Volviendo a estirar del hilo de las cuentas dejadas por el
Sr. Moore, de nuevo se nos ponen a la vista asuntos pequeños (apenas
embrionarios) que bien merecen una obra aparte. Una nueva perla se nos queda
entre las manos tras ver y escudriñar con agrado las viñetas de Un pequeño asesinato (A small killing, dibujado por Óscar
Zárate), donde ocurre algo que, siendo mínimo para la historia del género
humano, desencadena una crisis alquímica en la vida del protagonista, quien
acaba disociado de un estadio alienante de su propia persona y convocado a un
enfrentamiento ni real ni alucinatorio
con la ensoñación de su propia vida pre-adulta, representada por un visitante
al que parece sólo puede ver él mismo, y que, como veremos a continuación,
puede ser tanto una parte de él como del hijo que nunca llegó a conocer, pero
que se ha seguido desarrollando. El desencadenante más traumático de esta
transformación, su antecedente trágico de cara al espectador, parece ser “algo
tan pequeño que apenas puede decirse que haya ocurrido”, como afirma el Dr.
Manhattan refiriéndose a su conocimiento de las cosas subatómicas que son parte
del Reloj sin relojero. Quien las haya tenido delante no podrá olvidar las
viñetas en que el protagonista de Un
pequeño asesinato encuentra el embrión de su propio hijo arrancado de las
entrañas de la mujer a la que amaba, entregado junto a una nota dentro de una
caja de cartón. En la lógica de lo real la muerte de un no-nato en estado de primer
embrión, separado de la mórula por apenas unas semanas y “todavía” sin la
apariencia del infante, no merece ser recogida como lo hubiera sido la muerte
de Aquiles: no hay, pues, actos de ese primer ser que, según esta medida de lo
que es, deban recogerse en los cánticos heroicos, ni lamentaciones que puedan
entonarse desde el coro. Y sin embargo, la medida poética de un escritor de
cómics pone en el centro de su motivación la pérdida cruel de alguien que,
propiamente, apenas había tenido tiempo de hacerse relevante para el curso de
la historia que queda en los relatos desde los tiempos de la Ilíada o el poema
de Gilgamesh, de alguien que todavía no había despertado, pero que se
encontraba en la matriz de su madre, soñando –quién sabe- de sus mismos sueños,
y bebiendo (o más bien formándose) de éstos a través de la placenta en la misma
medida en que va cobrando aspecto real por medio de los nutrientes, envuelto en el misterio sobre quién había
empezado a ser, un problema planteado e irresoluble que envuelve el final
de El Amnios Natal: un problema que
nunca podrá resolverse en los términos de la citosina, la guanina, la adenina,
o el uracilo (cito de memoria las palabras finales de El amnios natal). Pues tanto como lo que es, eso que no es, y simplemente no está formado ni existe, acaba
siendo necesario para el desarrollo de alguien que seguirá, mientras sueña,
formándose como algo abierto al cambio y el desarrollo, mitad real y mitad
irreal. “Que lo que es, es, y no puede no ser” (en palabras del padre
Parménides): “que lo que no es, no es, y no puede ser”, sigue el poema de
Parménides, alardeando de la identificación entre la permanencia y el ser.
Pero, si “lo que no es” ya aparece en el mismo poema de Parménides como algo a
tomar en consideración, ¿tan absoluta es la diferencia entre lo que es y lo que
no es para aquellos que son capaces de hacer y entender un poema? Si aceptásemos
que en los seres vivientes existe una suerte de metabolismo de los sueños, generador y no sólo reparador, y por
tanto, no sólo un metabolismo físico-químico de los ingredientes meramente sustanciales
que los seres vivos se han de procurar durante la vigilia y la actividad sobre
su entorno, ¿cuál sería la consecuencia en eso que se ha llamado “comprensión
del Ser” en la filosofía del siglo XX? Y es que, al menos desde tiempos de
Aristóteles, todo ser viviente se ha querido comprender y valorar desde la
actividad modélica, culminante y consciente (vigilante y calculada) de los atletas y héroes griegos,
suponiéndose que, en el sueño, como en la muerte, no hay diferencias ni aportes
que valga la pena tomar en consideración de cara al desarrollo filogenético y
ontogenético. Mas, si precisamente en los animales superiores se comprueba que
la actividad viviente durante el descanso da lugar a ensoñaciones, que agitan
la supuesta quietud para deshacer la diferencia entra la fantasía y la realidad
presente, ¿no será que el sueño no es una mera interrupción necesaria dentro de
los episodios de vigilia, sino una función orgánica anterior a la formación de
la vigilia misma, fundamental para ésta, y no meramente envuelta y subordinada
por ésta como “objetivo final” del organismo?. Si en la llamada Magia del Caos (que no dejo de
emparentar con el Idealismo de la Naturaleza de Friedrich Schelling, como ya
hemos sugerido), supuestamente compartida por Alan Moore con otros artistas-taumaturgos,
lo que llamamos “lo real” no deja de ser una proyección pasajera (entre otras
posibles) de una matriz interminable de formas, una trama de sombras chinescas
arrojadas sobre el plano definido al que, por convención o por obediencia,
escogemos atenernos para la preservación de nuestra “Razón cósmica” pero que no
es capaz de agotar su propio origen, entonces podemos invertir el orden de los
términos , y decir que la vigilia no es sino una interrupción aparente y
pasajera de un eterno sueño al que no le molesta el cambio, al igual que “lo
real-racional” no es sino una proyección transitoria de lo irreal, pero una
proyección a la que, por un motivo u otro, nos estamos aferrando como “canon de
lo posible”, tanto a la hora de aceptar lo que hay como a la hora de explicarlo,
proclamando la superación de la vida mítica de nuestros ancestros con un
entusiasmo sospechoso.
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