El espejo de los infiernos y el enigma para el héroe-taumaturgo.
Cuando Veidt / Ozymandias se sienta frente a la televisión, no hay en su inteligencia un gesto de relajación, ni de participación mimética, ni de feliz olvido de su yo en el común –e igualador- sentimiento de lo bello, que implica la aceptación final de una comunidad moral dada. La comunidad que le interesa a Veidt no está en una televisión que exista en su tiempo, sino en la que él tiene que hacer posible a partir de su reforma de la humanidad, lo que le obliga a mirar más allá de las emisoras realmente dadas, haciéndose con todas ellas como un síntoma de lo viejo y un posible vehículo de su ideal. A diferencia del Comediante, frente a la televisión no puede ver la televisión ni dejar de actuar con atribuciones de domeñador de los anhelos y miedos de sus contemporáneos. La televisión no es sólo para Veidt un instrumento sociológico: cuando se mira con el ojo de Horus (grabado sobre su collar dorado), las partes separadas del cuerpo de Osiris se recomponen y le revelan una verdad mágica; el cuerpo desperdigado y múltiple de las televisiones, unas funcionando junto a otras en una masa incoherente, forma un enigma o manifestación sintomática, un caudal sobre el que remontarse a un plano de realidad no-consciente anterior a lo representado, un signo de las influencias que actúan subterráneamente (“desde los infiernos”) en el momento de la historia del género humano.En un panel de su “Fortaleza de la Soledad”, Veidt enciende una treintena o media centena de televisores, formando un mosaico fluido de secuencias televisivas, cada aparato sintonizado con una emisora diferente, para tomarle el pulso a la humanidad entera (o por lo menos, a la que cuenta con aparatos de televisión), y saber de antemano cómo los miedos y los impulsos inconscientes están operando lentamente y sin control en la masa del género humano, carente de la firme individuación psíquica que él mismo ha conseguido producir sobre sí (sí es, a su manera, un discípulo aplicado de C.G. Jung). No sólo ha cumplido la individuación psíquica: él es el único de los enmascarados que, a su entender, ha llevado el control de su transformación en el personaje que adoptó, a fuerza de voluntad, esfuerzo, estudio e inteligencia, y también de meditación budista. Los otros miembros del grupo de héroes enmascarados, incluyendo al Dr. Manhattan / Jon Osterman, han sido progresivamente arrinconados y engullidos, como Jekyll por Mr. Hyde, por los personajes que les permitieron entrar en el club de los Vigilantes, tras quedar rotas sus biografías por hechos más allá de su voluntad –afortunadamente esto no es así en el caso de Dreiberg y Laurie, que nunca han llegado a ser del todo sus respectivos (y heredados) personajes. Veidt se ha logrado reformar a sí mismo como Ozymandias. Ha superado el ideal de la pedagogía, la educación y la reforma pública, moral y económica de la humanidad tomado de la Ilustración y se ha enterrado a sí mismo en el conocimiento prometeico de una tarea secreta y subliminal como fuente del progreso que desea traer a la Tierra. Ha comprendido, según él, los motivos del fracaso/desarrollo de la Ilustración (tanto de la Ilustración anterior a Alejandro Magno como la del siglo XVIII) en las guerras napoleónicas y, a la postre, en las grandes guerras del siglo XX. En lugar de “dar luces” y enseñanza directa al género humano (en efecto, eso es “ilustrar”) mediante una tarea formal de instrucción pública, decretos de reforma económica o institucional y –en menor medida- guillotina quirúrgica; en lugar de atacar los vicios, los miedos y la superstición con un trabajo de estadista moderno y una programada reforma que suponga cambios sociales introducidos con férula y vigilados por un sistema policial y judicial posterior, Veidt se ha preparado para desencadenar la buena voluntad y la sociabilidad natural y espontánea del hombre con una fórmula que ya no podemos denominar ilustrada, sino fáustica (pero del Doctor Fausto inglés de Ch. Marlowe, que entra al Infierno cuando el reloj da las 12 de la noche), y por tanto, mágica e infernal: la fórmula de Veidt es unir a los hombres a la ignorancia y la brutalidad en la misma medida en que han estado fatalmente separados y enfrentados en la ignorancia y la brutalidad, tal como había avisado el Comediante; y a partir de ahí, empezar a deslizar un lento tratamiento inconsciente que vaya erosionando y sustituyendo la política del siglo XX, generada desde y para el conflicto bélico y social sin límite, por una nueva política, generada desde y para la paz de Ozymandias (aunque sea por la paz mentirosa). Para conseguirlo, Veidt tiene que hacer esto desde su acción secreta y, al tiempo, ponerse tras la falsa apariencia de un enemigo diseñado desde los terrores colectivos propios del siglo –temores cósmicos ya expresados por artistas, como el Lovecraft de Providence, o la pareja Manish / Max Shea de Watchmen-, para así producir un terror preconsciente y religioso en los hombres inmaduros del siglo XX [véase en esta bitácora Viaje psicodélico por los tentaculos del calamar], un terror que sirva de contrapeso irracional a la igualmente irracional ansia de dominio y agresión que está a punto de llevarles al conflicto nuclear: los afectos sólo pueden ser anulados por otros afectos, demostraba Baruch Spinoza.
Veidt ha retomado la idea de Progreso tras su descarte
en el siglo XX, pero lo ha hecho desde la asunción de que la Paz Perpetua no
viene del desarrollo tecnológico y la moderna política de estados nacionales:
pues si bien las ciencias naturales y las artes (técnicas) –como también, no
olvidemos, las ciencias sociales- propiciadas por la Ilustración han sido
capaces de dejar al hombre la bomba atómica que en Watchmen parece estar a punto de llevar a la destrucción final (“el
arma que acabaría con todas las guerras”), éstas no han sabido dirigirse al
hombre en un lenguaje tan pedagógico
que pueda liberarlo de su sobradamente irracional historial de ataques y
traumas violentos, y su descarriada colección de hábitos psíquicos proto-conscientes,
agresivos y escasamente compatibles con la armonía universal. Ozymandias juega
con el siglo XX habiendo visto que su principal acción ha de dirigirse
justamente, antes que a la conciencia y a una racionalidad individual o
voluntad elevadas -que todavía no se han puesto en marcha en un grado
suficiente entre los hombres reales- al subsuelo
de la vida psíquica, que en la fase anterior a su correcta formación o
individuación queda doblegada, en el hombre común, por la fuente colectiva de
la violencia y la agresividad en su componente transcendental, pre-consciente y
generalizado, del que partirá la individuación psíquica posterior. Si el pecado
original trasmitido a los descendientes de Adán y Eva (transcendental) tenía
una fuente colectiva, descontrolada y anterior a la acción individual, la gnosis peculiar de Veidt promete
sublimar dicha fuente, de una vez para siempre, sin intervención de los
sacramentos, y a base del mismo material (pre-consciente) del que ha venido el
pecado, forzando la concentración de todas las fuerzas tanáticas del impulso de
destrucción en un terror cósmico que haga a la humanidad dejarse educar con su
nueva simbología de superhombre: primero homeopatía, y luego alquimia. Veidt es
un hereje sociológico que, de no haber salido de la graciosa pluma de G.K.
Chesterton tendría que haber salido de la fantasía de un freudo-marxista
emigrado a EEUU. Es decir: este apaciguador del género humano cuenta con que,
dada la inevitable influencia en el hombre real de lo que viene siendo una
fuente desbordante, esencialmente poco refinada e irreflexiva de la psique,
tiene que dirigirse, en primer lugar, a un terreno que responde a la idea de inconsciente colectivo, pero que
nosotros preferimos llamar, sin más, la Imaginación, o mejor, los infiernos de la imaginación, tal como lo
hace el Dr. Gull en From Hell. El
Infierno, en su acepción pagana o simbólica más amplia de “los infiernos”, “lo
subterráneo y fuera de la vista de los vivos”, y no tanto en su presentación
posterior como un lugar de castigo en el fuego (la Gehena) por la Justicia de
Yahvé, ofrece un destino de ida y vuelta para la vida psíquica plena, bien un destino
común para la psique de los vivos, bien un lugar de paso para la iniciación del
héroe, al que éste tiene que aproximarse o que tiene que superar, como en el
caso de Ulises o Dante -o el que quiera decirnos Jung. Pero ahí, en los
infiernos, se encuentran también los fantasmas siempre poco afortunados de
héroes anteriores, como Aquiles, avisando de que la gloria inmortal no es lo
que parece. Incapaz de detenerse en esta advertencia trágica, el héroe oculto,
mientras actúa soterradamente para conseguir un efecto (mágico) más allá del
alcance de los otros mortales y que encadene a los otros mortales a unos
patrones secretos de pensamiento y deseo, no puede sino trabajar y remover el
magma del que se desprenden las inclinaciones psíquicas pre-conscientes de sus
contemporáneos, y hacerlo, además, según
las propias formas infernales: no puede pretender que la figura apolínea y
clara de los razonamientos, la mesura, las leyes generales y el control de la
voluntad venga a poner orden en los infiernos, por el mero hecho de haber
alcanzado él ambos extremos en su expedición entre lo superior de la Razón y lo
inferior de la Imaginación; lo que se remueve de manera terrible en el Infierno
(en este sentido de los infiernos de la Imaginación) sólo puede ser domeñado y
manipulado según la manera infernal, demonios conjurados contra demonios, para
que así pueda mantener su fuerza original y termine vinculando a todos los que,
todavía infantilizados, se encuentran bajo el influjo irresistible e impersonal
de las fuerzas subterráneas.
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