Réplica autoconsciente del espejo de Veidt: el acto mágico de Sir William Gull en From Hell y el valor sintomático y mágico de la publicidad en el siglo XX.
De acuerdo con esta premisa es como William Gull
ofrece a la Inglaterra de 1888 y a toda la posteridad, dictando palabras al
cochero Netley, la carta periodística firmada por el fingido / proto-real Jack
el Destripador: ha tomado el pulso a los movimientos de la Imaginación
colectiva del Londres en que se prepara el siglo XX, con un vistazo a los
barrios bajos, la prensa y los folletines ilustrados, y luego ha manipulado
esos infiernos en su propio juego, sin imponerle ningún aditivo propio del
saber liberal, apolíneo y salvífico que él se reserva para sí mismo (como buen
masón), estando seguro de que el apetito de esa
ficción dirigida (“ésa”, y no cualquiera) en la masa de los londinenses ejerce
mayor ascendente que cualquier propósito racional de cambio y progreso social.
La famosa carta de Jack el Destripador, recibida en un periódico con un pedazo
de las vísceras de una víctima y continuada por otras de espontáneos imitadores,
la firmará uno en la máscara de otro,
pero es una obra colectiva, tal como hacen ver descaradamente Moore y Campbell
en el capítulo central de Desde el
Infierno: es indiferente que la hayan preparado el médico masón y su
cochero, un pastor anglicano, dos adolescentes en un rato festivo, un pequeño
comerciante o un banquero del West End, pues su esencia es la mímesis, la
participación de una colectividad indeterminada y másica en un ritual cruento,
con chivo expiatorio o con héroe incluido (A). Esto enlaza con “la ascensión de
Gull”: en su tránsito final, el Dr. Gull se transforma en un espíritu terrible,
generando apariciones portentosas (mágicas) y sobrenaturales en diferentes
lugares y tiempos, hasta que finalmente tiene que ser retratado por William
Blake -quien se las arregló para presentar El
Matrimonio del Cielo y el Infierno- como una suerte de arconte monstruoso o
ministro siniestro: porque el poeta verdadero, también desde la Imaginación, le
acaba haciendo justicia al aspecto final del héroe, cuando ha habido verdadera
magia. Artista y héroe oculto son, en esta teoría al fondo de la obra de Moore,
aprendices de la Imaginación: pero sólo uno la ata y la intenta dominar, con un
propósito ajeno a ella, para reírse del resto de los mortales y obtener un
poder mágico exclusivo y secreto en mitad de una misión divina que exige poner víctimas
sobre un altar.

Gull trabaja, durante su misión heroica y tal como indica en la carta pública firmada por Jack el Destripador, en el Infierno, o más bien -diríamos nosotros- en los infiernos de la Imaginación. Estos infiernos tienen su correlato en la cartografía del mundo real: los barrios bajos del Londres de 1888, donde los efectos de la Revolución industrial y el surgimiento del proletariado industrial y su sufrimiento se hacen más patentes.
Como decíamos, al sentarse enfrente de la
pared y reconocer, en un mosaico de televisores encendidos -una obra colectiva pop cambiante en que se emiten
publicidad o imágenes de ídolos populares, se reparten tendencias musicales o educativos melodramas- esos patrones y
confluencias que las masas humanas muestran en sus movimientos generales y sus
apetitos irreflexivos, Veidt “baja al barro” (o “se eleva a lo divino”, según
se mire), forzando a aparecer ante su
vista a los fantasmas, las ensoñaciones y a la imaginería que su época está
liberando y reforzando en sí misma según va definiendo su Zeitgeist, su espíritu colectivo, su estilo de ser propio, y así se
anticipa a los anhelos que pueden ir surgiendo a continuación en las masas de
sus contemporáneos: eso hace de él alguien que, en definitiva, no coincide con
el “tipo normal”, pues para alcanzar esa conciencia y no dejarse llevar por la
misma corriente, Veidt ha tenido que situarse más allá de lo que le vincula a sus
contemporáneos en un elemento pre-consciente e irreflexivo de comunidad humana
limitada a su época y su situación histórica y espiritual. Todavía más, Veidt
se prepara ahí, estando atento al mosaico pop de síntomas televisivos, para
decidir sobre cuál es el tipo y el nivel de su intervención heroica en la
historia, “sin tanto heroísmo evidente”, una intervención que ya sabe que tiene
que trabajar ese componente oculto y a la vez continuo y cotidiano del
irreflexivo desarrollo de las tendencias psíquicas humanas de un tiempo y un
lugar. Aprovechando la misma potencia de la irreflexiva e impersonal corriente
de anhelos que descubre en esa pre-consciencia colectiva del final de la Guerra
Fría, ha de encontrar el punto justo donde hacer palanca para impulsar a la
masa hacia donde él aspira a llevarla, como un luchador aprovecha el impulso
que viene de su enemigo para proyectarlo y dejarlo a su merced. Pero además
tiene que hacerse cargo de dotar de contenido afirmativo (el contenido que a él
le interesa) a esa protoconciencia simpática, imitativa y participativa de sus
contemporáneos. Sus ejercicios gimnásticos sobre los aros, tan difíciles como
esta gimnasia mental de seguir la emisión de casi medio centenar de
televisores, ejercicios también televisados durante una gala benéfica, no son sólo
ni primeramente una manera de exhibirse para ganar popularidad; son, antes que
eso, un mensaje necesario más en una cadena de píldoras pedagógicas que va
deslizando con sutileza, destinada a llenar con pequeños gestos, noticias, modas
y objetos el ambiente en que viven sus conciudadanos, pero también, a modificar
el modo general en que dichos conciudadanos van formando, inadvertidamente, los
estilos y hábitos de su deseo y actuación, adecuándose éstos a un programa que
no tienen por qué comprender.
El grupo de empresas Veidt se ha ocupado,
sabiéndolo o no, de mucho más de lo que salta a la vista: sus líneas de
juguetes con la figura de Ozymandias, sus perfumes, sus tintes de pelo, sus métodos
de autoayuda y entrenamiento personal, sus producciones audiovisuales; su éxito
comercial y su popularidad no valen nada si se desconectan de su mero carácter
de pretextos para la inspiración en las masas de un nuevo anhelo mimético, que
en combinación con la revelación traumática del horror cósmico (el monstruo
fabricado) caído en Nueva York, dé lugar a la intervención de taumaturgo que Veidt
reclama secretamente. Al hombre más listo del mundo, que renunció a su fortuna
en su juventud y la volvió a amasar desde cero, lo que ciertamente menos le
importa es vender mercaderías por el sólo beneficio económico. En los apéndices
de Watchmen, cuando hojeamos sus
notas de trabajo internas en Veidt Enterprises, descubrimos que aconseja a sus
publicistas sobre cómo ejercer una más efectiva influencia en ese primer nivel
del mercado entusiasta, con una intención aparentemente trivial: les indica,
por un lado, que deben presentar en los anuncios de sus productos modelos
masculinos y femeninos con rostros andróginos para aprovechar las tendencias homosexuales inconscientes del
consumidor, como si en esto se jugase sólo con la psicología empírica de
individuos presentes; pero por otro lado, como seguramente él calla, despliega
una influencia simbólica mucho más poderosa, dirigida a la producción de lo que
esos individuos y sus descendientes no
son todavía y van a ser en el futuro. Cuando habla de esas tendencias
homosexuales, lo que en realidad quiere potenciar en el público es la cercanía
mimética con la figura del andrógino primordial, una figura netamente simbólica
y más allá de sus intereses capitalistas, presente ya en el mito del origen del
amor (la narración de Platón en su Banquete,
o sobre el Amor) y cargada de significado mágico y, para quien lo quiera,
gnóstico: el andrógino es la forma oculta de todas las potencias humanas, el
ser humano completo anterior a la división en sexos, espiritual y somáticamente
libre de las miserias de Adán y Eva. Una intención, por tanto, que casa mucho
mejor con su programa de la nueva humanidad que la mera venta de sus productos
por el solo beneficio económico. Como sentenciaría el Joker de El Caballero Oscuro de C. Nolan,
refiriéndose a la fascinación crematística de los mafiosos de Gotham: “esta
ciudad merece una clase mejor de criminal”.
Lo terrible de la publicidad subliminal desplegada por Veidt (estamos
en los 80, cuando la propia publicidad subliminal era una moda) no es que
incite al deseo del producto por debajo del umbral empírico de la atención, burlando
el carácter racional de la voluntad y sujetándolo a fuerzas que impiden que
discurra claramente y para su propio bien; lo terrible es que es siempre más que publicidad subliminal,
puesto que deja en el fondo de la vida psíquica de millones de individuos la
primera impronta de un nuevo estilo de ser y hacer que está más allá del
consumo, para instalarlo como norma constituyente. Es decir: el mayor peligro
de la publicidad subliminal estriba en que, al entrar por la vía del
entretenimiento ocioso, es mucho más educativa de lo que se pretende, y que por
tanto, una vez que juega con los símbolos o las figuras arquetípicas adecuadas, suele ser mucho más poderosa de lo que
estrictamente se necesita para movilizar el deseo impersonal de una pura
mercancía. Moore ya había tocado este problema cuando hace del protagonista de Un pequeño asesinato (A Small Killing, ilustrado por Óscar
Zárate) un publicista que renuncia a su carrera de éxito como asociado de
Forbes cuando se da cuenta de que su vida se ha separado definitivamente de un
estrato anterior de su persona, llevándolo a responder a compromisos
profesionales y personales que ni desea ni deja de desear: como tantos adultos,
no puede acallar la conciencia de que necesita retrotraer el curso de su vida a
un nivel al que ya no responde y que ha cobrado vida separada, que en este caso
se le presenta en la forma emblemática del niño que le persigue. El Ciudadano Kane de Orson Welles también
tuvo éxito en ese sentido (e impulsó
el estallido de la guerra Hispano-Estadounidense de 1898 a través de la prensa
sensacionalista y la vieja leyenda negra), pero se vio perseguido por la falta
de algo perdido y ya nunca más recuperado hasta el momento de su muerte. El
publicista de Moore, como el Superman de Moore (¿Qué pasó con el hombre del Mañana?), alcanza a apearse del carro
de su propia tragedia antes de culminar el camino protagónico. Veidt –
Ozymandias, literalmente entre el personaje de Welles y el otro de Moore-Zárate,
no saldrá airoso de su aproximación a los infiernos sobre los que ha vertido el
ensalmo de su publicidad.
La fractura entre el protagonista adulto y su antagonista preadolescente queda resuelta al final de Un pequeño asesinato como un acto de renuncia del adulto a su exitosa carrera como diseñador de publicidad, renuncia que es esencial para que éste encuentre su vía en el proceso de individuación (Jung), encendiendo así esa pequeña llama de conocimiento "en la oscuridad del simple ser". Mientras él y su némesis charlan en un pub, están rodeados por personajes a medio dibujar y por palabras sin autor en las que sólo se leen los temas y tópicos impersonales del momento.
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