sábado, 7 de febrero de 2009

Amantes de Hiroshima (I)

ADVERTENCIA: El cuerpo de las secciones publicadas a fecha 7 de febrero corresponde a parte de la primera versión del trabajo que ahora estamos reescribiendo. Por falta de tiempo, no ha sido posible someterlas a una segunda redacción ni incluir en ellas nuestra nueva interpretación de la obra comentada. No obstante, siguen conteniendo uno de los puntos centrales de nuestra lectura de WATCHMEN, por lo que hemos considerado muy pertinente su publicación con vistas al desarrollo posterior de este seudoblog. Más abajo podrán encontrar una introducción a estas entradas escrita desde nuestra presente lectura de la obra y su relación con el género de superhéroes.


[La opción invisible. Preparativos de una vuelta al buen sentido. Cómo el hombre común sortea la tentadora trampa de la identidad superheroica, tomada como “última verdad sobre sí mismo”.]

(...) Retomemos la pregunta que hicimos más arriba: ¿a qué podemos aferrarnos durante un tiempo en que vivimos indenifidamente bajo el anuncio del desplome total de la interpretación histórica que habitamos? ¿Qué nos puede mantener a flote en la incertidumbre nunca resuelta que da el tono del mundo contemporáneo? Y, finalmente, ¿qué nos repone de la mirada del abismo? Si la salida no está -seguramente ni para Moore ni para nosotros- en las "opciones heroicas" que hemos intentado examinar a través de Watchmen, ¿qué respuesta nos valdrá, si no vamos a hacer nuestra la del Comediante, la de Rorschach o la de Ozimandias? Entre estos personajes, parecería que los otros dos vigilantes -Daniel Dreiberg (Búho Nocturno) y Laurie Juspeczyk (Espectro de Seda)- no han sabido dar una respuesta, o que simplemente se han refugiado en el olvido de su propia fragilidad y se han retirado de las cercanías del abismo descubierto por Rorchach en el corazón del mundo contemporáneo. Sin embargo, tampoco han quedado perplejos. Nosotros mantendremos que ambos se comprometen conjuntamente, y quizás sin advertirlo, en una opción que, pese a quedar oculta tras el brillo de la trama a causa de su extrema humildad, nos ofrece ciertos signos acerca de la superación de la trampa moral en que habíamos caído sin tocar fondo -ese "vacío" o "abismo" del que hablábamos. Dicha opción quizás no destaque como un momento épico "digno de recuerdo y narración". Mas justamente en el contexto de la crisis de los valores supremos y la pérdida del último hombre –el Hombre del Mañana, el hombre que ya no puede dar más de sí- debemos tomar como una indicación el que tal opción, durante la composición de la historia, no haya acabado por ceder ante la preeminencia narrativa de los "personajes extremos" y lo excepcional, quedando en la invisibilidad de una pequeña historia sobre la reunión de un hombre y una mujer en un compromiso conjunto. Puede decirse que en ella se encierra la única vía consecuente con la experiencia de esa desmoralización contemporánea que, no siendo meramente "racional" o "de mera razón", sino carnal, nos permite evitar un suicidio racional, un suicidio de la razón por la razón misma. Pero, justamente por no ser "de mera razón", por resultar inescrutable para el intelecto incondicionado del Dr. Manhattan, la apertura de esta salida sólo puede quedar sugerida como una apuesta, mientras la necesidad de atravesarla queda sin demostrar. Apenas está indicada en las viñetas en las que aparece la silueta de los amantes de Hiroshima [el Dr. Malcolm Long la llama así en VI, 16], reducidos a su sombra por la luz de la bomba mientras permanecen abrazados. La silueta de los amantes de Hiroshima parece estar destacando, como elemento recurrente de la retórica gráfica del cómic, el modo en que los "pequeños personajes" de la ficción -y, a fin de cuentas, el hombre medio contemporáneo- alcanzan y expresan su desasosiego y su impotencia ante la marcha de la historia, en el momento en que esta marcha comienza a ser experimentada como un curso enloquecido de acontecimientos en un tiempo "fuera de sus goznes".
(…)



Más allá del "suicidio racional" y aun de las actitudes (super)heroicas, permanece ignorada una opción que ni la posibilidad de ser reducidos a sombras ni el hecho de ser ya tan livianos e insustanciales como ellas nos arrebatan. Esta opción nos queda abierta en los confines de las finitas potencias de nuestro cuerpo mortal: no requiere de superpoderes como los del Dr. Manhattan o de otros que los remeden; tampoco de los poderes políticos y tecnológicos que, secretamente, y muy por encima del poder que se juega junto a la política de partidos, Adrian Veidt supo ir atesorando sobre su persona con vistas a la ejecución de su "gran acción heroica". Muy al contrario, esta opción sólo se mantiene en esos entornos que, a diferencia del espacio de vuelo de los cohetes de largo alcance y los avatares históricos, quedan en el ámbito de lo comprensible y lo situado a nuestra mano como hombres desprovistos de poderes. El hombre de buen sentido llega a ella sin reparar en lo que hace, y es también muy silenciosamente como esta opción se presenta en Watchmen. El Dr. Malcolm Long, tras haber sido conducido hasta el borde del precipicio por Rorschach y haber recibido la vana ciencia del abismo, sabe inventar su antídoto moral al veneno. Unos minutos antes de la culminación de los planes de Veidt, que supondrá la muerte de más de la mitad de los habitantes de Nueva York -entre ellos éste, que caerá abrazando a su mujer-, Malcolm Long mantiene esta conversación con su esposa, que a consecuencia de la transformación moral del psiquiatra durante el tratamiento de Rorschach, ya no reconoce a su marido:
"-Gloria, por favor. Debo hacerlo. En un mundo así... Es lo único que puedo hacer, ayudar a los demás. Es lo único que sirve... Por favor, entiéndelo.
-¡Malcolm, te aviso! ¡Si te vuelves a acercar a un montón de miseria humana, no volveré a verte!
-Gloria, lo siento. Es el mundo. No puedo huir de él."

[cap. XI, p. 20]
Por de pronto, lo que Malcolm Long debe hacer es evitar que la furibunda y hombruna taxista, que se encuentra sólo a unos pasos de él descargando su despecho amoroso contra su antigua novia, continúe castigando el cuerpo de esta segunda tras hacerla caer al suelo (...). En esta escena, en la que acaban tomando parte, con ánimo de detener las iras de la mujer, otros de los personajes secundarios de Watchmen, encontramos la perfecta antagónica -o mejor, y para seguir el juego de la terrible simetría y su enigma, antisimétrica- de otra que nos había descrito Rorschach en el cap. VI p. 10: la de la violación y asesinato ante casi cuarenta testigos de Kitty Genovese, cuyos gritos y peticiones de socorro cayeron no obtuvieron más respuesta que la de un disimulo ambiguo y cobarde. [Según leo en el artículo sobre Watchmen publicado en Wikipedia, dicho suceso no es una invención de Moore. Por supuesto, en su momento dio ocasión a un abanico de investigaciones psicológicas sobre la "disolución de la responsabilidad moral", y quizás a nada más. Forma parte de los signos de la contemporaneidad el convertir cuestiones morales en cuestiones psicológicas, para tratarlas como manifestaciones de "procesos mentales" (colectivos o individuales) propios de la "mente humana", en lugar de asumirlas en toda su propiedad. De esa manera, resultan menos pesadas.] En una de las escenas la indeterminación moral del hombre se nos presenta como argumento para la desconfianza; con la otra, se nos hace ver que esta ambigüedad de la condición humana, que es la ambigüedad de las manchas del test de Rorschach, puede ceder también a la confianza y el compadecimiento. La resolución ganada por Kovacs/Rorschach ante el vacío moral del mundo es, gracias a esta nueva escena, devuelta a su lugar: aparece como la propia de un rarísimo extremo humano, y no ya como un canon para las resoluciones de todos los que conozcan este vacío. No todos los que miran al abismo tienen que convertirse en Rorschach para sobrevivir al veneno: porque pese a la ausencia de cualquier fundamento de nuestra interpretación moral del mundo que, como Juez y Ser Supremo, pueda atar infaliblemente la existencia bajo esa moral y proveerla con vistas a su cumplimiento, todavía podemos evitar el extremo de la retirada total de la confianza en nuestras personas circunvecinas, y por tanto, sortear la otra opción de la imposición despótica y vigilante -mediante la excepción a la moral y la violencia- de la moral misma.

Amantes de Hiroshima (II)

[La vuelta al buen sentido. Abandono de la desconfianza como tono general de la vida. La recuperación de Kovacs frente a su “identidad profunda” como Rorschach.]

En eso de mantener la confianza y el compadecimiento al nivel de las personas circunvecinas -precisamente porque esto no puede tener lugar de un modo pánfilo y abstracto, sino siempre en concreto, sujetándose a las complicaciones de la existencia- creo que pone Moore la última opción cabal del hombre de su siglo. Insisto en ver esto mismo en la reformada actitud del vendedor de prensa hacia el jovencito que visita a diario su puesto para sentarse junto a él y leer los cómics de la caseta sin llegar nunca a comprarlos: "-Tenemos que cuidar de los nuestros, ¿sabes? O sea, ésa es mi filosofía. (...) Y no te molestes en pagarme el cómic... La vida es demasiado corta." [Véase III, 25; en III, 18 había dicho "En este mundo, no puedes depender de nadie. Al final, sólo te tienes a ti."; también consúltese XI, 23]. Cuando finalmente la explosión de luz barra la ciudad y derrame muerte sobre ellos dos y muchos otros, el vendedor intentará proteger el cuerpo del muchacho con el suyo. El gesto es inútil, pero su valor ejemplar vuelve a quedar conservado, como en el caso de los amantes de Hiroshima, en la proyección de la silueta de los dos cuerpos abrazados [XI, 28]. Esta silueta, en lo que vuelva a ser apreciada por otros terceros -entre los que se encontrará el lector de Watchmen- dispuestos a "cuidar de sus personas", y en tanto sea recogida como una memoria de los vínculos morales entre dos seres humanos concretos -aunque parcialmente desconocidos- podrá recibir, antes que cualquier otra interpretación de su ambigüedad esencial, esa interpretación que en cada caso repone la confianza y el compadecimiento: porque esa silueta da testimonio de que, al menos por el caso de esos dos de los que sólo quedó la silueta, el mundo circundante se salvó de la total descomposición moral, y sigue, por lo tanto, teniendo sentido confiar en nuestros vecinos y compadecerse con ellos. Sólo a los ojos de un individuo "que no haya salido jamás de la penumbra" puede esta figura ambigua dar ocasión a una interpretación que insista en la desconfianza y la imposición despótica. Es así en el caso de Kovacs, al que la silueta de los amantes devuelve hasta las escenas en que descubre, siendo todavía un niño, el adulterio de su madre, y es después golpeado y zarandeado por ésta [VI, 3 y 4]. No obstante, Kovacs vuelve a encontrarse con la sombra de los amantes poco antes de ser desintegrado por el Dr. Manhattan. En esta última ocasión alcanza a ver la silueta mientras es proyectada por los cuerpos abrazados de Dan y Laurie sobre una pared de la fortaleza polar de Veidt [XII, 22]. Esta nueva significación desplegada ante él por la sombra mantiene alguna relación con el hecho de que sea proyectada -a diferencia de la que ve en I, 24- por las concretas personas que al rescatarle de la cárcel han mostrado algún tipo de vínculo moral con él, y a las que por eso mismo ya no querría ni necesitaría someter al orden moral más allá de lo ordenado que, entendía, tenía que ser impuesto a la existencia incluso a costa de la vida humana. Parece ser que la escena conmueve a Kovacs hasta el punto de que le descubre una vía por la que escapar de Rorschach, que siempre en nombre de lo que es incondicionalmente bueno, insiste en revelar a la opinión pública el engaño de Veidt y deshacer el espejismo que parece haber evitado la III Guerra Mundial. Cuando el Dr. Manhattan interviene para detener a Rorschach con objeto de salvar "la utopía de Veidt" [en XII, 24] Kovacs se arranca la cara de Rorschach y llora como quizás no lloraba desde su niñez; es su voz, y no la de Rorschach, la que finalmente apremia al Dr. Manhattan a acabar con su vida, que ha sido poseída por el infierno de horror y desconfianza en que vive Rorschach. Parece que en ese gesto se expresa un doble reconocimiento: por un lado, Kovacs quisiera evitar que Rorschach, dispuesto ya a revelar ante el público el engaño urdido por Veidt, precipite de nuevo a los estadounidenses hacia la guerra y los sitúe al borde de la muerte nuclear; por otro, parece estar dando por sentado que la biografía de Kovacs está moldeada y atrapada en la máscara y no puede ya evadirse de ella o continuar sin ella (NOTA 1). Kovacs, no Rorschach -nunca Rorschach- ha descubierto entre sus amigos Dan y Laurie un vínculo moral que es, al mismo tiempo, inseparable de sus concretos cuerpos, y que supone y lleva a un contacto entre ambos sin que este contacto sea "mancha para la moral". A diferencia del comercio sexual que el joven Kovacs descubre entre su madre y los hombres que van pasando por su cama [véase el apéndice del cap. VI], este abrazo entre dos cuerpos humanos se le descubre como portador de su propio orden concreto de vínculos morales y como un bien en sí mismo, que como tal bien, ya no tiene que ser, como tendría que serlo de tratarse de algo esencialmente ajeno a una interpretación moral de la existencia, "sometido" o incluso negado en aras de un "orden moral (abstracto)". En efecto, en la defensa del "orden moral abstracto" resulta comprensible toda la violencia y el despotismo moral de la actitud de Rorschach, para el que no sólo la existencia en general, sino la existencia concreta de cada hombre o mujer, únicamente vale por referencia a tal "orden moral" más allá de la existencia, que es todo lo que vale en sí mismo -y que precisamente es "abstracto" por hacer abstracción en ese "valer" de los ritmos de una existencia que se supone en sí misma ajena a ese orden que la valida. [Véase el apéndice “Cuerpos humanos y cuerpos angélicos del mañana”]. Una existencia concreta que pierda su referencia a ese orden, nada vale: no sólo no debe ser tolerada, sino que tiene que erradicarse sin más consideración [véase VI, 14: "-(...) Aún no era Rorschach. Entonces sólo era Kovacs. (...) Qué blando. -¿Blando? ¿Qué quieres decir? - Con la escoria. Era demasiado joven. Les mimaba. Les dejaba vivir."] En este régimen despótico del Orden Moral, del que Rorschach participa como administrador, sólo cabe dirigirse al otro en una relación siempre mediada por la desconfianza sistemática y la mirada suspicaz del vigilante, bajo la que toda existencia aparecerá como algo en potencia hostil a cualquier ordenación que la pudiera dignificar y enderezar. (En VIII, p. 21 podemos comprobar que Rorschach, siguiendo la lógica de su papel, desconfiará incluso de aquellos que acaban de salvarlo del linchamiento por parte de los prisioneros amotinados: se mantiene, por hábito, en ese régimen de desconfianza ante el otro que le ha permitido afrontar la existencia.)

Ante la posibilidad de que la mentira y el crimen de Veidt sean encubiertos por los otros vigilantes y queden impunes, Rorschach no puede hacer otra cosa que asegurar a toda costa el cumplimiento de una "Justicia Americana", porque sólo por referencia a esa "Justicia" abstracta vale la pena la continuación de la existencia ; asimismo, como en cualquier otra circunstancia, debe asegurar la imposición de un castigo al culpable y la recuperación de una verdad (moral) que valen más que cualquier existencia humana, y que no tienen que ser descuidadas bajo ninguna consideración -ni siquiera al precio de dar un nuevo paso hacia la destrucción total de toda existencia humana en una guerra entre potencias nucleares. Pero ante eso mismo, Kovacs tiene que detenerse y rendirse a la fidelidad que lo retiene en un vínculo moral concreto hacia sus amigos Dan y Laurie, que se han fidelizado con él al rescatarlo de la cárcel amotinada, y cuyas vidas ya no puede sacrificar sin más en nombre de ningún orden moral que, en lo que ajeno a toda existencia, pase por ser fuente externa de todo el posible valor de las vidas de éstos y, en definitiva, único bien propiamente dicho, bajo el que palidecería cualquier vida. Kovacs -nunca Rorschach- no puede ahora dar sin más el paso de exponer el abrazo y las vidas de éstos, en aras del rigor moral, a la muerte nuclear: las vidas de sus amigos se le han aparecido como intrínseca y primeramente valiosas, justo en lo que han sido capaces de quedar radicalmente comprometidas, entre sí, hacia él, y también hacia las vidas de otras posibles personas (concretas); o dicho de otra forma, justo en la medida en que se han aparecido como existencias internamente configuradas, trazadas y proyectadas en el elemento de la confianza y el compadecimiento, firmemente dispuestas y llamadas a mantenerse en una actitud que no puede confundirse ni con la de Rorschach ni con la de los indolentes testigos del asesinato de Kitty Genovese [VI, 10]. La pareja, recurra o no a sus disfraces, se construye y confirma precisamente sobre tal proyecto de inclusión en su propia confianza -en diferentes cualidades y grados- de esas terceras personas que, no necesariamente de un modo exento de complicaciones o incluso enfrentamientos [c. III, pp. 12 a 15], se vayan presentando en el elemento del entorno de sus cuerpos. Es necesario reparar aquí en la importancia de que esto vaya teniendo lugar en un espacio y un entorno que no dejen de estar referidos a la concretud de sus cuerpos y de los cuerpos ajenos: de otra forma, este proyecto correría el riesgo de tornarse muy próximo al plan utópico de Veidt, que en lo que utópico, puede y tiene que situarse en y ejecutarse desde un no-lugar que le permita juzgar el conjunto de la vida histórica y pasar por encima, quizás de modo doloroso, de la concreción insustituible de los hombres vivos, a los que valdría la pena sacrificar en nombre del hombre utópico, the man of Tomorrow, y la apertura de un Nuevo Mundo. Por oposición a este "utopismo", que en nombre del bien ilimitado suele llegar a preparar los males mayores, esta extensión de la confianza de la que hablamos, sin dejar de ser concreta y de estar siempre circunscrita y limitada a un espacio finito vivido y a un tiempo finito vivido, busca ilimitadamente su mundo [cap. VII completo, c. XII p. 30]. El abrazo carnal y moral entre dos cuerpos humanos introduce y despliega en el mundo su propia universalidad, y no simplemente porque en el mundo tenga la pareja que conjurar las amenazas de la guerra mundial o el crimen, o porque tenga, como quien dice, que negar todas las negaciones que el mundo haga de ella, sino porque en ese "afuera resistente y existente" se halla también su positividad, que sólo aparece en el proceso, seguramente interminable, de ir incluyendo a terceras personas -familiares, amigos, vecinos, compañeros- en lazos de confianza y conmiseración que permitan mantener los iniciales, a través del socorro mutuo y la fidelidad con ellas. Sólo haciéndose cargo de un mundo, que puede ser más o menos amplio pero que siempre será limitado, y haciéndolo habitable en lo posible, se convive: no sólo en la pareja, sino en la amistad, en la familia, en la vecindad, en el trabajo. El abrazo franco de dos cuerpos humanos puede verse así como un lazo moral concreto e internamente ordenado, que pese a sus internas asimetrías o pese a las disarmonías que puedan afectarlo en su extensión hacia terceras personas, mantiene hasta donde sea posible su calidad moral; también en ese continuo esfuerzo por mantenerse y recuperarse ante las dificultades -esfuerzo al que sólo la muerte o la descomposición moral pueden hacernos renunciar- sirve, en el peor de los mundos y en la más inhumana de las circunstancias, como una luminaria de la existencia, incluso cuando se ve reducido a su sombra.
Y así, como un primer foco por el que la existencia humana acaba ganando su propia ordenación sin necesidad de que se cierre sobre ella, como una dama de hierro, un orden moral abstracto y ajeno a ésta, es como aparece de nuevo la figura de los amantes sobre la máscara de Rorschach [XII, 23], que no puede evitar en esta ocasión que Kovacs se remueva dentro de él. Si por efecto de la terrible simetría Kovacs había sido convertido en una máscara pasajera de Rorschach, ahora Rorschach vuelve a ser máscara de Kovacs, como ocurrió antes de que éste cayese en el círculo de hierro de la violencia y la desconfianza. Por un instante, Kovacs recibe la luz cálida de algo que lo rescata del vacío, que él había asimismo interpretado y superado como imposición de una ley moral vacía, y se ve requerido por un vínculo moral concreto hacia sus amigos, que lo interpela de un modo que ya no es tampoco la mera compulsión despótica de imposición, fundada en su origen por un régimen de sistemática desconfianza. En ese momento repercuten en él sus lazos afectivos de amistad con Daniel [véanse sus palabras en VIII, 18 y X, 10] y gana fuerza su voluntad de corresponder la confianza que en él han depositado éste y Laurie, voluntad que pese a su impotencia frente al imperativo de continuar siendo Rorschach, permite a Kovacs, acaso por el bien de sus dos amigos, hacer suya la necesidad de mantener la ilusión creada criminalmente por Veidt para evitar la guerra con la URSS. Estos dos, al rescatarlo durante el motín de la prisión en que esperaba su juicio, habían compartido con él su proyecto de confianza y compadecimiento; ahora Kovacs les corresponde de alguna forma, comprendiendo que sólo mediante la muerte de Rorschach -su muerte- pueden ser continuados, siquiera provisionalmente, tal proyecto y tales vidas, que pueden brillar, bajo el signo del abrazo, como valiosas en sí mismas. (...)
[El regreso de los disfraces de Daniel y Laurie no consiste, en el fondo, en una recuperación simultánea del “yo profundo (superheroico) perdido“ de cada uno, sino que, por su significado biográfico, les ofrece la ocasión adecuada para reanudar conjuntamente su proyecto (antes individual) de “no ceder a la desmoralización“. De esta manera, lo importante en ese proyecto será, precisamente, lo que tiene de compartido y de restaurador de la confianza perdida: por eso los trajes ceden su carácter decisivo, como presuntas “verdades últimas” sobre cada uno de ellos -como individuos-, a la figura de la sombra de los “amantes” que se abrazan, como símbolo de la posibilidad de evitar el círculo de desconfianza perpetua en el que las “identidades profundas“ atraparon a Kovavs y Blake, y ahogarán a Veidt tan pronto éste se funda con Ozimandias.]

Abundemos en estos argumentos nuestros sobre el lugar que corresponde, en el mundo al borde de la des-moralización irreversible -sin duda, el presentado por Watchmen, y por eso mismo, el nuestro- el gesto del abrazo entre los amantes de Hiroshima. También el retorno de Búho Nocturno y Espectro de Seda tiene que ver con la aparición de la sombra de los amantes en la pesadilla de Dan [VII, 16]. La amenaza de una guerra nuclear inminente no sólo es incapaz de romper los lazos sentimentales entre Dan y Laurie, sino que empuja a ambos a vestir de nuevo sus disfraces de enmascarados para reanudar, con nuevo espíritu, una empresa que habían abandonado años antes; para reclamar así una vía en la que poder preservar la marcha de su relación ante el desarrollo de los acontecimientos. Desde luego que esto, como muchos lectores han visto, se alimenta del ímpetu sexual de sus cuerpos: a priori, no hay nada de escandaloso en ello, sobre todo si empezamos a ver en ese ímpetu una manifestación singular de la condición carnal de uno mismo y del significado de los cuerpos de las personas de nuestro entorno, en lugar de una fuerza ciega y despersonalizada que tengamos que reprimir. Los concretos vínculos afectivos y sexuales entre el cuerpo de uno y el cuerpo de la otra forman, por así decirlo, una especie de primer sostén desde el que confianza y el compadecimiento de los que hablamos pueden irse extendiendo a terceros e ir enlazando con otros núcleos de compromiso, de modo que el tejido de la convivencia y el reconocimiento moral se vaya recomponiendo y reponiendo en sus expresiones mínimas. La fuerza moral y afectiva que reúne sus cuerpos se apropia de los disfraces de Búho Nocturno y Espectro de Seda y los pone a su servicio, desplegándose a través de su figura hacia terceras personas casi como por medio de una institución, que en lo que proporcione algún tipo de horizonte moral común y virtualmente ilimitado a la pareja será capaz, incluso bajo la amenaza nuclear, de tensionar de nuevo los lazos iniciales entre sus personas y de anudar y reanudar los vínculos entre ambas y otras terceras. Esto es, desde luego, lo único que puede ofrecer algún tipo de baluarte frente al desasosiego y el sentimiento de fragilidad a los que la desconfianza moral y la marcha de la historia universal habían sometido a sus cuerpos; ¿no permite además comprender las razones por las que sólo después de volver a vestir sus trajes y rescatar a los vecinos de un edificio en llamas pueden Dan y Laurie culminar su encuentro sexual? Decir que esto se debe sin más al efecto de la "descarga libidinal" que supone para ambos el haber participado de nuevo en la "fantasía" del disfraz es quedarse muy corto, y exige suponer que en los trajes de los enmascarados hay, sin más, libido incorporada. Esto no deja de ser interesante, pero no permite llegar al conjunto del texto -incluso puede limitar nuestra lectura. Creo que sería más adecuado entender que, en este caso, el papel de los trajes va mucho más allá del de una cosa "fetichizada". Los trajes de Búho Nocturno y Espectro de Seda comienzan a presentarse aquí, de nuevo, en el lugar que les corresponde: no se confunden con sus portadores ni invaden toda su biografía, como sí querríamos ver que ocurría en el caso de los otros Vigilantes -a excepción del Dr. Manhattan, que no es un enmascarado. De nuevo, los disfraces disponen ante sus portadores una institución [NOTA 2] bajo la que pueden continuar y realimentar los lazos de confianza personal que ya estaban dándose entre sus cuerpos, pero que requerían para su continuación de la tensión moral que se da en su extensión hacia los cuerpos de terceras personas -las personas que están o estuvieron presentes en sus entornos vitales, en las vecindades de sus cuerpos. Por eso se diría que ahí están operando relaciones de confianza y conmiseración muy concretas, y que en el caso de Dan y Laurie las máscaras no han llegado a hacerse con la biografía de la persona que las viste y a interrumpir su arraigo en el plano de las relaciones morales entre personas concretas, privándoles de todo auténtico consuelo. Desde luego que tanto Rorschach como el Comediante desarrollan su actividad como enmascarados sin que ésta responda a los límites de sentido y concreción que tendría que imponerles una vida personal más allá de la máscara; esto ocurre porque, como decíamos, ellos han sido "tragados" por el papel de enmascarado a fuerza de situarse siempre en el límite de la desconfianza personal y la falta de compadecimiento, sin contar con nadie más que con ellos mismos para "soportar todo el absurdo y el vacío moral del mundo" sobre sus hombros. Esta soledad sin consuelo posible y esta despersonalización del enmascarado ante al abismo, que no encontramos ni en Dan ni en Laurie, quedan recogidas por las palabras de Rorschach en memoria del Comediante en el cap. II, páginas 26 a 28:
"Una vez oí un chiste: un hombre va al médico. Dice que está deprimido. Dice que su vida parece dura y cruel. Dice que se siente solo en un mundo amenazador en el que lo que le espera es siempre vago e incierto. El doctor dice: "El tratamiento es sencillo. El gran payaso Pagliacci ha venido a la ciudad. Vaya a verlo esta noche. Con eso se animará." El hombre empieza a llorar. Dice: "Pero doctor... Yo soy Pagliacci."

Amantes de Hiroshima (III)


"Una vez oí un chiste: un hombre va al médico. Dice que está deprimido. Dice que su vida parece dura y cruel. Dice que se siente solo en un mundo amenazador en el que lo que le espera es siempre vago e incierto. El doctor dice: "El tratamiento es sencillo. El gran payaso Pagliacci ha venido a la ciudad. Vaya a verlo esta noche. Con eso se animará." El hombre empieza a llorar. Dice: "Pero doctor... Yo soy Pagliacci."

[La recuperación de Blake frente al Comediante. Qué puede quedar a salvo de la “broma de la vida“.]

Rorschach nos sorprende con este sentido epítome de la vida del Comediante. ¿A qué había sujetado éste su vida? Ciertamente, lo que él hubiese llamado "la broma del mundo" atraviesa su biografía desde su primera madurez hasta el momento de su defenestración -que no deja de ser su última actuación- y la expone al desconsuelo del que no tiene para resistir más que la risa. Su asesinato aparece también como su última payasada, porque al reclamar la atención de Rorschach da lugar a toda la trama de Watchmen y acaba teniendo un inesperado efecto cómico [véase el cap. 3-B] sobre el resultado de los planes de Veidt, que lo eliminó precisamente para asegurar el éxito de éstos. Como Rorschach, el Comediante no tiene pareja, ni amigos, ni vecinos a los que sujetarse y en los que confiarse -literalmente- hasta el último momento. Sin embargo, cuando descubre los planes de Veidt y pierde también el consuelo de la risa, se cuela en casa de su antiguo enemigo Moloch y busca su conmiseración [II, 22 y 23]. La conmiseración de ese viejo enemigo es quizás el único consuelo que Blake recibirá por parte de otro ser humano antes de su asesinato. Las rosas que Moloch deja sobre la tumba de Blake en su funeral son expresión de dicha conmiseración y su reconocimiento final, que sin duda tienen mucho que ver con el hecho de que Moloch se sepa en la fase terminal de un cáncer y se compadezca de la violenta muerte de Blake. "¿Así acabamos todos? Una vida en conflicto, sin tiempo para tener amigos... Y cuando llega a su final, sólo nuestros enemigos dejan rosas" [II, 26]. Pese al "cinismo moral" que ha atravesado su persona y ha decidido su vida, pese a que éste ha dado el tono general de una existencia que ha sido interpretada -y sobreactuada- como una broma y que ha poseído a su intérprete hasta conducirlo al absurdo de la amoralidad practicada como deber político, Edward Blake ha liberado y salvado algo de sí mismo, quizás sin advertirlo, al morir como el Comediante. Tras la muerte del Comediante, quizás Blake pueda encontrar un perdón que nunca hubiese esperado recibir en vida. Convertirse en el Comediante fue su opción para seguir adelante en un entorno en el que la desconfianza y la crueldad se encontraban ya rebullendo y proliferando: "-El mundo era duro. Yo tenía que serlo más, ¿sabes?" [II, 22]. Esta misma máxima, a la que el joven Blake entregó todas sus posibilidades de afirmar su libertad y apropiarse su vida frente a un mundo que no sólo se resistía, sino que se revolvía en contra de la misma, es la que acaba dominando toda su biografía y ajustándola a la representación del papel del Comediante. Como decíamos antes, este papel parece haberse fijado en él como un parásito y haberlo hundido en un continuo absurdo: el absurdo que rebosa en la vida del individuo que, por haberse puesto al servicio del gobierno de su nación y en nombre de la conservación de los referentes morales de la misma -o sencillamente, de su espacio político, de la relativa "paz cívica" que éste asegura dentro de sus fronteras frente al "todos contra todos"- queda entonces dispensado de cualquier responsabilidad moral, e incluso invitado a ser deliberadamente violento y amoral frente al así llamado "enemigo del pueblo americano" y, por eso mismo, autorizado por los poderes temporales a hacer todo aquello que, de no hacerse en nombre de los intereses del Gobierno de la nación y fuera de la nación, le hubiera supuesto una condena moral extrema ante el Dios americano. En ese papel, Blake se encuentra liberado de cualquier limitación moral -o al menos, de cualquier limitación legal- que antes pudiera haber puesto freno a sus intentos de asegurarse frente a la violencia del mundo contemporáneo por medio el ejercicio de una violencia todavía mayor a su favor. Desarrollando el personaje de ese disfraz y entregándole su vida, Blake pudo cometer tropelías durante la II Guerra Mundial, la Guerra del Vietnam, o sus actividades como agente "diplomático" en América Central y Sudamérica, pero fue siempre recibido y premiado por los poderes temporales como un "héroe" de la defensa de los valores americanos. No es de extrañar que, consecuentemente con eso, favorezca el poder del partido político que más prodigue la intervención bélica de los EEUU en el extranjero: sólo así se asegura un escenario en el que, por medio de las armas y la excepción a la moral, conservar la relativa paz y la precaria justicia política que, asentadas muy costosamente frente al "todos contra todos" y la desconfianza total, prevalecen en las fronteras de su propia nación política, a pesar de los conatos de desmoralización o rendición ante otras interpretaciones de la historia universal -como la del Hombre soviético. Esto no llegó a producirle problemas de conciencia porque quizás ya de salida contaba con que, en efecto, no había, ni tras sus actos ni tras los discursos morales del poder, más sustancia que la que pueda darse bajo una broma o una farsa. Tras su presunta condición de héroe enmascarado tenía que haber un vacío, una violencia sobre la existencia y una imposición encubiertas tan extremas como las que él había descubierto, al conocer la "broma de la vida", tras los valores mismos presentados por el discurso del orden político norteamericano, cuya defensa se le atribuye desde ese mismo poder. Blake se transformó en el Comediante tras descubrírsele progresiva y tácitamente esta "broma de la vida": la broma que consiste en el vaciamiento encubierto del valor todos los valores y el descubrimiento de que al ejercicio de una retórica del poder y el dominio le es indiferente tal vaciamiento: pues como tal retórica encubridora, carecerá de todo pretendido fundamento "transcendente", pero también se bastará a sí misma para hacer obrar a los hombres de una nación política como si lo tuviese, imponiendo un acuerdo entre ellos en lugar del "todos contra todos" -lo que, a efectos prácticos, justificaría cualquier imposición de orden: "es mejor para la ciudad una ley mala que ninguna ley", decía Platón. Siendo el Comediante asume el papel de un farsante: defiende, fingiendo caer en la ilusión, esa mera apariencia del valor de los valores; comoquiera que la apariencia puede defenderse fingiendo sin que esto merme la efectividad de la defensa ni un ápice, esta farsa le da lugar a hacer en realidad otra cosa, que sin duda hace a sabiendas y con fruición: imprime a la existencia, sin que nadie pueda censurarlo moralmente o condenarlo por eso, una contraviolencia extrema, gracias a la cual puede llegar a sentirse a salvo de la otra violencia que la existencia misma había ejercido en su contra. So pretexto de ganar batallas en nombre de la democracia y liberar países del yugo del comunismo, el Comediante no hace otra cosa que asegurarse como vida y como individuo que no quiere quedarse perplejo ante el posible desplome de la interpretación en que habita, y lo hace además contando con la connivencia de los poderes temporales que más resueltamente defienden la necesidad del "modo de vida americano", haciendo chocar su interpretación de la historia universal frente a las desplegadas por otros imperios; por lo mismo, no vacila en tomar parte en los ejercicios de violencia despótica que, dentro y fuera de la Nación norteamericana, puedan promover los "guardianes políticos del Sueño Americano", sin que en ello pueda verse limitado por trabas morales o legales. Así queda liberado de la atención a la primera farsa de la moral para colaborar de modo entusiasta en la segunda farsa de la reproducción y el mantenimiento de los valores del Sueño Americano -la comedia originaria, la farsa radical, necesaria para el mantenimiento de su nación política. En esta segunda farsa el despliegue de su violencia contra la violencia del mundo ya no está limitado y puede expandirse a sus anchas. Pero no precipitemos todavía un juicio sobre Blake. Porque aquí, precisamente en su conciencia de que eso en lo que participa no es más que una broma, y de que él mismo es un farsante que colabora en la preparación de dicha broma, quizás esté operando algo que Blake ya no puede dejar de tomarse muy en serio, y que es justamente aquello que, tras el descubrimiento de la farsa, le permite seguir entregándose a su mantenimiento: su profundo anhelo de confirmarse como individuo frente a la violencia que el ritmo histórico del mundo contemporáneo ejerce sobre su vida; su deseo de desplegar, antes que cualquier otra cosa, un apetito de vida, como afirmación de su cuerpo vivo ante las incertidumbres y las limitaciones históricas y como muestra de que éste no tiene por qué arredrarse ante ellas. Este es un apetito que, desde luego, puede llamarse afán de puja del cuerpo vivo ante el entorno que lo niega y que amenaza con tumbarlo; es, en algún sentido, "un ansia animal por luchar y combatir, que nos convierte en lo que somos" [palabras de Rorschach en II, 26], y de la que como los animales (racionales) que no dejamos de ser -puesto que nuestros cuerpos no son, desde luego, angelicales-, no debemos avergonzarnos sin más. Quizás éste es el núcleo vital, la vena central y ya no fingida de toda la actividad de Blake como el Comediante; quizás es este papel del Comediante justamente el que él, a diferencia de los otros "payasos enmascarados", no elige, sino que, como él mismo da a entender [en II, 13], se sigue de una intuición acertada acerca del vaciamiento moral del mundo contemporáneo y la desvalorización de los valores -a través de su manifestación como "ideología". Quizás este disfraz suyo, que revela algo sobre todos los otros disfraces, le viene dado como el único disfraz consecuente con tal experiencia contemporánea de la desmoralización y la delación del carácter disfrazado de todo valor. Por paradoja, hay en él -incluso cuando se confunde con el Comediante o se entrega a excesos de actuación- una voluntad de autenticidad vital y un amor por la vida raros y muy hondos, que nunca pueden ser satisfechos en el elemento de violentación de la existencia en que se mueve su biografía. Al haberse entregado sin mesura y antes que a ninguna otra empresa a su afirmación de la propia existencia mediante la violentación de la existencia que la amenaza, Blake parece haber despedazado su propia biografía para adaptarla a las actuaciones del Comediante, que le proporcionan la única figura y el único disfraz en los que puede, de alguna manera, sentirse de nuevo en la gran ficción de la historia contemporánea sin que esto le suponga quedar maniatado y a merced de los hechos, o renunciar en algún punto a su indomable afán de afirmarse a toda costa frente al imprevisible curso de los acontecimientos históricos. En un segundo examen, se descubre que Blake mantiene todavía algo a salvo de las actuaciones del Comediante, y que quizás, de haber insistido en eso en lugar de haberse entregado a sus actividades como enmascarado, hubiera encontrado que ese algo quedaba en sí mismo "más allá de la farsa" y más allá de la desmoralización que le obligaron a convertirse en el Comediante: su relación con Sally Juspeczyk y su hija Laurie. Si repasamos el cap. IX [pp. 15-16 y 20-21], en el que se descubre por fin cuál fue la índole de la relación amorosa entre Blake y Sally Juspeczyk (Sally Júpiter) después del intento de violación que ésta sufrió a manos del Comediante, y volvemos sobre el pasaje que Laurie cae en la cuenta de que ella misma fue engendrada a resultas de esa relación amorosa entre Blake y su madre, comprobaremos que Blake no gasta bromas a ese respecto [véase el apéndice “Qué es serio en la broma de la vida”]. En lugar de insistir en la jovialidad, frente al rencor de su antigua amante y la imposibilidad de dirigirse como padre a su hija Laurie, Blake tuerce el gesto y pierde su aire cínico y festivo, y se muestra incapaz de ocultarse a sí mismo la importancia que todavía tiene su pasada vinculación con madre e hija. Quizás la salida al círculo de violencia y contraviolencia en el que, como Kovacs, está envuelto Blake, esté abierta por la posibilidad de que el conjunto de su vida reciba una nueva significación mediante el perdón y la conmiseración de una sola persona. El arrepentimiento manifestado por Blake ante la Virgen [II, 23] y su confesión ante Moloch no significan más que esto: el sentido del conjunto de la vida de Blake, incluso cuando ésta haya sido entregada en su mayor parte a los actos del Comediante y esté atravesada de horrores y excesos amorales, puede quedar reconducido en el momento en el que Blake requiera verdaderamente del perdón y la conmiseración de una segunda persona. Con sólo la esperanza de ese perdón y ese reconocimiento por parte de un segundo, una vida humana podría ya haber quedado a salvo del círculo de hierro de la desconfianza, el descompadecimiento y el aislamiento existencial. A Kovacs, decíamos, lo salva del absurdo violento y la soledad que han llenado su vida el saberse reconocido por Dreiberg y Laurie, que acuden a su rescate durante el motín de la cárcel. En este otro caso, parece que Blake puede encontrar un último consuelo en la mirada de su antiguo enemigo Moloch, que atiende sus palabras y sostiene su confesión, a pesar de carecer de toda autoridad espiritual. Pero sin duda el gesto por el que la biografía de Blake puede, incluso una vez que ya ha quedado cerrada en sus hechos, volver a ser reescrita en su sentido, es el del perdón y el reconocimiento de su antigua amante y su hija. Al final del cap. XII [pp. 28 y 29], comprobamos que ambas acaban abrazando de nuevo la figura de Blake y sobreponen a su entrega a la violencia un sello último de confianza: el beso de Sally sobre su retrato. Esto es suficiente para romper el cierre de su vida en el extremo del desconsuelo que, como el Comediante, intentó burlar. El chiste de Rorschach sobre el payaso Pagliacci finalmente puede aplicarse al Comediante, pero no sin más a Edward Blake.

Amantes de Hiroshima (notas y apéndices)


(1) Como apoyo de esta lectura según la cual Kovacs decide finalmente renunciar a su rigorismo moral en beneficio de sus amigos y, también, del resto de sus paisanos -aunque esa renuncia suponga su muerte-, contamos con las dos viñetas [XII, pp. 11 y 12] en que el Dr. Manhattan pide disculpas a su compañero Rorschach por no haber sabido mantener ante Laurie el secreto de Veidt. Para que estas dos intervenciones tengan sentido en su contexto tienen que suponerse dos puntos: 1) El Dr. Manhattan, aunque afectado por las interferencias de taquiones, sabe ya que Rorschach será desintegrado en pocos minutos por él mismo, tras negarse a mantener en secreto el papel de Veidt en la preparación del "ataque extraterrestre a la Tierra"; además, Osterman está entendiendo que Kovacs provocará de modo deliberado su desintegración, al objeto de asegurarse de que a Rorschach -no a él mismo- le falte ocasión de delatar a Veidt y de deshacer el espejismo que parece haber evitado la III Guerra Mundial. Ciertamente, Rorschach invita a Osterman a matarlo cuando, en lugar de comprometerse en falso a mantener el engaño o callar, se arriesga a manifestar su propósito de regresar a los EEUU para dar a conocer a los ciudadanos la trama oculta tras el asesinato de Blake, el exilio de Osterman y el ataque a Nueva York. De esa manera, Kovacs "se sacrifica" para detener a Rorschach, valiéndose del mismo rigorismo que éste le impone. 2) Asimismo, Osterman sabe que, en un futuro más o menos cercano -quizás cuando el diario New Frontiersman publique las últimas notas del diario de Rorschach-, tendrán una importancia decisiva en la confirmación de la primera acusación contra Veidt las palabras que acaba de dirigir a Laurie: "Veidt lo hizo. Mató a Blake y a media Nueva York". Al no haberle podido ocultar la trama de los acontecimientos a Laurie -y ante todo, al hacer saber a Laurie que fue Veidt quien mató a su recién reconocido padre-, Osterman acaba de desatar la sucesión de acontecimientos que llevará a deshacer la ilusión que sustenta la paz de Ozimandias y, por tanto, a hacer inútil -en ese aspecto- el sacrificio de Kovacs: sabe que acaba de prender la mecha de la bomba que acará haciendo caer la "utopía de Veidt" y, sin embargo, no puede evitar hacerlo. Es por esto por lo que Osterman debe pedir perdón a Kovacs, cuya muerte -una muerte casi provocada por él mismo-, aunque ya no pueda valer el enterramiento definitivo del secreto de Ozimandias, supone ya su recuperación personal frente a Rorschach -aunque esta recuperación sólo se haga efectiva un momento antes de su muerte, al arrancarse éste voluntariamente la máscara. En resumen: Osterman pide perdón por anticipado a Kovacs no sólo por haberle desintegrado, o por saber que, con sus declaraciones a Laurie, acaba de poner en movimiento los resortes que acabarán desvelando el secreto de Veidt, sino por entender además que el propio Kovacs, al provocarle para que lo elimine, estaba buscando evitar a sus amigos y a sus paisanos los efectos que podría tener sobre ellos el descubrimiento de los engaños de Veidt por parte de Rorschach y la vuelta de las agujas del reloj nuclear a las doce menos cinco. Por lo que vemos, la desconfianza radical en la calidad moral del hombre no pudo imponerse definitivamente en el corazón de Kovacs.

(2) Como casi siempre, Moore acierta al presentar a estos dos enmascarados como los únicos que mantienen la conciencia de vestir disfraces o de "jugar" a ser personajes heroicos, esto es, de representar papeles que no se confundirán con sus personas [atiéndase su diálogo en VII, pp. 7 a 9]. La historia de Watchmen encomia de alguna manera el buen sentido de éstos, y no sólo por su "buen sentido" frente a la "locura" de los otros: finalmente, son ellos dos los únicos vigilantes que, junto a sus predecesores Sally Juspeczyk y Hollis Mason, se manifiestan capaces de mantener parte de su persona fuera del alcance de la máscara -a diferencia de Kovacs o Blake-; del mismo modo, no pretenden invadir con su persona la plenitud de significado del papel que desarrollan bajo el disfraz -a diferencia de Veidt. Mucho puede pesar en esto el hecho de que sean los dos únicos enmascarados que han recibido su papel como parte de un legado ejemplar, entregado por personas con las que han mantenido un contacto directo y a las que han conocido más allá de la leyenda -no le sucede esto a Veidt respecto de su Ozimandias, que ni siquiera se le presenta como "tema de una investigación histórica", sino directamente como miembro del "club de las leyendas" [XI, 8]. Ninguno de ellos dos actúa invirtiendo, como nos enseñó a hacer Superman, la lógica del disfraz: invertir esa lógica consistiría en pretender que su ropa de "persona normal" no fuese más que un velo de su "auténtico yo", representado por el "hombre del mañana" que han de ocultar cotidianamente a la mirada de los "hombres del presente". ¿No es justamente por ser un superhombre, un "hombre del mañana", por lo que Veidt se tiene que vestir de Ozimandias, como si se estuviese poniendo la ropa de "andar por casa" y quitándose el disfraz de empresario, tan pronto alcanza su "verdadero hogar", que es la fortaleza polar de Ozimandias? Frente a esa sobreactuación fatal -o mejor, superactuación-, y en contra de ese "exceso interpretativo" que lleva al actor a intercambiarse con su personaje -algo sin duda mórbido para ambos, y a lo que, sin embargo, el actor puede querer entregarse-, la misma lógica del disfraz reclama una independencia respecto a la persona disfrazada. Mantener la lógica del disfraz de justiciero enmascarado tiene para nuestra pareja una doble repercusión: por un lado, Dan y Laurie conservan una incardinación moral, una trayectoria biográfica, al margen de la tarea que les impone la reapropiación de su mundo por medio del antifaz; por otro lado, la proximidad del latido moral de sus personas a la institución del personaje enmascarado hace que el desarrollo de sus tareas bajo el disfraz pueda recibir, en función de su biografía, nuevo significado y nuevo contenido, ambos inalcanzables en caso de una identificación total entre personaje y persona. Esto les permite ingresar -a título de enmascarados- en el escenario de la desmoralización sobreentendiendo que, a pesar de los peligros, es posible todavía recomponer la confianza en otros hasta cierto punto -la confianza que alimenta su latido personal, que les hace ser "personas morales". Al sortear la caída en el vacío de la desconfianza, apuestan que, en ese mismo lugar donde puede fallar la confianza, pueden y tienen que moverse sin renunciar a la misma, de modo que no queden cercenadas sus posibilidades de entablar vínculos morales auténticos en los que recuperarse de la desmoralización y conocer el carácter positivo de la convivencia -que no tiene por qué ser una convivencia plenamente angélica, libre de contradicciones. Sólo quien dé por sentado o sea empujado a asumir que, en ese mundo desmoralizado, no puede esperar hallar su persona un hogar junto al que reposar -porque "todo está echado a perder", y ya no vale la pena confiar en nadie-, saldrá al escenario para trocar su persona por el personaje representado, y conseguirá, acaso, omitir la soledad de su persona moral -al tiempo que la hace más honda- al dejar ésta una y otra vez fuera del escenario; quien ha quedado impedido para recomponer su círculo de confianza, asume de inmediato que al actuar como enmascarado queda encerrado, de modo inevitable y por completo, en el círculo de hierro de la desconfianza ilimitada y la violencia despótica, y recibe como destino la "vigilancia despótica sobre todos y a todas horas", sin refugio posible. Pese a la caída en el vacío de la "vigilancia", la soledad de Kovacs y Blake admitirá, como estamos viendo, una reparación final en la confianza y la conmiseración; en cambio, Veidt, "el hombre que quiso cambiar la obra representada en el escenario" al entender que ésta no se adecuaba a los requisitos de actuación de un "hombre del mañana", ya no podrá reponer su persona de esa violencia ejercitada sobre el conjunto de los hombres del presente, de los que él, como "hombre del mañana" y no sólo como hombre que se ve empujado a la vía solitaria de la vigilancia, ha quedado perpetuamente apartado, para su ventaja o para su condena.



Apéndice "Qué es serio en la broma de la vida": Sólo en una de las apariciones del Comediante que se refieren en Watchmen, el segundo disfraz de Edward Blake no incluye palmariamente el motivo de la sonrisa amarilla -repárese en que el traje que lucía como Minutemen ya lo llevaba impreso sobre la hebilla del cinturón. ¿Tiene esto alguna relevancia, o se debe simplemente a que la moda del smiley amarillo fue posterior al momento de las escenas pintadas -una moda de los 70, si no me equivoco? En las viñetas que nos muestran a Blake con su nuevo traje durante la II Guerra Mundial [p.10 de Bajo la máscara] o a comienzos de los 60 [XI, 18 y IV, 14], los autores han procurado impedirnos comprobar, conveniente y discretamente, si ya durante esos años vestía su chapita amarilla. Sólo tenemos claro que durante la primera y última reunión de la malograda liga de enmascarados Los Justicieros del año 66 [II, 10 y 11], el traje de Blake no exhibe el motivo de la sonrisa. ¿Casualidad? Quizás en esa situación, en lugar de actuar como el Comediante, Blake intentó, con toda veracidad, mostrar a los otros "payasos enmascarados" qué era lo único que les cabía hacer si debían tomarse en serio su propio papel, en lugar de "jugar a indios y vaqueros"; haciendo arder el mapa de los EEUU, les enseña por qué todo intento de mantener el American way of life, la Idea americana del mundo -que es la misma Nación americana- será vano mientras se quiera limitar a amortiguar los desajustes internos de dicha idea -todas las muestras de la desmoralización de sus gentes señaladas por el Capitán Metrópolis: "promiscuidad", "manifestaciones antibélicas", "drogas", "conflictos raciales", crimen, etcétera. Las intervenciones "heroicas" de los enmascarados serán triviales mientras atiendan a dichos males e injusticias internos, en lugar de procurar asegurar y extender la frágil Paz americana en el escenario de la Guerra Fría, de modo que su sobrepujanza conjure la posibilidad de un conflicto armado directo -un conflicto nuclear- con otros imperios. Ahí el Comediante y Ozimandias están tácitamente de acuerdo: el alcance de los desajustes de su propio escenario político es nulo en comparación con el alcance de los desajustes y conflictos entre las naciones políticas contemporáneas, armadas ya con el fuego nuclear -aunque no se encuentren desconectados los unos de los otros. El plan "divinizador" de Ozimandias, iluminado por esa intervención del Comediante [XI, 19], asume igualmente que el origen del crimen, la corrupción moral y la miseria dentro de cada nación política se enraiza en la incapacidad del hombre para zanjar, de una vez por todas, los antagonismos y disarmonías entre diversas naciones, esto es, entre diversas "posiciones históricas en expansión", siempre envueltas en una dialéctica interminable; olvida que ya cada proyecto político universal, incluso antes de entrar en conflictos armados con otros, puede portar sus propias disarmonías. Seguramente Blake, al tiempo que renuncia a la visión de la Paz perpetua de Ozimandias y se limita a colaborar con la imposición cruenta de la precaria y frágil Paz americana, no pueda compartir ya esta última postura progresista e iluminista de Veidt. Pero aquí el punto está en saber si, como afirma Veidt [XI, 19], Blake se estaba "riendo a costa del mundo" con su intervención ante los otros enmascarados en el 66. Parecería que al no estar determinada por la compañía de esa sonrisa amarilla, dicha intervención puede tocar un asunto que ya no es tema de risa para Edward Blake, y que, antes bien, resulta tan serio que después podrá dar lugar a "la broma más pesada de la historia" -la ejecutada por Veidt ante todo el mundo contemporáneo-, ante las lágrimas del propio Blake [II, 22 y 23]. Al salir de la reunión, se encuentra por primera vez con Laurie, a la que sin duda reconoce como hija suya [IX, 15 y 16]; en ese momento, y aunque no se haya quitado el antifaz, una segunda ausencia de la sonrisita amarilla sobre su traje nos da a entender que Blake no está "actuando". A partir de ese encuentro, en el que se le niega la oportunidad de reconciliarse con Sally y ser reconocido por su hija, las actuaciones del Comediante determinan como nunca el destino personal de Blake. Durante sus operaciones como agente del Gobierno de los EEUU en Vietnam, Blake sí luce de continuo su símbolo; acompañado constantemente por él, lanza un mensaje que se anticipa a toda su violencia y determina el sentido de sus horrorosos actos: intentando esquivar por medio de la violencia sobre los oponentes del Hombre americano la desmoralización de su nación, tampoco el Comediante se toma la letra de los principios político-morales propios de la Democracia americana como si hubiesen sido grabados a fuego por un Dios sobre las Tablas de la Ley. Sabe que, careciendo de un Dios que los respalde, son provisional e improvisada interpretación, frágil ficción -si se quiere, "actuación", "impostura"-; y a pesar de ello -nos avisa- está dispuesto a defenderlos como los únicos que puede llamar suyos. Es, sin duda, divertido, que sea precisamente merced a la parcialidad, al carácter relativo o "inventado" -en tanto carente de fundamentos transcendentes- de la Justicia americana que debe defender, por lo que carezca de importancia o peso moral el hecho de que la esté defendiendo a través de la ejecución deliberada de los "horrores" que esa misma Justicia quisiera castigar como los más impropios del Hombre (americano). Superman, de haber llegado al mundo en 1938, tendría que intervenir en contra de Blake -pero no lo hace. No obstante, la culminación de sus actuaciones en Vietnam en 1972 [II, 14] dejará en su persona la presencia imborrable del símbolo que definía el sentido de su disfraz y de sus actuaciones como justiciero "internacional". Del mismo modo que las manchas de Rorschach se convirtieron en la cara de Kovacs en 1975, atrayendo hacia sí -o mejor, tragando- todo posible desarrollo de la vida de Kovacs, ese motivo de la sonrisa se hace inseparable del rostro de E. Blake cuando una botella rota lo dibuja, impremeditadamente, en su rostro [véase la cicatriz de la herida en IX, 20 y 21]. Al rechazar, por segunda vez -pero en esta ocasión por elección propia-, a la mujer y al hijo que podrían suponer la interrupción de su lucha solitaria en el interior del círculo vicioso de la violencia y la desconfianza, Blake recibe la marca del Comediante como un destino, como un sentido ahora inseparable del conjunto de su vida. Como Kovacs, incluso cuando le falte el disfraz seguirá siendo el personaje con cuyo traje quiso hacer frente a ese círculo de hierro de la desmoralización de su mundo y la desconfianza radical en el ser humano. Por eso mismo no estará de más que, a partir de ese momento, el símbolo de la sonrisa lo acompañe incluso cuando, en la soledad de su vida cotidiana, no vista -o tenga razones para vestir- la máscara. Al ser arrojado a través de la ventana de su departamento, E. Blake lleva consigo al Comediante, aunque vista un albornoz. El símbolo de la sonrisa, tras desbordarlo y regir la situación histórica en que debe actuar, finalmente se eleva más allá del personaje para preparar un chiste (¿de casualidad o gracias a la Providencia?); por eso mismo, marcando con mucha oportunidad los puntos cruciales de la trama de Watchmen, ese simbolito nos muestra que responde, desde antes de ser elegido por el joven Blake para su primer disfraz y también después de su muerte, a una lógica propia, que no fue necesariamente la que Blake quiso concederle, pero que, como éste comprendió tácitamente, sí es la de un mundo contemporáneo que, en la ausencia de Dios, convierte todo ejercicio de interpretación moral en farsa, y que a pesar de eso, no puede dejar de ser habitado por personas, por seres que requieren de horizontes morales. Pero esa lógica del símbolo de la sonrisa, que desborda el propósito de Blake y le hace responder ante su presencia como el gracioso que -deliberadamente o no- colaborará en primer lugar en la preparación del gran gag de la trama de Watchmen -en el que la "broma" de Ozimandias ante el mundo se convierte en una broma para él mismo-, es también la que finalmente conduce la historia hasta la recuperación póstuma -incluso "salvación"- de su persona, a través del abrazo que tanto su hija como su antigua novia le conceden tras su muerte, compadeciéndose del hombre que, más allá del personaje disfrazado, todavía las requirió para entregarse y confiarse a ellas.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Amantes de Hiroshima (introducción)

En Mundo de Krypton (J. Byrne, M. Mignona, 1987), el Hombre del Mañana descubría una verdad antes oculta sobre el sentido de su llegada a la Tierra, y en definitiva, sobre el legado de sus padres y su identidad más esquiva (la que se pierde al olvidar quién se es y de quién se viene): su familia lo había enviado a América para salvarlo no sólo del desmoronamiento de su planeta natal, sino para que entre los vulnerables cuerpos de los hombres del hoy, Superman tuviera una oportunidad de evitar la soledad, la autosuficiencia y el aislamiento que la última civilización de Krypton había convertido en instituciones centrales de la vida de los titánicos kryptonianos. La cuestión es: ¿y si la llegada de Superman en 1938 hubiese sido ya de antemano tardía? ¿Podría habérsele adelantado, en esa América a la que llegó -la América de los lectores, la que hay alrededor del papel, y no la que él repara en el papel- la semilla de la misma soledad que estaba intentando evitar? A tenor de los resultados de la trama de Watchmen, podemos ir más lejos en la pregunta: ¿Y si Superman hubiese traído consigo esa semilla? ¿Y si el mismo ofrecimiento -por parte de Superman- y asunción de una “verdadera identidad superheroica” -por parte de los hombres-, aunque sólo hubiese acontecido en la ficción, supusiera abrirle ya las puertas al caballo de Troya, haber quedado atrapado ya antes en el círculo de la misma desconfianza y soledad que se está intentando superar? ¿Y si el lector, al hacer frente bajo esa identidad superheroica -aunque sólo sea en la ficción- a la desmoralización del mundo contemporáneo ya hubiese optado por una “interpretación de su propia verdad” que le obliga a adoptar una actitud de vigilancia y sospecha incansable sobre su entorno vital? ¿No supone la adopción de esa “verdad superheroica” un intento de “ser un lobo más feroz que los otros lobos“, y a fin de cuentas, no conduce a la reproducción de los males que, en efecto, hacen esperar al Hombre americano la llegada de un infalible defensor del Bien y la Justicia, de un ajusticiador “dotado de potencias milagrosas“ que restaure la moral comunitaria y la confianza?
Sólo dos de los personajes principales de Watchmen, precisamente en la medida en que, como sus predecesores, se han logrado zafar de la presunta “verdad profunda” que les ofrecía el disfraz superheroico y están dispuestos a compartir el último abrazo de los “amantes de Hiroshima“, consiguen romper esa extensión de la desconfianza, el efecto inmediato de la crisis política y moral que los primeros justicieros enmascarados pretendieron ahogar y sólo consiguieron avivar. Dan y Laurie, al volver al vestirse los trajes [VII, 25], hacen justo lo contrario que Adrian Veidt al desenmascararse y retirarse -o fingir retirarse, más bien- como Ozimandias: renuncian al sueño “adolescente” de su “identidad profunda superheroica” [véase VII, 7] y se instalan, como algunos de los personajes secundarios de la trama, en la tarea de restaurar desde lo cotidiano esos vínculos de confianza y esos significados morales perdidos. Mientras que a éstos los acompaña la sombra de los amantes de Hiroshima, a Ozimandias -que es a quien Veidt entrega su rostro al quitarse ante el público la máscara- lo acompañará una sombra solitaria [véase X, 8 y 10], que finalmente se convierte en el cabo que lo conduce hasta el Navío Negro, donde la necesidad de ocultar ante todos su “secreta identidad como Ozimandias” y su horrorosa tarea como pacificador del mundo lo sumirá en un infierno de aislamiento, desconfianza y falta de conmiseración [XII, 27], en el que ya ninguno de los que tomaron parte en su plan puede compadecerse de él -pues a fin de cuentas, Ozimandias “ha enterrado su secreto con sus sirvientes”. A Veidt, como moderno Ozimandias y presunto vencedor de los males de los hombres, le resulta desconocido el gesto de los amantes de Hiroshima, cuando en verdad sólo es a partir de este gesto como podrían empezar a reponerse los vínculos comunitarios de confianza y amor que se echaban en falta: la familia, la amistad y la comunidad.
Las simetría, que aparece para Kovacs como el aspecto terrible del abismo, que está también impresa como una falta divertida en la sonrisa del Comediante, finalmente puede dar lugar al abrazo de dos personas concretas: el gesto de exposición y fortaleza, por el que, sin poder evitar la muerte o expulsar todos los males, se detiene sin embargo la proliferación de la desconfianza; en ese caso, como durante el sueño de Dreiberg [VII, 16], al final del equívoco de identidades y “verdades profundas“ encontraremos la sombra de los amantes de Hiroshima. Esa misma simetría, retenida en el ojo de Osiris que lleva Ozimandias impreso sobre su pecho, puede, dada nuestra ambigüedad moral ante la figura de la “verdad profunda sobre nosotros mismos“ y su interpretación superheroica, transformarse también en la calavera y las tibias que señalan el destino final del náufrago de los Relatos del Navío Negro. Ni Superman ni el Dr. Manhattan pueden, con todas sus potencias milagrosas, apoyarnos en esa decisión. Ser capaz de resolverse por una vía de esta encrucijada sin necesidad de que ningún “garante” le conceda seguridad y protección a nuestra opción conjunta en sustitución del Dios, sólo es posible, según Moore, en un mundo “más hermoso, más hermoso y fuerte en el que vivir“ [cita en XII, 32].