lunes, 28 de junio de 2010

La oscuridad del simple ser (III).

[Los "milagros termodinámicos". El fondo cristiano del argumento de Osterman y su compleción por la aparición de la sonrisa esquemática sobre la superficie de Marte]


Pero miremos otra vez dentro de la bola de cristal de la infancia de Laurie: porque puede que ahora, aquella apariencia engañosa de que "el tiempo transcurría más lento dentro de la esfera", esté siendo recuperada por el propio cosmos, hablando a través de Osterman, y que esté siendo recuperada como una verdad milagrosa, increíble, por la que al menos es posible pensar algo que antes estaba plenamente descartado: que la vida sea algo más que un "producto casual" del cosmos, y que por tanto, no sea el propio cosmos el que esté negándole, de salida, todo propósito. Al romperse la "esfera de las ilusiones personales (adultas)" de Laurie, ha caído también el palacio de cristal marciano de Manhattan, en el que estaban el epítome y la última prueba de su discurso sobre la falta de un "Relojero universal"; reconoce éste, entonces, una "cuña milagrosa" en la marcha del cosmos que ya no permite decir que en éste todo se cierra sobre una eternidad mecánica y carente de finalidad. La conclusión, que también hubiese sido muy del estilo de un filósofo deísta, puede ser entendida así: "al menos, en la parte que toca al cosmos -a la Naturaleza-, no es necesariamente cierto que la vida -la vida personal, antes que ninguna otra- sea, sencillamente, un accidente de la organización ciega de la materia: para que puede formarse cada ser vivo, el propio cosmos parece dispuesto a hacer una excepción a la universalidad de sus leyes" -esto entraña la idea de milagro. Y al cerrarse el capítulo, Osterman hace una nueva invitación que invierte la que había lanzado al comienzo del capítulo: "vámonos a casa". Dice "casa", y no "Tierra". "Casa" no es ya un concepto astronómico o geológico, que son los que debiera manejar alguien "que sólo ve átomos": es un concepto que sólo puede cobrar un significado biográfico, moral. Cada individuo personal -está afirmando este personaje- tiene, en el cosmos, la posibilidad sorprendente de hacerse un hogar; y el propio cosmos confirma esto sugestivamente cuando, de modo gratuito, resulta haber formado, sobre la superficie marciana, la figura de un rostro colosal -"pero a fin de cuentas un rostro", diría Chesterton-: un rostro sonriente que parece llenarlo todo de una alegría inagotable ante la vida. Yo les digo ahora, amigos, que ése es el rostro del Domingo en la novela El hombre que fue Jueves; más adelante lo iré justificando.


"(...) No es cierto que nunca nos hayan quebrantado: hasta nos han descoyuntado en la rueda del tormento. (...) Rechazo la calumnia: no hemos sido felices. Puedo responder por todos y cada uno de los Grandes Guardianes de la Ley a quienes éste [Satán/Gregory] acusa. Al menos...
Y, al llegar aquí, volvió los ojos al Domingo, en cuya boca se dibujaba una extraña sonrisa.
-¿Y tú? -gritó Syme con voz espantosa-. ¿Has sufrido tú alguna vez?
Y, a sus ojos, aquella cara pareció dilatarse de un modo increíble; agigantarse más que la máscara colosal de Memnón [Agamenón] que, de niño, había hecho llorar de miedo a Syme. Aquella cara se hinchó por instantes, hasta llenar todo el cielo; después todo se oscureció. Y en medio de la oscuridad, antes de que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna vez había oído, quién sabe dónde: "¿Podéis beber en la copa en que yo bebo?"(...)". Pasaje de el último capítulo de la novela de G. K. Chesterton El hombre que fue Jueves.


Y en este punto tenemos que hacernos descarrilar para progresar después; debemos echar el ancla antes de que Moore y Gibbons nos eleven, en su discurso, hasta la altura poética a la que nos quieren hacer llegar. Propongo, por tanto, que no dejemos (otra vez) que nos retengan con el mismo canto sin que nos declaren qué andan haciendo, y por qué andan haciéndolo a medias, como limitándose a quedar indecisos y dejarnos indecisos, pero sin que podamos estarlo nosotros ni puedan estarlo ellos -aunque puede que ni ellos mismos lo sepan: por eso hay que interpretar, y hay que "deconstruir" Watchmen. Desde la página anterior, las viñetas de esta escena empiezan a doblarse equívocamente, proponiendo por un lado la conclusión que señala explícitamente Osterman para su razonamiento -desde un punto de vista "termodinámico" o cosmológico, que nosotros no podríamos compartir con el inmortal- y, por otro lado, simplemente sugiriendo una segunda línea de lectura que ya sólo puede tener lugar, de modo tácito, entre nosotros y las viñetas -un razonamiento "b", que no es una demostración, pero que nos interesa mucho seguir. Yo afirmo que sólo es gracias a esa segunda línea de lectura, callada y supuesta, como logran persuadirnos los autores hasta la emoción, e insisto en que la conclusión explícita del razonamiento de Osterman es sólo un componente más de la misma: pues la composición siginificativa de las viñetas va mucho más allá de lo que se puede leer en ellas. Para lograr esto, los autores están haciendo saltar las formas expresivas del cómic hasta ponernos en interés: las palabras van por su lado, los dibujos por el suyo, pero reunidos hacen mucho más: y aquí juegan a mostrar y no mostrar, intercalándose los unos con los otros. Porque mientras Moore, en esa última página, habla por boca de Osterman de "las fuerzas que dan forma al universo", Gibbons le está enmendando la plana en los dibujos: de otra manera, el conjunto del capítulo IX no podría concluir poéticamente con su altura, porque la resolución estaría coja, y no arrebataría nuestro interés como lo hace. Si al hablar de "las fuerzas que dan forma al universo" no acabamos diciendo, o acaso pensando o sugiriendo la posibilidad -muy al estilo de Kant, por cierto-, que esas "fuerzas" son, además, manejadas por un "ser personal", un omnipotente creador personal de la Naturaleza que nos haya dejado aquí "a imagen y semejanza suya", no vemos manera en la que terminar la conciliación entre el cosmos y la vida personal de Laurie -o la de cada uno de nosotros- de la que antes hablábamos: el universo dejaría un lugar reservado a cada vida -en términos termodinámicos, o acaso fisiológicos- sí, pero no incluiría horizonte moral alguno en el que pudiese configurarse la vida de cada persona tal como ésta aspira a hacerla: entre significados morales, y no entre meras ilusiones, que se ahogan en estados cerebrales. En esto se juega tanto como en la diferencia entre vivir (como persona) y estar vivo sólo desde el punto de vista fisiológico (en "estado vegetal", o acaso en "estado vampírico"); y justo esta diferencia es la que Moore deja al dibujo de Gibbons, que aquí lleva el peso del argumento "a la chita callando". Muy ocurrentemente, y para sugerirnos la presencia de dicho Creador (personal) del cosmos, Gibbons ha colocado, a modo de "sello del Relojero", una figura sobre el relieve marciano: la figura esquemática de un rostro sonriente -justamente un rostro, una cara de persona, con una expresión moral: la sonrisa-, que parece estar detrás de toda la trama de Watchmen.


Casual o providencialmente, pero en ambos casos, sin necesidad de faltar por ello a las leyes de la Naturaleza, se ha formado un colosal rostro sonriente sobre la superficie del planeta rojo. Aquella monstruosa posibilidad que temíamos fuese confirmada por la propia evolución "autosuficiente" del sistema geológico marciano, la posibilidad de que el cosmos fuese incapaz de recoger las esperanzas últimas (morales) de cada vida personal, se ha topado aquí con un límite: acaso podríamos pensar, ante esa significativa configuración del relieve marciano, que el rostro abundante de alegría que vemos representado en él nos anuncia, tras la mascarada de la Naturaleza, al Creador personal del universo. Tocando esta cuerda, que tan dentro de nosotros parece vibrar todavía, es como los autores de estas páginas pueden dar por cerrado -poéticamente hablando- el capítulo. Como les dije, he llegado a pensar que, digan lo que digan los dos británicos, este rostro ya nos lo habían presentado: nos lo había presentado G. K. Chesterton -alguien que, por cierto, también le dio unas cuentas vueltas a los superhombres- al final de El hombre que fue Jueves. Este rostro, que parece casi una máscara por sus proporciones -una máscara dorada, de factura micénica-, sigue siendo el rostro del Domingo, el rostro de la Paz de Dios, que se ensancha hasta cubrir el universo, mientras resuena en su voz: "¿Podréis beber en la copa en que yo bebo?". ¿O debemos sospechar aquí, de nuevo, que nos encontramos ante una nueva burla del propio cosmos; que, por tanto, ese rostro sonriente que creemos reconocer sigue siendo tan ambiguo como las manchas de la máscara de Rorschach?

Diría acerca de esto, si me lo permiten, algo más: que si no hemos podido dejar de ver en esto más que una mera casualidad, y si nos hemos dejado llevar -aunque sólo sea en la poesía de las viñetas- por la posibilidad de que en esa formación del relieve marciano haya algo de providencial, es porque no somos el superhombre, y quizás, porque no podamos jamás serlo: aquél que, según Nietzsche, llegaba "para redimirnos de la casualidad", todavía no ha sido capaz de hacernos reír ante estas viñetas finales. Pues, antes de eso, nos hemos quedado espontáneamente adheridos a la posibilidad de que haya algo más que una mera casualidad en este hallazgo, y por eso el conjunto de este capítulo IX nos ha dicho tanto. Reparemos en ello: si ya dentro de las propias viñetas de Watchmen el superhombre aparece delatándose como un gran fraude -alguien que, a la postre, está dispuesto a ser un pirata para el hombre común-, también ocurre que, en el intercambio entre nosotros y el cómic, el advenimiento de éste ha quedado desmentido en nosotros mismos: porque si tal conclusión poética sigue haciendo su efecto, es porque seguimos siendo el hombre común, y no el superhombre, y porque no hemos salido de la tradición cristiana. Otra cosa es que seamos incapaces de encontrarle ningún sentido a estas páginas: entonces nos habremos llenado de la arena del desierto, de la que también hablaba Nietzsche.

"Quizás los superhéroes tenían un mensaje... Quizás alguien cuida de nosotros". Con mensaje o no, los superhéroes ilustran mediante un ideal concreto la idea (metafísica) de una Justicia escatológica y absoluta, impartida por ellos en sustitución del Dios, que parece ausente del mundo del siglo XX.

Si Watchmen tiene algo de "deconstrucción de los cómics de superhéroes" -de deconstrucción en sentido hermenéutico, positivo, y no como mera execración- tiene que poder hallarse en sus páginas un "hilo conductor" que lleve desde la propia figura del superhéroe hasta ideas un tanto más asentadas en nuestro presente histórico. Ya he intentado sostener que al tirar de este hilo acabamos desenterrando las raíces de la metafísica moderna de Occidente y su raíz cristiana. Y no estoy fingiendo -por lo menos a sabiendas- nada que no haya visto en las páginas de este cómic. Hay incluso unas palabras del vendedor de prensa Bernard -un hombre común, como nosotros- que nos dan la razón: "quizás los superhéroes tenían un mensaje... quizás alguien cuida de nosotros" [X, 23]. Seguimos encontrándole sentido -y no precisamente como si se tratase de un chiste- a la pregunta sobre si alguien "cuida de nosotros"; estamos pendientes de la posibilidad de que haya quien vigile a los vigilantes, impartiendo una Justicia que ya no necesite a su vez de revisión. Por esto también seguimos siendo, en potencia, espectadores del género de superhéroes, y de tantos otros sucedáneos mitológicos de la "muerte de Dios".





1 comentario:

  1. "Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra, pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados yelos del invierno. Así que somos ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado religioso". Don Quijote de la Mancha, Cap. X.

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