viernes, 21 de julio de 2023

La magia, una cuestión de conjunto (III)

 

Réplica autoconsciente del espejo de Veidt: el acto mágico de Sir William Gull en From Hell y el valor sintomático y mágico de la publicidad en el siglo XX.


Revista ilustrada de sucesos de 1888, presentando a "Jack el Destripador" al público inglés (es reproducida por Campbell en los capítulos centrales de From Hell). El Dr. Gull sabrá aprovechar el significado cultural y antropológico de la figura pública del Destripador para sacar adelante su misión secreta para con el nuevo siglo XX.


De acuerdo con esta premisa es como William Gull ofrece a la Inglaterra de 1888 y a toda la posteridad, dictando palabras al cochero Netley, la carta periodística firmada por el fingido / proto-real Jack el Destripador: ha tomado el pulso a los movimientos de la Imaginación colectiva del Londres en que se prepara el siglo XX, con un vistazo a los barrios bajos, la prensa y los folletines ilustrados, y luego ha manipulado esos infiernos en su propio juego, sin imponerle ningún aditivo propio del saber liberal, apolíneo y salvífico que él se reserva para sí mismo (como buen masón), estando seguro de que el apetito de esa ficción dirigida (“ésa”, y no cualquiera) en la masa de los londinenses ejerce mayor ascendente que cualquier propósito racional de cambio y progreso social. La famosa carta de Jack el Destripador, recibida en un periódico con un pedazo de las vísceras de una víctima y continuada por otras de espontáneos imitadores, la firmará uno en la máscara de otro, pero es una obra colectiva, tal como hacen ver descaradamente Moore y Campbell en el capítulo central de Desde el Infierno: es indiferente que la hayan preparado el médico masón y su cochero, un pastor anglicano, dos adolescentes en un rato festivo, un pequeño comerciante o un banquero del West End, pues su esencia es la mímesis, la participación de una colectividad indeterminada y másica en un ritual cruento, con chivo expiatorio o con héroe incluido (A). Esto enlaza con “la ascensión de Gull”: en su tránsito final, el Dr. Gull se transforma en un espíritu terrible, generando apariciones portentosas (mágicas) y sobrenaturales en diferentes lugares y tiempos, hasta que finalmente tiene que ser retratado por William Blake -quien se las arregló para presentar El Matrimonio del Cielo y el Infierno- como una suerte de arconte monstruoso o ministro siniestro: porque el poeta verdadero, también desde la Imaginación, le acaba haciendo justicia al aspecto final del héroe, cuando ha habido verdadera magia. Artista y héroe oculto son, en esta teoría al fondo de la obra de Moore, aprendices de la Imaginación: pero sólo uno la ata y la intenta dominar, con un propósito ajeno a ella, para reírse del resto de los mortales y obtener un poder mágico exclusivo y secreto en mitad de una misión divina que exige poner víctimas sobre un altar.




Gull trabaja, durante su misión heroica y tal como indica en la carta pública firmada por Jack el Destripador, en el Infierno, o más bien -diríamos nosotros- en los infiernos de la Imaginación. Estos infiernos tienen su correlato en la cartografía del mundo real: los barrios bajos del Londres de 1888, donde los efectos de la Revolución industrial y el surgimiento del proletariado industrial y su sufrimiento se hacen más patentes.

Como decíamos, al sentarse enfrente de la pared y reconocer, en un mosaico de televisores encendidos -una obra colectiva pop cambiante en que se emiten publicidad o imágenes de ídolos populares, se reparten tendencias musicales o educativos melodramas- esos patrones y confluencias que las masas humanas muestran en sus movimientos generales y sus apetitos irreflexivos, Veidt “baja al barro” (o “se eleva a lo divino”, según se mire), forzando a aparecer ante su vista a los fantasmas, las ensoñaciones y a la imaginería que su época está liberando y reforzando en sí misma según va definiendo su Zeitgeist, su espíritu colectivo, su estilo de ser propio, y así se anticipa a los anhelos que pueden ir surgiendo a continuación en las masas de sus contemporáneos: eso hace de él alguien que, en definitiva, no coincide con el “tipo normal”, pues para alcanzar esa conciencia y no dejarse llevar por la misma corriente, Veidt ha tenido que situarse más allá de lo que le vincula a sus contemporáneos en un elemento pre-consciente e irreflexivo de comunidad humana limitada a su época y su situación histórica y espiritual. Todavía más, Veidt se prepara ahí, estando atento al mosaico pop de síntomas televisivos, para decidir sobre cuál es el tipo y el nivel de su intervención heroica en la historia, “sin tanto heroísmo evidente”, una intervención que ya sabe que tiene que trabajar ese componente oculto y a la vez continuo y cotidiano del irreflexivo desarrollo de las tendencias psíquicas humanas de un tiempo y un lugar. Aprovechando la misma potencia de la irreflexiva e impersonal corriente de anhelos que descubre en esa pre-consciencia colectiva del final de la Guerra Fría, ha de encontrar el punto justo donde hacer palanca para impulsar a la masa hacia donde él aspira a llevarla, como un luchador aprovecha el impulso que viene de su enemigo para proyectarlo y dejarlo a su merced. Pero además tiene que hacerse cargo de dotar de contenido afirmativo (el contenido que a él le interesa) a esa protoconciencia simpática, imitativa y participativa de sus contemporáneos. Sus ejercicios gimnásticos sobre los aros, tan difíciles como esta gimnasia mental de seguir la emisión de casi medio centenar de televisores, ejercicios también televisados durante una gala benéfica, no son sólo ni primeramente una manera de exhibirse para ganar popularidad; son, antes que eso, un mensaje necesario más en una cadena de píldoras pedagógicas que va deslizando con sutileza, destinada a llenar con pequeños gestos, noticias, modas y objetos el ambiente en que viven sus conciudadanos, pero también, a modificar el modo general en que dichos conciudadanos van formando, inadvertidamente, los estilos y hábitos de su deseo y actuación, adecuándose éstos a un programa que no tienen por qué comprender.

El grupo de empresas Veidt se ha ocupado, sabiéndolo o no, de mucho más de lo que salta a la vista: sus líneas de juguetes con la figura de Ozymandias, sus perfumes, sus tintes de pelo, sus métodos de autoayuda y entrenamiento personal, sus producciones audiovisuales; su éxito comercial y su popularidad no valen nada si se desconectan de su mero carácter de pretextos para la inspiración en las masas de un nuevo anhelo mimético, que en combinación con la revelación traumática del horror cósmico (el monstruo fabricado) caído en Nueva York, dé lugar a la intervención de taumaturgo que Veidt reclama secretamente. Al hombre más listo del mundo, que renunció a su fortuna en su juventud y la volvió a amasar desde cero, lo que ciertamente menos le importa es vender mercaderías por el sólo beneficio económico. En los apéndices de Watchmen, cuando hojeamos sus notas de trabajo internas en Veidt Enterprises, descubrimos que aconseja a sus publicistas sobre cómo ejercer una más efectiva influencia en ese primer nivel del mercado entusiasta, con una intención aparentemente trivial: les indica, por un lado, que deben presentar en los anuncios de sus productos modelos masculinos y femeninos con rostros andróginos para aprovechar las tendencias homosexuales inconscientes del consumidor, como si en esto se jugase sólo con la psicología empírica de individuos presentes; pero por otro lado, como seguramente él calla, despliega una influencia simbólica mucho más poderosa, dirigida a la producción de lo que esos individuos y sus descendientes no son todavía y van a ser en el futuro. Cuando habla de esas tendencias homosexuales, lo que en realidad quiere potenciar en el público es la cercanía mimética con la figura del andrógino primordial, una figura netamente simbólica y más allá de sus intereses capitalistas, presente ya en el mito del origen del amor (la narración de Platón en su Banquete, o sobre el Amor) y cargada de significado mágico y, para quien lo quiera, gnóstico: el andrógino es la forma oculta de todas las potencias humanas, el ser humano completo anterior a la división en sexos, espiritual y somáticamente libre de las miserias de Adán y Eva. Una intención, por tanto, que casa mucho mejor con su programa de la nueva humanidad que la mera venta de sus productos por el solo beneficio económico. Como sentenciaría el Joker de El Caballero Oscuro de C. Nolan, refiriéndose a la fascinación crematística de los mafiosos de Gotham: “esta ciudad merece una clase mejor de criminal”.




Lo terrible de la publicidad subliminal desplegada por Veidt (estamos en los 80, cuando la propia publicidad subliminal era una moda) no es que incite al deseo del producto por debajo del umbral empírico de la atención, burlando el carácter racional de la voluntad y sujetándolo a fuerzas que impiden que discurra claramente y para su propio bien; lo terrible es que es siempre más que publicidad subliminal, puesto que deja en el fondo de la vida psíquica de millones de individuos la primera impronta de un nuevo estilo de ser y hacer que está más allá del consumo, para instalarlo como norma constituyente. Es decir: el mayor peligro de la publicidad subliminal estriba en que, al entrar por la vía del entretenimiento ocioso, es mucho más educativa de lo que se pretende, y que por tanto, una vez que juega con los símbolos o las figuras arquetípicas adecuadas, suele ser mucho más poderosa de lo que estrictamente se necesita para movilizar el deseo impersonal de una pura mercancía. Moore ya había tocado este problema cuando hace del protagonista de Un pequeño asesinato (A Small Killing, ilustrado por Óscar Zárate) un publicista que renuncia a su carrera de éxito como asociado de Forbes cuando se da cuenta de que su vida se ha separado definitivamente de un estrato anterior de su persona, llevándolo a responder a compromisos profesionales y personales que ni desea ni deja de desear: como tantos adultos, no puede acallar la conciencia de que necesita retrotraer el curso de su vida a un nivel al que ya no responde y que ha cobrado vida separada, que en este caso se le presenta en la forma emblemática del niño que le persigue. El Ciudadano Kane de Orson Welles también tuvo éxito en ese sentido (e impulsó el estallido de la guerra Hispano-Estadounidense de 1898 a través de la prensa sensacionalista y la vieja leyenda negra), pero se vio perseguido por la falta de algo perdido y ya nunca más recuperado hasta el momento de su muerte. El publicista de Moore, como el Superman de Moore (¿Qué pasó con el hombre del Mañana?), alcanza a apearse del carro de su propia tragedia antes de culminar el camino protagónico. Veidt – Ozymandias, literalmente entre el personaje de Welles y el otro de Moore-Zárate, no saldrá airoso de su aproximación a los infiernos sobre los que ha vertido el ensalmo de su publicidad.



La fractura entre el protagonista adulto y su antagonista preadolescente queda resuelta al final de Un pequeño asesinato como un acto de renuncia del adulto a su exitosa carrera como diseñador de publicidad, renuncia que es esencial para que éste encuentre su vía en el proceso de individuación (Jung),  encendiendo así esa pequeña llama de conocimiento "en la oscuridad del simple ser". Mientras él y su némesis charlan en un pub, están rodeados por personajes a medio dibujar y por palabras sin autor en las que sólo se leen los temas y tópicos impersonales del momento.




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