que no es poco, desde luego: pues sin ese “cultivo previo” a nivel colectivo y subcultural, la imagen poética del Gran
Chtulhu hubiera resultado inofensiva). Creo que lo decisivo es que, años antes
de su encuentro con un profundo, la joven madre de la creatura se había imbuido
de los mitos de Chtulhu y había llenado su imaginación y sus ensoñaciones con
ellos, hasta haberlos escogido como tema de su tesis de licenciatura, según
ella misma refiere, en un esfuerzo racional por dar cuenta de su valor. La
cámara orgonal del encuentro con el hombre-pez pudo sin duda pudo ser un
coadyuvante, pero en realidad, no tenía nada que potenciar si en su matriz no
hubiera ido ya “el apetito de dar luz” a un monstruoso Gran Antagonista cuya
llegada, parece ser, ella entiende como algo bien merecido por la historia del género humano y su deficiente
desarrollo social más allá del mutuo abuso asumido como normalidad. La visión
traumática de la llegada del profundo saliendo de las aguas de la cámara
subterránea, aproximándose a ella para un rapto erótico, también pudo
desencadenar un trauma paralizante que la predispusiera a aceptar su destino;
pero el proceso ontogenético que ocurre en sus entrañas, mucho más lento y
silencioso, tenía que proceder de una lenta corriente subterránea, del underground cultural (literalmente: “el
inframundo cultural”) lentamente erosionado y esculpido desde la década de 1930
por los mitos como un paisaje
subterráneo semi clandestino de monstruosas estalactitas y estalagmitas , obrando
como una decisión común sin acuerdo explícito entre las células que se iban
reproduciendo en su matriz de madre, hasta dar lugar a la placenta y al nuevo
ser cuyo advenimiento era a la par temido y deseado por ella, más allá del muro
del sueño.
Mas, dejando aparte todo lo que se aplica, dentro de las
obras de Alan Moore y los cómics con los que aquí nos entretenemos, a los anuncios (bien merecidos) de la génesis
involuntaria de un Gran Antagonista, como contrapartida
necesaria de una historia de lo real-racional predominantemente estructurada en
torno a los protagonistas heroicos y
sus -a veces buenas- voluntades (tema sobre el que volveremos), no puedo dejar
de añadir algo más: cuando sin necesidad de ponernos en los extremos sublimes
que Moore nos presenta a cuenta de sus personajes monstruosos, miramos
alrededor y vemos, en la sencilla belleza de cualquier familia, la semejanza de
rostro y figura que hay entre madre e hija (o padre e hijo), así como la
diferencia sutil y decidida que existe entre ambas, resulta necesario, sí,
hablar de cromosomas, mecanismos genéticos y recombinación de gametos, pero no
menos, pensar si no habrán sido ambas, madre e hija, en sus primeros compases
de vida, soñadoras de un mismo sueño que las recorre, generación tras
generación, y que formará parte de ellas secretamente para seguir narrándose,
improvisado y retomado generación tras generación, pero sin tener que ser real
o efectivo más allá de la belleza con que va formando el rostro y el gesto de cada una de ellas, mientras
siga siendo soñado; resulta necesario, también, decir que este desarrollo
imprevisto e incalculado que ocurre (y no
ocurre) en el vientre de una mujer, en la noche cálida de la matriz, cuando
la simiente del óvulo fecundado se implanta e invoca hacia sí todo un proceso
de diferenciación epigenética, en divisiones y sucesivas asociaciones
aparentemente sin dirección ni programa, pero que llevan hasta la preparación
de una placenta y el desarrollo de un determinado embrión como si se tratase de
un improvisación musical, -digo que dicho desarrollo- no sólo es un “milagro termodinámico”, como lo
expresa el Dr. Manhattan desde el punto de vista del tiempo cronológico, como
un espectador ajeno: es la participación, en el tiempo orgánico del ser
viviente, en la forma desconocida que le otorga un sueño inacabado.
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