lunes, 28 de junio de 2010

La oscuridad del simple ser (I).


"He visto bostezar al oscuro universo
Donde los negros planetas giran sin objeto,
Donde los negros planetas giran en un sordo horror,
Sin conocimiento, sin gloria, sin nombre."
LOVECRAFT, Howard Phillips. Hongos de Yuggoth y otros poemas fantásticos. Valdemar, Madrid, 1988. "Némesis".

[Los enmascarados de Watchmen hacen metafísica a partir de sus biografías: la ilusión de la vida personal (moral) como el engaño fundamental al que está sujeto el hombre común. La sospecha sobre la broma universal como antecedente del capítulo IX.]

En el argumento dramático del capítulo IX de Watchmen resuena, entre medias de las viñetas (1), un argumento filosófico, un argumento que tiene por tema el asunto del puesto del hombre en el cosmos y, en esa medida, la cuestión última de una antropología metafísica de raíz cristiana: ¿qué sentido tiene, para cada persona mortal -para cada uno de nosotros, señores lectores-, el esfuerzo cotidiano por instalarse en el mundo? ¿Qué le cabe esperar a la persona mortal cuando no sabe si ese mismo mundo podrá recoger de alguna manera sus esperanzas, o si, por el contrario, esta empresa biográfica de "hacerse un hogar en el mundo" la dejará sólo "vacía, desilusionada... rota" [IX, 12]? ¿Puede resultar, a la postre, el conjunto de una biografía -como el conjunto de la historia del género humano- en una colosal "broma", una broma de mal género, un juego de apariencias engañosas durante el que, mientras al individuo se le deja hacer y buscar hasta que desfallece, es ya seguro que sus actos se tendrán que estrellar contra su condición caduca y provisional, y así, anularse cómicamente? O cambiando los términos: ¿implica todo intento de interpretar moralmente la existencia, de hacerse -de principio a fin- una biografía, entregarse a una chanza universal por la que cual el entero cosmos se burla de uno, hasta el punto de dar pábulo a un chiste hecho a costa de nuestras ilusiones, un chiste amargo que, tras concluir, no deja nada que pueda responder a las esperanzas últimas de la persona mortal? [Véanse nuestras notas sobre la producción de lo cómico por la cancelación de la acción].

Ante estas cuestiones, algunos de los personajes de Watchmen ya nos habían ofrecido sus respuestas en dos monólogos que adelantaban una resolución desesperada: el capítulo VI "El abismo te devuelve la mirada" y el capítulo IV "Relojero" integran, antes que recogen, estas respuestas, porque en ellos los bosquejos (auto)biográficos de ambos personajes -Kovacs y Osterman- son, igualmente, los que sostienen las premisas y albergan la conclusión de sus argumentos -una conclusión que, efectivamente, desgarra el fondo moral de sus vidas. Finalmente coinciden, tras dos sublimes -demasiado sublimes- y muy dispares relatos, es un "no" último, agónico y sintomático: "no hay Dios", "no hay Relojero", es lo que desde diversos puntos de vista acaban afirmando las máscaras de Kovacs y Jon Osterman -que son, ante todo, máscaras hechas a base de razonamientos: razonamientos que abarcan el conjunto de sus vidas. Tampoco el náufrago de Relatos del Navío Negro [III, 21] espera ya nada de un Dios: presume primero, aislado, que su ciudad está en peligro; después, al llegar a la costa, que ya ha sido saqueada por los piratas y su hogar destruido, y es así como va dejándose tragar por una opción desquiciada. Tenemos ya que parar mientes en ello: tanto se habla del asunto de la "falta de Dios" en Watchmen, que podemos pensar que la "dispersión" en sus páginas de un fallido relato superheroico conduce, por sí misma, hasta esos monólogos ateos. ¿Apunta esto hacia una íntima dependencia entre la pérdida del Dios y la aparición de los superhéroes?

Por lo que se ve, una vez afirmada la ausencia de un Dios -al menos mientras no podamos escapar de nuestra tradición histórica o acontezca el superhombre (el Übermensch de Nietzsche, o quizás el Superman de Siegel y Shuster)-, tanto los personajes ficticios como nosotros, los lectores, no podremos sino concluir que nuestras vidas, la vida mortal de cada uno de nosotros -en lo que tenga de personal e histórica (biográfica) y no de meramente etológica-, carecen del sentido que no podemos dejar de suponerles mientras no desfallezcamos de ellas -suponerles, sí: suponerles ese sentido último como una suerte de motor de nuestro "ánimo moral" por hacer un mundo habitable. Resulta, entonces, que, a falta de un Dios-Relojero (un Dios de los filósofos metafísicos modernos), nuestras vidas son gratuitas tanto en su "estar ahí" como en su esforzada voluntad de habitar un mundo en el que la vida misma tenga propósito, o acaso, alcance a dotarse de propósito.


Ambos personajes, Rorschach y Manhattan, nos han invitado -aunque en ellos hablemos también nosotros, a costa de los autores- a asumir la falta de un efectivo horizonte moral de nuestro paso por el mundo, a asumir el carácter engañoso de la ilusión "vital" que conduce nuestro quehacer en él y que nos evita la renuncia (desmoralizante) a hacernos un hogar en el mundo. Esa ilusión es la que, de acuerdo con el discurso de ambos personajes, no sobrevive a la "mirada del abismo" o al examen desapasionado "bajo la especie de lo eterno" [entendiendo la eternidad como el conjunto sistemático del tiempo del movimiento cósmico, y nada más]. Y ambos justicieros, no sabemos todavía por qué, han tenido que sabotear esta "ilusión vital" -en expresión del difunto Julián Marías- atacando allí donde parecía que estaba su punto de descanso: en la idea de un Creador del universo que, además de ser omnipotente, fuese una realidad personal: una infinita vida personal tan bondadosa que resultase casi increíble, y que hubiese dejado impresa esa bondad en todas las cosas del universo, para que la persona mortal pudiese habitar entre ellas.


Los argumentos de estos dos convergen, para nuestra sorpresa, en lo siguiente -y es ya muy significativo que sea en esto-: "no hay razón para esperar que este mundo responda a la interpretación (moral) que hace de su vida cada persona, porque no ha sido creado por un omnipotente Dios, por una suprema realidad personal, sino que evoluciona por sí mismo". Aplicándose esta negación, cada uno ha presentado su propia vida como el argumento con el que nos debe convencer de la imposibilidad de "estar en el mundo según un canon de sentido moral": no hay interpretación moral de la existencia que no sea engañosa, porque o el mundo carece de rostro -Rorschach- o el patrón que lo rige no está configurado en términos personales de posibilidad y quehacer, sino en términos de necesidad cósmica inmanente, de causalidad ciega -Osterman- y en todo caso, falta de propósito, e incapaz, por autosuficiente, de incorporar el esforzado propósito del viviente humano. Éste es, tras muchas mascaradas, el fondo del determinismo "científico" -metafísico, aunque ateo- defendido por el Dr. Manhattan, en un argumento amargo que es más viejo de lo que parece: pues, pese a recurrir -magistralmente, desde luego- a nuevos lugares comunes en su exposición -los tópicos divulgativos en los que nos movemos los que vivimos en el mundo de las ciencias modernas-, esta exposición de Jon Osterman no nos lleva hasta ninguna tesis ética a la que no hubiesen llegado los filósofos atomistas de la Antigüedad pagana.

Los dos hombres sublimes, Kovacs y Osterman, han tenido oportunidad de aclararse ante nosotros acerca de sus respectivas biografías sólo para darnos a entender algo que no nos podemos dejar de aplicar: que el conjunto de sus vidas, como las nuestras, carece del sentido que pudieron estar buscándole mientras éstas estaban haciéndose, y que por tanto, no hay biografía posible, sino sólo la ilusión -el engaño complaciente, y quizás necesario mientras se quiere vivir- de estar haciéndola: se pasa por el mundo, se está y se resiste en él, pero en ningún caso esto va cobrando un significado efectivo, ni está "llamado" a tener significado alguno.

La oscuridad del simple ser (II).

[La esfera de cristal de las ilusiones personales de Laurie se vuelve a romper: ante su propio relato biográfico, Laurie acaba asumiendo que su vida "no tiene sentido".]
Éstos son los antecedentes desde los que, ahora, en el capítulo IX, vamos a tener que escuchar la recapitulación biográfica de Laurie, quien no ha asumido -aún- que su vida, y que toda vida humana, tenga que consistir en un "(auto)engaño fundamental", en un simulacro de significación, en una improvisación vana del propósito que -se entiende- debiera llenar cada biografía; una improvisación o ilusión que nos evita topar con aquello que nunca estamos dispuestos a asumir mientras dure esa "actuación": que cada individuo mortal es, pese a la ilusión de "irrepetibilidad" que le lleva a defender y cultivar su condición personal en eso que se llama su biografía, un producto de coincidencias azarosas en el devenir de la materia, y que, entonces, la caducidad de cada vida debe enfrentarse más desde lo que ésta tiene de azar "insignificante" e indiferente en el orden del cosmos que por lo que tiene de "empresa irrepetible", personal, y por tanto, moral. Laurie, como la mujer que no deja de ser -pese a que, puntualmente, se disfrace de supermujer-, se resiste a tragar el pensamiento que anula -por cancelarlo en un chiste- el conjunto de sus trazos biográficos, fallidos o no: el pensamiento de que nuestra vida -la vida de cada uno de nosotros, lectores de Watchmen- no consiste de salida y no puede consistir, más allá de este fraude fundamental, en un pulso que se le echa, con mejor o peor éxito, a la inercia y el abandono; en una tensión hacia un fin que se resuelve en un inseguro quehacer durante el que están en juego, efectiva y no ilusoriamente, significados e importancias; el pensamiento de que a nuestra vida no puede incorporarse ningún significado -por parcial que sea- porque ésta consiste, más bien, en un accidente ciego y casual de la organización de la materia en el cosmos, un accidente que no se detuvo al nivel de los coacervados, sino que llegó sin ningún propósito, para mayor chiste, hasta cada uno de nosotros (2).


La vida personal, la vida de cada cual, está entonces sujeta a algo: sujeta a un falso amarradero fantaseado por ella misma, que le hace creer que no va flotando, sin finalidad, entre el resto del cosmos. La vida que, para cada uno de nosotros, han presentado los personajes de Watchmen hasta el presente capítulo es, entonces, un fraude sospechado por todo el siglo XX (3), un fraude que tenemos que resistir, pero que descubierto, nos resulta imposible enfrentar con alguna energía moral -y mírese bien: "el deber" al que, como el propio Superman, se atiene Rorschach en su quehacer tras haber "descubierto el fraude", no es sino el último asidero, y también el menos convincente, que le queda a un individuo antes de su total renuncia moral, de su "salto al abismo": de ahí que se tenga que agarrar a éste desesperadamente, con rigidez inusual, y que en todo lo demás, (se) haya abandonado.


En conclusión: hasta el capítulo IX, los personajes de Watchmen que más largamente han hablado lo han hecho para pintarnos un horizonte histórico y vital desesperante -un mundo al borde de su destrucción: de su destrucción como mundo, y de su disolución en el cosmos, sólo culminada por la bomba atómica- haciéndonos pasar por una prueba que ahora Laurie va a tener que enfrentar a solas, sea ya para terminar de persuadirnos de que nuestra vida es, en tanto personal, un completo fraude, sea ya para darnos aliento: y yo diría que es esto último lo que, sin pretenderlo, va a conseguir con sus lágrimas, cuando la esfera de cristal que rompió en su infancia vuelva a romperse, y se derrumbe el magnífico palacio de cristal que ha formado la arena marciana, como queriendo confirmar, con un gran efecto de la máquina escénica, el razonamiento (desesperado) del Dr. Manhattan sobre la falta de un Creador del universo.

La posibilidad terrible que va a estar asomando las orejas durante toda la conversación entre Laurie y Osterman está tan hundida en nuestras vidas como en la biografía de la joven justiciera, más allá de que vaya a toparse con ella, recibiendo un doloroso golpe moral, al descubrir el secreto sobre la identidad de su padre, y por tanto, el engaño sobre quién venía, también, siendo ella, al margen de su frágil intento por ser quien creía que era. Y esta posibilidad monstruosa que, decíamos, parece a punto de ser glorificada y confirmada por el espectáculo del planeta rojo es la siguiente: puede que, si para el conjunto del cosmos la aparición de tal o cual individuo personal es indiferente, también para cada persona tenga que ser indiferente el esforzarse por hacer de sí misma, durante su presencia en el cosmos, "una figura moral", un ser biográfico, que vaya aventurándose en medio de significados y propósitos inseguros -tan inseguros que pueden quedar, como la vida de Laurie, sujetos a una confusión que afecte al conjunto-; puede, entonces, que toda existencia personal se agote en producir ilusiones que se extinguen con su propia duración, ilusiones que acaban "rompiéndose" -como la esfera de cristal que Laurie recuerda haber roto durante su infancia- contra la indiferencia y la falta de misericordia del cosmos, que se cierra sobre un orden impersonal. ¿Es ésta la conclusión que quisieran defender los autores de Watchmen al cerrar el capítulo con la sentencia de C. G. Jung "por lo que sabemos, el único propósito de la existencia del ser humano es encender una luz de conomiento en la oscuridad del simple ser"? ¿Puede haber otra conclusión, ateniéndonos en rigor a "lo que sabemos" sobre el cosmos?


Tal es la renuncia a la que nos convida, al dirigirse a nosotros a través de Laurie, la única persona inmortal del universo, tras asomarse a la eternidad y descubrir que ésta no es la eternidad personal de la vida inagotable del Dios cristiano, Creador del cielo y de la Tierra, sino la eternidad impersonal e inerte del giro infinito de las levas de un mecanismo que no ha sido creado; Osterman nos señala, con esto, la renuncia a tener parte en "todo este esfuerzo innecesario, toda esta lucha" [IX, 10] en que consiste habitar el mundo, y en definitiva, la vida: la vida de cada cual, la vida mortal -que es la única que conocemos. Casi oculta la voz helada de Manhattan la voz de un entero cosmos que grita a cada criatura viviente: "¡Ríndete ya a la inercia! ¡Entrégate a la entropía, y no luches ya por una mejor vida! ¿No ves cuán majestuoso llego a ser incluso sin que tengas que mirarme?". Pero Laurie, ante esta terrible invitación, no cede; y diríase que, mientras le quede un punto de tensión moral en su ánimo, no podrá, en rigor, ceder la integridad de su ilusión vital ante esta postura, como tampoco el enmascarado Walter Kovacs cedió toda posibilidad vital -pese a lo que diga en el capítulo VI- ante su máscara post-moral: la falta de rostro de Rorschach. Laurel Jane, hija de una superheroína y ella misma una mujer entregada al disfraz durante buena parte de su vida, sólo flaqueará cuando sepa que su madre llegó a amar a Eddie Blake tras un intento de violación, y que además, es ese hombre, el único enmascarado que parece haber estado riéndose de la (moralmente) dolorosa farsa del mundo y la interpretación moral del mismo (a la americana, para el caso), su padre.

Esto no es, sencillamente, un drama familiar del psicoanálisis -y aquí vamos a seguir la exposición de Juan B. Fuentes en La impostura freudiana, un ensayo que, en principio, nadie vincularía con los temas de Watchmen, pero que apunta al conjunto del siglo XX, del que este cómic dice demasiado. Esta persona, Laurie, no sólo ha dejado de saber, entonces, quiénes eran propiamente aquellas dos figuras adultas en las que ella había visto resguardada y soportada su propia configuración personal y moral -su padre y su madre-; resulta que tampoco sabe ahora, al destaparse el fraude, quién ha podido ser propiamente ella misma, si la única figura moral que ellos le ofrecieron y sobre la que ella ha fundado su biografía fue, secretamente, "traicionada" por ambos: ¿cómo pudo amar su madre a Blake tras un intento de violación? ¿Cómo pudo su padre matar a mujeres y a niños durante la Guerra de Vietnam y hacerse collares con sus orejas?

Aquí Laurie ha descubierto que durante toda su vida adulta podría haber estado encerrada en la ilusión de la bola de cristal que rompió ya en su primera infancia: "dentro de la bola la nieve caía lentamente: el tiempo parecía pasar más lento, como si la bola fuese de otro mundo... Pero [pese a las apariencias] dentro sólo había agua". La esfera que ahora se tendrá que romper -no necesariamente para peor-, y por la que se ha estado dejando engañar durante toda su vida adulta es la de su propia figura moral y personal: pues del mismo modo en que fue "embaucada" por esa esfera de cristal, que, sin embargo, dentro "sólo tenía agua", ha sido embaucada desde su primera génesis biográfica por la ilusión engañosa de poder ser quien creía que era, de contar con un horizonte moral en su paso por el cosmos: una persona que, moralmente, no desmereciese de sus padres - y hasta este descubrimiento, ella hubiese dicho que fue Justicia Encapuchada, el primer superhéroe "en carne y hueso" de América, su padre secreto.

Cap. IX, p. 7. Vuelve a presentarse el tema del "rostro sonriente" del mundo, un motivo que, a lo largo del capítulo, servirá para sugerir la posibilidad de recuperar la ilusión "que se había roto como una esfera de cristal" ante el descubrimiento de la "broma de la vida". El propio cosmos será el que brinde esta posibilidad, al "permitir milagrosamente la aparición de cada vida".


Al romperse esa apariencia del sentido moral de su vida -de ése que ya va sin remedio unido a ella, y de cualquier otro que hubiese proyectado-, descubre que "dentro sólo había una broma". Cuando Laurie dice y maldice "mi madre y Blake me gastaron una broma" está ya dando la razón a Osterman: sus padres carnales permitieron que se encerrase dentro de un "trampantojo moral" en que, como en la esfera "en la que el tiempo pasaba más despacio", pudiese conducir su vida siendo persona (moral), sin advertirle que en esa ilusión, como dentro de la esfera de cristal, sólo había agua: porque el cosmos no permite interrupciones a su evolución mecánica, ni deja que, en esa "esfera ilusoria" en que se mira la vida, broten significados que no sean sino "falsas apariencias" del proceso de la materia: pues la unión y dispersión de los átomos en nuestros cuerpos mortales no es, desde el punto de vista del cosmos, nada que pueda tener un propósito, sino sólo un efecto más de la evolución del mismo (4). ¿Da lugar este "engaño" -dando por supuesto que lo es- a una broma de mal o a una broma de buen género? Si invertimos el argumento, podríamos decir que esa biografía de Laurie, sin dejar de ser una broma, puede todavía verse como una broma de buen género: sus padres le ofrecieron esa ilusión, la ilusión de que el cosmos puede recibir una interpretación moral, precisamente para que ella hiciera su vida dentro de ella bajo un horizonte moral; para que fuese la persona que alcanzase a ser, independientemente de que ellos ya hubiesen renunciado a serlo en esa ilusión. Pero, ¿acaso nos basta con una ilusión?

La espantosa cicatriz del rostro del Comediante, que hacía parecer que "siempre se estuviese riendo", se imprime ahora sobre el reflejo del propio rostro de Laurie.



Tampoco Laurie puede tomarse tan a la ligera el descubrimiento sobre su origen, que es igualmente, como decimos, un descubrimiento sobre su identidad [recuerden nuestra tríada (super)heroica origen-identidad-tarea]. Ante este contundente golpe moral (o cómico, según se mire), por el que una mano traicionera ha retirado de súbito la silla sobre la que hizo reposar el significado del conjunto de su empresa biográfica, Laurie baja los brazos y se rinde: se rinde ante la voz del cosmos que simulábamos antes, acusándonos de ser un resultado casual del devenir de la materia. La supermujer rompe a llorar ante la evidencia: porque ha sido ella, y no Manhattan, quien se ha persuadido de lo que su interlocutor iba a hacerle ver: las razones de Osterman no han surtido su efecto, pero sí ha bastado a este respecto el argumento que había en su propia vida, y que ella acaba de descubrir. Laurie, al ir recogiendo el hilo de su biografía en el recuerdo, ha logrado persuadirse de aquello que negó al comienzo del diálogo: que su vida ha consistido, de cabo a rabo, en la ilusión de estar haciendo algo con propósito; una ilusión engañosa ahora amargamente delatada. Su propia recapitulación biográfica, que ella introdujo justamente para defender su postura frente a la de Osterman, la conduce a la misma consecuencia a la que habían llegado, en sus propios relatos autobiográficos (cap. IV y VI), Osterman y Rorshach: "la vida humana, cada vida humana mortal, carece de sentido, y aquí, ante el conjunto de mi propia vida, cuando ya he llegado hasta el fondo de una opción biográfica (moral) adulta, es como puedo alcanzar tal verdad".




La mujer renuncia y le pide a Osterman que la devuelva a una Nueva York amenazada por la bomba atómica, "para morir con el resto de los inútiles seres humanos". Y aquí viene la segunda parte del intercambio de papeles: Osterman corrige su discurso, defendiendo a su manera lo que Laurie ya ha dejado de defender. Este personaje va a decir ahora que, en efecto, el cosmos hace una excepción en su propia marcha mecánica para dar lugar a cada vida individual; que el mecanismo de la Naturaleza interrumpe su decurso ciego y retira sus leyes -para dejar lugar a lo que él llama "un milagro termodinámico"- en la aparición y formación de cada individuo viviente; afirma, además, que ese "milagro" tiene lugar no de una manera indiferenciada y general, sino que se produce en cada caso concreto, atendiendo a un principio aparente de "individuación" -y esto es, desde luego, la condición para que haya vida personal. Si han estudiado ustedes algo sobre la filosofía moderna, sabrán que Kant ya le dio su importancia a este asunto, que él abordaba en el problema sobre la conciliación entre las leyes de la Naturaleza y la ley Moral -dos legislaciones que podrían excluirse- por medio de la teleología y la "conformidad a fin". Pero este planteamiento, tan decisivo en su sistema filosófico, ciertamente no tuvo que ser manejado sistemáticamente por los autores de Watchmen: les bastó manejarlo mundanamente, y así se lo dejamos nosotros.

La oscuridad del simple ser (III).

[Los "milagros termodinámicos". El fondo cristiano del argumento de Osterman y su compleción por la aparición de la sonrisa esquemática sobre la superficie de Marte]


Pero miremos otra vez dentro de la bola de cristal de la infancia de Laurie: porque puede que ahora, aquella apariencia engañosa de que "el tiempo transcurría más lento dentro de la esfera", esté siendo recuperada por el propio cosmos, hablando a través de Osterman, y que esté siendo recuperada como una verdad milagrosa, increíble, por la que al menos es posible pensar algo que antes estaba plenamente descartado: que la vida sea algo más que un "producto casual" del cosmos, y que por tanto, no sea el propio cosmos el que esté negándole, de salida, todo propósito. Al romperse la "esfera de las ilusiones personales (adultas)" de Laurie, ha caído también el palacio de cristal marciano de Manhattan, en el que estaban el epítome y la última prueba de su discurso sobre la falta de un "Relojero universal"; reconoce éste, entonces, una "cuña milagrosa" en la marcha del cosmos que ya no permite decir que en éste todo se cierra sobre una eternidad mecánica y carente de finalidad. La conclusión, que también hubiese sido muy del estilo de un filósofo deísta, puede ser entendida así: "al menos, en la parte que toca al cosmos -a la Naturaleza-, no es necesariamente cierto que la vida -la vida personal, antes que ninguna otra- sea, sencillamente, un accidente de la organización ciega de la materia: para que puede formarse cada ser vivo, el propio cosmos parece dispuesto a hacer una excepción a la universalidad de sus leyes" -esto entraña la idea de milagro. Y al cerrarse el capítulo, Osterman hace una nueva invitación que invierte la que había lanzado al comienzo del capítulo: "vámonos a casa". Dice "casa", y no "Tierra". "Casa" no es ya un concepto astronómico o geológico, que son los que debiera manejar alguien "que sólo ve átomos": es un concepto que sólo puede cobrar un significado biográfico, moral. Cada individuo personal -está afirmando este personaje- tiene, en el cosmos, la posibilidad sorprendente de hacerse un hogar; y el propio cosmos confirma esto sugestivamente cuando, de modo gratuito, resulta haber formado, sobre la superficie marciana, la figura de un rostro colosal -"pero a fin de cuentas un rostro", diría Chesterton-: un rostro sonriente que parece llenarlo todo de una alegría inagotable ante la vida. Yo les digo ahora, amigos, que ése es el rostro del Domingo en la novela El hombre que fue Jueves; más adelante lo iré justificando.


"(...) No es cierto que nunca nos hayan quebrantado: hasta nos han descoyuntado en la rueda del tormento. (...) Rechazo la calumnia: no hemos sido felices. Puedo responder por todos y cada uno de los Grandes Guardianes de la Ley a quienes éste [Satán/Gregory] acusa. Al menos...
Y, al llegar aquí, volvió los ojos al Domingo, en cuya boca se dibujaba una extraña sonrisa.
-¿Y tú? -gritó Syme con voz espantosa-. ¿Has sufrido tú alguna vez?
Y, a sus ojos, aquella cara pareció dilatarse de un modo increíble; agigantarse más que la máscara colosal de Memnón [Agamenón] que, de niño, había hecho llorar de miedo a Syme. Aquella cara se hinchó por instantes, hasta llenar todo el cielo; después todo se oscureció. Y en medio de la oscuridad, antes de que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna vez había oído, quién sabe dónde: "¿Podéis beber en la copa en que yo bebo?"(...)". Pasaje de el último capítulo de la novela de G. K. Chesterton El hombre que fue Jueves.


Y en este punto tenemos que hacernos descarrilar para progresar después; debemos echar el ancla antes de que Moore y Gibbons nos eleven, en su discurso, hasta la altura poética a la que nos quieren hacer llegar. Propongo, por tanto, que no dejemos (otra vez) que nos retengan con el mismo canto sin que nos declaren qué andan haciendo, y por qué andan haciéndolo a medias, como limitándose a quedar indecisos y dejarnos indecisos, pero sin que podamos estarlo nosotros ni puedan estarlo ellos -aunque puede que ni ellos mismos lo sepan: por eso hay que interpretar, y hay que "deconstruir" Watchmen. Desde la página anterior, las viñetas de esta escena empiezan a doblarse equívocamente, proponiendo por un lado la conclusión que señala explícitamente Osterman para su razonamiento -desde un punto de vista "termodinámico" o cosmológico, que nosotros no podríamos compartir con el inmortal- y, por otro lado, simplemente sugiriendo una segunda línea de lectura que ya sólo puede tener lugar, de modo tácito, entre nosotros y las viñetas -un razonamiento "b", que no es una demostración, pero que nos interesa mucho seguir. Yo afirmo que sólo es gracias a esa segunda línea de lectura, callada y supuesta, como logran persuadirnos los autores hasta la emoción, e insisto en que la conclusión explícita del razonamiento de Osterman es sólo un componente más de la misma: pues la composición siginificativa de las viñetas va mucho más allá de lo que se puede leer en ellas. Para lograr esto, los autores están haciendo saltar las formas expresivas del cómic hasta ponernos en interés: las palabras van por su lado, los dibujos por el suyo, pero reunidos hacen mucho más: y aquí juegan a mostrar y no mostrar, intercalándose los unos con los otros. Porque mientras Moore, en esa última página, habla por boca de Osterman de "las fuerzas que dan forma al universo", Gibbons le está enmendando la plana en los dibujos: de otra manera, el conjunto del capítulo IX no podría concluir poéticamente con su altura, porque la resolución estaría coja, y no arrebataría nuestro interés como lo hace. Si al hablar de "las fuerzas que dan forma al universo" no acabamos diciendo, o acaso pensando o sugiriendo la posibilidad -muy al estilo de Kant, por cierto-, que esas "fuerzas" son, además, manejadas por un "ser personal", un omnipotente creador personal de la Naturaleza que nos haya dejado aquí "a imagen y semejanza suya", no vemos manera en la que terminar la conciliación entre el cosmos y la vida personal de Laurie -o la de cada uno de nosotros- de la que antes hablábamos: el universo dejaría un lugar reservado a cada vida -en términos termodinámicos, o acaso fisiológicos- sí, pero no incluiría horizonte moral alguno en el que pudiese configurarse la vida de cada persona tal como ésta aspira a hacerla: entre significados morales, y no entre meras ilusiones, que se ahogan en estados cerebrales. En esto se juega tanto como en la diferencia entre vivir (como persona) y estar vivo sólo desde el punto de vista fisiológico (en "estado vegetal", o acaso en "estado vampírico"); y justo esta diferencia es la que Moore deja al dibujo de Gibbons, que aquí lleva el peso del argumento "a la chita callando". Muy ocurrentemente, y para sugerirnos la presencia de dicho Creador (personal) del cosmos, Gibbons ha colocado, a modo de "sello del Relojero", una figura sobre el relieve marciano: la figura esquemática de un rostro sonriente -justamente un rostro, una cara de persona, con una expresión moral: la sonrisa-, que parece estar detrás de toda la trama de Watchmen.


Casual o providencialmente, pero en ambos casos, sin necesidad de faltar por ello a las leyes de la Naturaleza, se ha formado un colosal rostro sonriente sobre la superficie del planeta rojo. Aquella monstruosa posibilidad que temíamos fuese confirmada por la propia evolución "autosuficiente" del sistema geológico marciano, la posibilidad de que el cosmos fuese incapaz de recoger las esperanzas últimas (morales) de cada vida personal, se ha topado aquí con un límite: acaso podríamos pensar, ante esa significativa configuración del relieve marciano, que el rostro abundante de alegría que vemos representado en él nos anuncia, tras la mascarada de la Naturaleza, al Creador personal del universo. Tocando esta cuerda, que tan dentro de nosotros parece vibrar todavía, es como los autores de estas páginas pueden dar por cerrado -poéticamente hablando- el capítulo. Como les dije, he llegado a pensar que, digan lo que digan los dos británicos, este rostro ya nos lo habían presentado: nos lo había presentado G. K. Chesterton -alguien que, por cierto, también le dio unas cuentas vueltas a los superhombres- al final de El hombre que fue Jueves. Este rostro, que parece casi una máscara por sus proporciones -una máscara dorada, de factura micénica-, sigue siendo el rostro del Domingo, el rostro de la Paz de Dios, que se ensancha hasta cubrir el universo, mientras resuena en su voz: "¿Podréis beber en la copa en que yo bebo?". ¿O debemos sospechar aquí, de nuevo, que nos encontramos ante una nueva burla del propio cosmos; que, por tanto, ese rostro sonriente que creemos reconocer sigue siendo tan ambiguo como las manchas de la máscara de Rorschach?

Diría acerca de esto, si me lo permiten, algo más: que si no hemos podido dejar de ver en esto más que una mera casualidad, y si nos hemos dejado llevar -aunque sólo sea en la poesía de las viñetas- por la posibilidad de que en esa formación del relieve marciano haya algo de providencial, es porque no somos el superhombre, y quizás, porque no podamos jamás serlo: aquél que, según Nietzsche, llegaba "para redimirnos de la casualidad", todavía no ha sido capaz de hacernos reír ante estas viñetas finales. Pues, antes de eso, nos hemos quedado espontáneamente adheridos a la posibilidad de que haya algo más que una mera casualidad en este hallazgo, y por eso el conjunto de este capítulo IX nos ha dicho tanto. Reparemos en ello: si ya dentro de las propias viñetas de Watchmen el superhombre aparece delatándose como un gran fraude -alguien que, a la postre, está dispuesto a ser un pirata para el hombre común-, también ocurre que, en el intercambio entre nosotros y el cómic, el advenimiento de éste ha quedado desmentido en nosotros mismos: porque si tal conclusión poética sigue haciendo su efecto, es porque seguimos siendo el hombre común, y no el superhombre, y porque no hemos salido de la tradición cristiana. Otra cosa es que seamos incapaces de encontrarle ningún sentido a estas páginas: entonces nos habremos llenado de la arena del desierto, de la que también hablaba Nietzsche.

"Quizás los superhéroes tenían un mensaje... Quizás alguien cuida de nosotros". Con mensaje o no, los superhéroes ilustran mediante un ideal concreto la idea (metafísica) de una Justicia escatológica y absoluta, impartida por ellos en sustitución del Dios, que parece ausente del mundo del siglo XX.

Si Watchmen tiene algo de "deconstrucción de los cómics de superhéroes" -de deconstrucción en sentido hermenéutico, positivo, y no como mera execración- tiene que poder hallarse en sus páginas un "hilo conductor" que lleve desde la propia figura del superhéroe hasta ideas un tanto más asentadas en nuestro presente histórico. Ya he intentado sostener que al tirar de este hilo acabamos desenterrando las raíces de la metafísica moderna de Occidente y su raíz cristiana. Y no estoy fingiendo -por lo menos a sabiendas- nada que no haya visto en las páginas de este cómic. Hay incluso unas palabras del vendedor de prensa Bernard -un hombre común, como nosotros- que nos dan la razón: "quizás los superhéroes tenían un mensaje... quizás alguien cuida de nosotros" [X, 23]. Seguimos encontrándole sentido -y no precisamente como si se tratase de un chiste- a la pregunta sobre si alguien "cuida de nosotros"; estamos pendientes de la posibilidad de que haya quien vigile a los vigilantes, impartiendo una Justicia que ya no necesite a su vez de revisión. Por esto también seguimos siendo, en potencia, espectadores del género de superhéroes, y de tantos otros sucedáneos mitológicos de la "muerte de Dios".





La oscuridad del simple ser (notas).


NOTAS

(1) El estilo de discurso de Watchmen se va decantando en buena parte a través de las notas autobiográficas de los propios personajes. ¿Qué íntima relación puede haber entre el cómic y el relato biográfico? ¿Se dan cuenta ustedes de hasta qué punto es decisivo aquí que el argumento (filosófico) no se separe de las palabras y acciones del argumento dramático, que vaya, por así decir, "incorporado a las viñetas" -a ésas viñetas que nos han dejado Moore y Gibbons-, y que no pueda escapar de la presentación in concreto de los personajes o de sus palabras, gestos y actos, que son los que van sacándolo adelante? ¿Están de acuerdo conmigo en que, justamente, una cuestión que tiene interés para cada uno de nosotros, puede ser desarrollada no en un marco de "abstracción no-representativa", sino por medio de la representación de los discursos y los actos singulares de dos persona(je)s que van recapitulando momentos de una biografía -la de Laurie- que, sin dejar de ser ficticia, no deja de estar sujeta a una cuestión universal, una cuestión que se nos plantea por medio de ésta a cada uno de nosotros?
En esto que señalamos estriba una de las virtudes del planteamiento de las páginas de este capítulo IX y del aprovechamiento que en él se hacen de las formas expresivas y figurativas propias del cómic, y especialmente, de ésas que permiten un tratamiento del tiempo y la duración afines a la exposición biográfica (en ambos sentidos de la palabra). La afinidad entre la construcción biográfica y el relato se pierde, pese a la representación de figuras humanas concretas, en los ritmos y secuencias de la cinematografía. No es así en el cómic: durante su lectura puede dejar el lector que la recapitulación biográfica tenga el reposo y la división temporal que lo desplace entre la narración de los hechos en el pasado y la aprehensión posterior de sus significados en el momento de la narración: estos son los dos planos en los que se reparte la estructura biográfica -ora como acto no-narrativo, ora como recapitulación escrita de esos actos. En la cinematografía no es el espectador quien debe "rellenar" los desfases de duración entre el texto y las imágenes, dado que, gracias a la sonorización, palabra y movimiento van de la mano; en el cómic esta operación del lector va supuesta. Porque los saltos gráficos entre viñetas, dibujadas a modo de "instantáneas", vuelven a ser reparados activamente por la continuidad del relato de que está pendiente el espectador; y lo que en la misma viñeta es, en cuanto al dibujo, un instante, en cuanto al texto enmarcado junto al dibujo -en el caso de Watchmen, un texto que se toma su tiempo- es ya toda una duración. Esa separación y reunión activa de las palabras y la imagen no tiene lugar de modo análogo en el cine sonoro: no requiere, tampoco, el mismo acto de interpretación por parte del espectador.
En las viñetas de este capítulo se presentan alternadamente, como vemos, dos duraciones: la de los hechos pasados de la vida de Laurie y la del repaso, en el diálogo durante el que intenta convencer a Jon Osterman de que "vale la pena salvar el mundo", del sentido de esos hechos, de su "figura como conjunto". La separación formal que las viñetas introducen durante la lectura entre esas dos temporalidades permite que se vayan reencontrando -las duraciones- en un mismo punto: las hacen coincidir en la conclusión que, bajo la especie de lo eterno, ha pronosticado Osterman al comienzo del diálogo -"Laurie terminará llorando". Y esta "separación formal" de los momentos del relato con vistas a la "reunión simultánea" de todos los fragmentos es la que hace corresponder el tratamiento del tiempo en los recursos figurativos del cómic con el de la misma narración biográfica de Laurie: sólo al repasar junto a Osterman los hechos pasados de su biografía, ésta se va completando con una interpretación adecuada de estos hechos, durante su paseo por la superficie de Marte. Resulta, finalmente, que gracias a ese repaso se descubre que Laurie no es quien creía que era, y debe asumir que el conjunto de su vida estuvo sujeta a un equívoco que a ella misma se le ocultaba: Eddie Blake, el Comediante, y su madre, nunca le hicieron saber sobre el secreto de su origen, y ella misma se ocupó de convencerse de que su padre fue el "primer encapuchado de América", Justicia Enmascarada -de quien, en el apéndice del mismo capítulo, descubrimos que era homosexual. ¡Vaya un drama, el que una "superheroína" no haya alcanzado acertadamente el origen "excepcional" que le corresponde, y que ha de justificar -como el origen excepcional de Superman- todo su quehacer posterior!

(2) Una serie de travesuras de los alienígenas DR & Quinch resultará ser, según Moore, el desencadenante del proceso de la evolución de las primitivos organismos marinos pluricelulares hacia la accidental aparición del género humano sobre la biosfera terrestre: en una de sus excursiones interplanetarias, ambos gamberros aterrizan sobre nuestro planeta y se entretienen disparando con sus armas láser sobre estos organismos. De resultas del bombardeo, estos seres comienzan a mutar en formas de vida más complejas, que se desenvolverán hasta llegar al género homo.

(3) Alrededor de este "descubrimiento del fraude", que podría ser él mismo el gran fraude, revolotea como una polilla en torno de la llama el mundo modernista de comienzos del tránsito al siglo XX, desde la burguesa Viena de Freud a la Providence de Lovecraft. Y asimismo, revolotea el resultado de la imposición de este giro en todo el occidente cristiano: nosotros. Véase para esto el trabajo del maestro FUENTES, Juan Bautista: La impostura freudiana. Encuentro, Madrid, 2009.

(4) Esta tesis cosmológica del mecanicismo materialista, tan comprometida filosóficamente -y ya presente en las filosofías del siglo XVII-, está todavía muy en boga: por ejemplo, en el debate académico (anglosajón) acerca del tema cuerpo-mente y en las obras de algunos "divulgadores de la Ciencia" como Eduardo Punset, que están recogiendo, todavía, el legado del mecanicismo moderno -incluso cuando acudan a la Biología molecular, a la Física cuántica y al indeterminismo para oscurecer "la conexión cuerpo-mente". Quizás sólo una filosofía materialista dialéctica, que se pueda separar de lo que Victor Afanasiev llamaba "el prejuicio burgués sobre el carácter mecánico de la evolución de la materia", pueda sacarnos de estas arenas movedizas. La otra salida, desde mi punto de vista, sería la de una recuperación atea del tomismo. Y dicho sea de paso: no puedo dejar de observar que esta postura mecanicista, que forma parte de las ideologías dominantes de nuestro mundo -también las más vulgarizadas-, está al fondo de buena parte del discurso de Moore en Watchmen y en el resto de su obra.

De hecho, esta postura lleva pareja, por lo general, la defensa -filosóficamente alucinante, pero tan "obvia"- de "lo mental" y "lo psíquico" como esferas metafísicas que pueden irrumpir mágicamente en el movimiento del resto de la materia: y así ocurre en Watchmen, en uno de los pasajes a los más me cuesta aportar verosimilitud, incluso dentro del juego de la ciencia-ficción. Cuando el "cerebro clonado y modificado genéticamente" de un "médium", incorporado a la "criatura extraterrestre" que invade Nueva York [XII, 10], consigue "emitir imágenes terroríficas" para inducir pesadillas en los cerebros de los supervivientes a la simulada invasión, casi podría decirse que está "retransmitiendo ondas mentales a través del éter psíquico" al modo de una emisora de radio. "Miserias de la filosofía (popular)" de nuestro siglo, que son, al menos relativamente, menores en el conjunto de la obra que comentamos.