sábado, 7 de febrero de 2009

Amantes de Hiroshima (II)

[La vuelta al buen sentido. Abandono de la desconfianza como tono general de la vida. La recuperación de Kovacs frente a su “identidad profunda” como Rorschach.]

En eso de mantener la confianza y el compadecimiento al nivel de las personas circunvecinas -precisamente porque esto no puede tener lugar de un modo pánfilo y abstracto, sino siempre en concreto, sujetándose a las complicaciones de la existencia- creo que pone Moore la última opción cabal del hombre de su siglo. Insisto en ver esto mismo en la reformada actitud del vendedor de prensa hacia el jovencito que visita a diario su puesto para sentarse junto a él y leer los cómics de la caseta sin llegar nunca a comprarlos: "-Tenemos que cuidar de los nuestros, ¿sabes? O sea, ésa es mi filosofía. (...) Y no te molestes en pagarme el cómic... La vida es demasiado corta." [Véase III, 25; en III, 18 había dicho "En este mundo, no puedes depender de nadie. Al final, sólo te tienes a ti."; también consúltese XI, 23]. Cuando finalmente la explosión de luz barra la ciudad y derrame muerte sobre ellos dos y muchos otros, el vendedor intentará proteger el cuerpo del muchacho con el suyo. El gesto es inútil, pero su valor ejemplar vuelve a quedar conservado, como en el caso de los amantes de Hiroshima, en la proyección de la silueta de los dos cuerpos abrazados [XI, 28]. Esta silueta, en lo que vuelva a ser apreciada por otros terceros -entre los que se encontrará el lector de Watchmen- dispuestos a "cuidar de sus personas", y en tanto sea recogida como una memoria de los vínculos morales entre dos seres humanos concretos -aunque parcialmente desconocidos- podrá recibir, antes que cualquier otra interpretación de su ambigüedad esencial, esa interpretación que en cada caso repone la confianza y el compadecimiento: porque esa silueta da testimonio de que, al menos por el caso de esos dos de los que sólo quedó la silueta, el mundo circundante se salvó de la total descomposición moral, y sigue, por lo tanto, teniendo sentido confiar en nuestros vecinos y compadecerse con ellos. Sólo a los ojos de un individuo "que no haya salido jamás de la penumbra" puede esta figura ambigua dar ocasión a una interpretación que insista en la desconfianza y la imposición despótica. Es así en el caso de Kovacs, al que la silueta de los amantes devuelve hasta las escenas en que descubre, siendo todavía un niño, el adulterio de su madre, y es después golpeado y zarandeado por ésta [VI, 3 y 4]. No obstante, Kovacs vuelve a encontrarse con la sombra de los amantes poco antes de ser desintegrado por el Dr. Manhattan. En esta última ocasión alcanza a ver la silueta mientras es proyectada por los cuerpos abrazados de Dan y Laurie sobre una pared de la fortaleza polar de Veidt [XII, 22]. Esta nueva significación desplegada ante él por la sombra mantiene alguna relación con el hecho de que sea proyectada -a diferencia de la que ve en I, 24- por las concretas personas que al rescatarle de la cárcel han mostrado algún tipo de vínculo moral con él, y a las que por eso mismo ya no querría ni necesitaría someter al orden moral más allá de lo ordenado que, entendía, tenía que ser impuesto a la existencia incluso a costa de la vida humana. Parece ser que la escena conmueve a Kovacs hasta el punto de que le descubre una vía por la que escapar de Rorschach, que siempre en nombre de lo que es incondicionalmente bueno, insiste en revelar a la opinión pública el engaño de Veidt y deshacer el espejismo que parece haber evitado la III Guerra Mundial. Cuando el Dr. Manhattan interviene para detener a Rorschach con objeto de salvar "la utopía de Veidt" [en XII, 24] Kovacs se arranca la cara de Rorschach y llora como quizás no lloraba desde su niñez; es su voz, y no la de Rorschach, la que finalmente apremia al Dr. Manhattan a acabar con su vida, que ha sido poseída por el infierno de horror y desconfianza en que vive Rorschach. Parece que en ese gesto se expresa un doble reconocimiento: por un lado, Kovacs quisiera evitar que Rorschach, dispuesto ya a revelar ante el público el engaño urdido por Veidt, precipite de nuevo a los estadounidenses hacia la guerra y los sitúe al borde de la muerte nuclear; por otro, parece estar dando por sentado que la biografía de Kovacs está moldeada y atrapada en la máscara y no puede ya evadirse de ella o continuar sin ella (NOTA 1). Kovacs, no Rorschach -nunca Rorschach- ha descubierto entre sus amigos Dan y Laurie un vínculo moral que es, al mismo tiempo, inseparable de sus concretos cuerpos, y que supone y lleva a un contacto entre ambos sin que este contacto sea "mancha para la moral". A diferencia del comercio sexual que el joven Kovacs descubre entre su madre y los hombres que van pasando por su cama [véase el apéndice del cap. VI], este abrazo entre dos cuerpos humanos se le descubre como portador de su propio orden concreto de vínculos morales y como un bien en sí mismo, que como tal bien, ya no tiene que ser, como tendría que serlo de tratarse de algo esencialmente ajeno a una interpretación moral de la existencia, "sometido" o incluso negado en aras de un "orden moral (abstracto)". En efecto, en la defensa del "orden moral abstracto" resulta comprensible toda la violencia y el despotismo moral de la actitud de Rorschach, para el que no sólo la existencia en general, sino la existencia concreta de cada hombre o mujer, únicamente vale por referencia a tal "orden moral" más allá de la existencia, que es todo lo que vale en sí mismo -y que precisamente es "abstracto" por hacer abstracción en ese "valer" de los ritmos de una existencia que se supone en sí misma ajena a ese orden que la valida. [Véase el apéndice “Cuerpos humanos y cuerpos angélicos del mañana”]. Una existencia concreta que pierda su referencia a ese orden, nada vale: no sólo no debe ser tolerada, sino que tiene que erradicarse sin más consideración [véase VI, 14: "-(...) Aún no era Rorschach. Entonces sólo era Kovacs. (...) Qué blando. -¿Blando? ¿Qué quieres decir? - Con la escoria. Era demasiado joven. Les mimaba. Les dejaba vivir."] En este régimen despótico del Orden Moral, del que Rorschach participa como administrador, sólo cabe dirigirse al otro en una relación siempre mediada por la desconfianza sistemática y la mirada suspicaz del vigilante, bajo la que toda existencia aparecerá como algo en potencia hostil a cualquier ordenación que la pudiera dignificar y enderezar. (En VIII, p. 21 podemos comprobar que Rorschach, siguiendo la lógica de su papel, desconfiará incluso de aquellos que acaban de salvarlo del linchamiento por parte de los prisioneros amotinados: se mantiene, por hábito, en ese régimen de desconfianza ante el otro que le ha permitido afrontar la existencia.)

Ante la posibilidad de que la mentira y el crimen de Veidt sean encubiertos por los otros vigilantes y queden impunes, Rorschach no puede hacer otra cosa que asegurar a toda costa el cumplimiento de una "Justicia Americana", porque sólo por referencia a esa "Justicia" abstracta vale la pena la continuación de la existencia ; asimismo, como en cualquier otra circunstancia, debe asegurar la imposición de un castigo al culpable y la recuperación de una verdad (moral) que valen más que cualquier existencia humana, y que no tienen que ser descuidadas bajo ninguna consideración -ni siquiera al precio de dar un nuevo paso hacia la destrucción total de toda existencia humana en una guerra entre potencias nucleares. Pero ante eso mismo, Kovacs tiene que detenerse y rendirse a la fidelidad que lo retiene en un vínculo moral concreto hacia sus amigos Dan y Laurie, que se han fidelizado con él al rescatarlo de la cárcel amotinada, y cuyas vidas ya no puede sacrificar sin más en nombre de ningún orden moral que, en lo que ajeno a toda existencia, pase por ser fuente externa de todo el posible valor de las vidas de éstos y, en definitiva, único bien propiamente dicho, bajo el que palidecería cualquier vida. Kovacs -nunca Rorschach- no puede ahora dar sin más el paso de exponer el abrazo y las vidas de éstos, en aras del rigor moral, a la muerte nuclear: las vidas de sus amigos se le han aparecido como intrínseca y primeramente valiosas, justo en lo que han sido capaces de quedar radicalmente comprometidas, entre sí, hacia él, y también hacia las vidas de otras posibles personas (concretas); o dicho de otra forma, justo en la medida en que se han aparecido como existencias internamente configuradas, trazadas y proyectadas en el elemento de la confianza y el compadecimiento, firmemente dispuestas y llamadas a mantenerse en una actitud que no puede confundirse ni con la de Rorschach ni con la de los indolentes testigos del asesinato de Kitty Genovese [VI, 10]. La pareja, recurra o no a sus disfraces, se construye y confirma precisamente sobre tal proyecto de inclusión en su propia confianza -en diferentes cualidades y grados- de esas terceras personas que, no necesariamente de un modo exento de complicaciones o incluso enfrentamientos [c. III, pp. 12 a 15], se vayan presentando en el elemento del entorno de sus cuerpos. Es necesario reparar aquí en la importancia de que esto vaya teniendo lugar en un espacio y un entorno que no dejen de estar referidos a la concretud de sus cuerpos y de los cuerpos ajenos: de otra forma, este proyecto correría el riesgo de tornarse muy próximo al plan utópico de Veidt, que en lo que utópico, puede y tiene que situarse en y ejecutarse desde un no-lugar que le permita juzgar el conjunto de la vida histórica y pasar por encima, quizás de modo doloroso, de la concreción insustituible de los hombres vivos, a los que valdría la pena sacrificar en nombre del hombre utópico, the man of Tomorrow, y la apertura de un Nuevo Mundo. Por oposición a este "utopismo", que en nombre del bien ilimitado suele llegar a preparar los males mayores, esta extensión de la confianza de la que hablamos, sin dejar de ser concreta y de estar siempre circunscrita y limitada a un espacio finito vivido y a un tiempo finito vivido, busca ilimitadamente su mundo [cap. VII completo, c. XII p. 30]. El abrazo carnal y moral entre dos cuerpos humanos introduce y despliega en el mundo su propia universalidad, y no simplemente porque en el mundo tenga la pareja que conjurar las amenazas de la guerra mundial o el crimen, o porque tenga, como quien dice, que negar todas las negaciones que el mundo haga de ella, sino porque en ese "afuera resistente y existente" se halla también su positividad, que sólo aparece en el proceso, seguramente interminable, de ir incluyendo a terceras personas -familiares, amigos, vecinos, compañeros- en lazos de confianza y conmiseración que permitan mantener los iniciales, a través del socorro mutuo y la fidelidad con ellas. Sólo haciéndose cargo de un mundo, que puede ser más o menos amplio pero que siempre será limitado, y haciéndolo habitable en lo posible, se convive: no sólo en la pareja, sino en la amistad, en la familia, en la vecindad, en el trabajo. El abrazo franco de dos cuerpos humanos puede verse así como un lazo moral concreto e internamente ordenado, que pese a sus internas asimetrías o pese a las disarmonías que puedan afectarlo en su extensión hacia terceras personas, mantiene hasta donde sea posible su calidad moral; también en ese continuo esfuerzo por mantenerse y recuperarse ante las dificultades -esfuerzo al que sólo la muerte o la descomposición moral pueden hacernos renunciar- sirve, en el peor de los mundos y en la más inhumana de las circunstancias, como una luminaria de la existencia, incluso cuando se ve reducido a su sombra.
Y así, como un primer foco por el que la existencia humana acaba ganando su propia ordenación sin necesidad de que se cierre sobre ella, como una dama de hierro, un orden moral abstracto y ajeno a ésta, es como aparece de nuevo la figura de los amantes sobre la máscara de Rorschach [XII, 23], que no puede evitar en esta ocasión que Kovacs se remueva dentro de él. Si por efecto de la terrible simetría Kovacs había sido convertido en una máscara pasajera de Rorschach, ahora Rorschach vuelve a ser máscara de Kovacs, como ocurrió antes de que éste cayese en el círculo de hierro de la violencia y la desconfianza. Por un instante, Kovacs recibe la luz cálida de algo que lo rescata del vacío, que él había asimismo interpretado y superado como imposición de una ley moral vacía, y se ve requerido por un vínculo moral concreto hacia sus amigos, que lo interpela de un modo que ya no es tampoco la mera compulsión despótica de imposición, fundada en su origen por un régimen de sistemática desconfianza. En ese momento repercuten en él sus lazos afectivos de amistad con Daniel [véanse sus palabras en VIII, 18 y X, 10] y gana fuerza su voluntad de corresponder la confianza que en él han depositado éste y Laurie, voluntad que pese a su impotencia frente al imperativo de continuar siendo Rorschach, permite a Kovacs, acaso por el bien de sus dos amigos, hacer suya la necesidad de mantener la ilusión creada criminalmente por Veidt para evitar la guerra con la URSS. Estos dos, al rescatarlo durante el motín de la prisión en que esperaba su juicio, habían compartido con él su proyecto de confianza y compadecimiento; ahora Kovacs les corresponde de alguna forma, comprendiendo que sólo mediante la muerte de Rorschach -su muerte- pueden ser continuados, siquiera provisionalmente, tal proyecto y tales vidas, que pueden brillar, bajo el signo del abrazo, como valiosas en sí mismas. (...)
[El regreso de los disfraces de Daniel y Laurie no consiste, en el fondo, en una recuperación simultánea del “yo profundo (superheroico) perdido“ de cada uno, sino que, por su significado biográfico, les ofrece la ocasión adecuada para reanudar conjuntamente su proyecto (antes individual) de “no ceder a la desmoralización“. De esta manera, lo importante en ese proyecto será, precisamente, lo que tiene de compartido y de restaurador de la confianza perdida: por eso los trajes ceden su carácter decisivo, como presuntas “verdades últimas” sobre cada uno de ellos -como individuos-, a la figura de la sombra de los “amantes” que se abrazan, como símbolo de la posibilidad de evitar el círculo de desconfianza perpetua en el que las “identidades profundas“ atraparon a Kovavs y Blake, y ahogarán a Veidt tan pronto éste se funda con Ozimandias.]

Abundemos en estos argumentos nuestros sobre el lugar que corresponde, en el mundo al borde de la des-moralización irreversible -sin duda, el presentado por Watchmen, y por eso mismo, el nuestro- el gesto del abrazo entre los amantes de Hiroshima. También el retorno de Búho Nocturno y Espectro de Seda tiene que ver con la aparición de la sombra de los amantes en la pesadilla de Dan [VII, 16]. La amenaza de una guerra nuclear inminente no sólo es incapaz de romper los lazos sentimentales entre Dan y Laurie, sino que empuja a ambos a vestir de nuevo sus disfraces de enmascarados para reanudar, con nuevo espíritu, una empresa que habían abandonado años antes; para reclamar así una vía en la que poder preservar la marcha de su relación ante el desarrollo de los acontecimientos. Desde luego que esto, como muchos lectores han visto, se alimenta del ímpetu sexual de sus cuerpos: a priori, no hay nada de escandaloso en ello, sobre todo si empezamos a ver en ese ímpetu una manifestación singular de la condición carnal de uno mismo y del significado de los cuerpos de las personas de nuestro entorno, en lugar de una fuerza ciega y despersonalizada que tengamos que reprimir. Los concretos vínculos afectivos y sexuales entre el cuerpo de uno y el cuerpo de la otra forman, por así decirlo, una especie de primer sostén desde el que confianza y el compadecimiento de los que hablamos pueden irse extendiendo a terceros e ir enlazando con otros núcleos de compromiso, de modo que el tejido de la convivencia y el reconocimiento moral se vaya recomponiendo y reponiendo en sus expresiones mínimas. La fuerza moral y afectiva que reúne sus cuerpos se apropia de los disfraces de Búho Nocturno y Espectro de Seda y los pone a su servicio, desplegándose a través de su figura hacia terceras personas casi como por medio de una institución, que en lo que proporcione algún tipo de horizonte moral común y virtualmente ilimitado a la pareja será capaz, incluso bajo la amenaza nuclear, de tensionar de nuevo los lazos iniciales entre sus personas y de anudar y reanudar los vínculos entre ambas y otras terceras. Esto es, desde luego, lo único que puede ofrecer algún tipo de baluarte frente al desasosiego y el sentimiento de fragilidad a los que la desconfianza moral y la marcha de la historia universal habían sometido a sus cuerpos; ¿no permite además comprender las razones por las que sólo después de volver a vestir sus trajes y rescatar a los vecinos de un edificio en llamas pueden Dan y Laurie culminar su encuentro sexual? Decir que esto se debe sin más al efecto de la "descarga libidinal" que supone para ambos el haber participado de nuevo en la "fantasía" del disfraz es quedarse muy corto, y exige suponer que en los trajes de los enmascarados hay, sin más, libido incorporada. Esto no deja de ser interesante, pero no permite llegar al conjunto del texto -incluso puede limitar nuestra lectura. Creo que sería más adecuado entender que, en este caso, el papel de los trajes va mucho más allá del de una cosa "fetichizada". Los trajes de Búho Nocturno y Espectro de Seda comienzan a presentarse aquí, de nuevo, en el lugar que les corresponde: no se confunden con sus portadores ni invaden toda su biografía, como sí querríamos ver que ocurría en el caso de los otros Vigilantes -a excepción del Dr. Manhattan, que no es un enmascarado. De nuevo, los disfraces disponen ante sus portadores una institución [NOTA 2] bajo la que pueden continuar y realimentar los lazos de confianza personal que ya estaban dándose entre sus cuerpos, pero que requerían para su continuación de la tensión moral que se da en su extensión hacia los cuerpos de terceras personas -las personas que están o estuvieron presentes en sus entornos vitales, en las vecindades de sus cuerpos. Por eso se diría que ahí están operando relaciones de confianza y conmiseración muy concretas, y que en el caso de Dan y Laurie las máscaras no han llegado a hacerse con la biografía de la persona que las viste y a interrumpir su arraigo en el plano de las relaciones morales entre personas concretas, privándoles de todo auténtico consuelo. Desde luego que tanto Rorschach como el Comediante desarrollan su actividad como enmascarados sin que ésta responda a los límites de sentido y concreción que tendría que imponerles una vida personal más allá de la máscara; esto ocurre porque, como decíamos, ellos han sido "tragados" por el papel de enmascarado a fuerza de situarse siempre en el límite de la desconfianza personal y la falta de compadecimiento, sin contar con nadie más que con ellos mismos para "soportar todo el absurdo y el vacío moral del mundo" sobre sus hombros. Esta soledad sin consuelo posible y esta despersonalización del enmascarado ante al abismo, que no encontramos ni en Dan ni en Laurie, quedan recogidas por las palabras de Rorschach en memoria del Comediante en el cap. II, páginas 26 a 28:
"Una vez oí un chiste: un hombre va al médico. Dice que está deprimido. Dice que su vida parece dura y cruel. Dice que se siente solo en un mundo amenazador en el que lo que le espera es siempre vago e incierto. El doctor dice: "El tratamiento es sencillo. El gran payaso Pagliacci ha venido a la ciudad. Vaya a verlo esta noche. Con eso se animará." El hombre empieza a llorar. Dice: "Pero doctor... Yo soy Pagliacci."

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