martes, 12 de noviembre de 2024

Otra vuelta en "La oscuridad del simple ser"

 

Muchos pueden decir sinceramente, llevando una vida sin emociones y en apariencia trivial, que "han alcanzado sus sueños". Han comprado una casa y un coche al estilo de vida americano, pagan su hipoteca y tienen un perro tipo labrador con el que juegan sus dos o tres retoños. Y esto puede ser verdadero, en la medida en que nuestros sueños nunca fueron del todo nuestros, pues nunca son el resultado de un actividad monádica incomunicable que opere al margen del resto de soñadores ("las mónadas no tienen ventanas"; “vivimos como soñamos: solos”, etc… son afirmaciones que, desde este punto de vista, se disuelven a sí mismas, pues anidan siempre en una realidad más amplia que las hace propias de un tiempo y de un ambiente). La realidad en que vivimos también "sueña", y nosotros participamos de ese sueño. No sólo se conforma de lo que alcanza efectivamente, sino de lo que fabula y lo que teme. ¿Nadie ha reparado en la importancia que han de tener los personajes y hechos ficticios que, siendo aceptados como tales, nos acompañan en nuestro quehacer diario? Como el mar que golpea y da forma lentamente a los peñascos más sólidos, así lo que Jung llamó "inconsciente colectivo" moldea, a través de la Odisea y la Ilíada, por medio de Elvis, de Marilyn o de Luke Skywalker, nuestra capacidad de elección consciente, nuestros actos productivos diarios, nuestro diseño del personaje desconocido que nunca terminamos de interpretar. Todos estos compañeros (Odiseo, Aquiles, Elvis, el Rey de Amarillo, Batman y el Joker...) nos persiguen y acompañan mucho más allá de las horas ociosas en que hemos tenido algún conocimiento de ellos. A diferencia de lo que hacemos con la lección escolar o el conocimiento profesional, voluntariamente nos acostamos con ellos una y otra vez; otras nos dejamos asaltar por su fingido recuerdo durante las horas de la vigilia, en las que, desde el punto de vista de la normal interacción social y la lógica de lo que es verdaderamente ser, no están permitidos, puesto que no entran dentro de la planificación técnica de los logros necesarios para mantener las cosas bajo control (logros que, por supuesto, más de una vez no dejan de ser un enamoramiento colectivo soviético con fantasías tecnológicas y sociológicas que son las que deciden "lo serio de la vida”, pero que nacieron como ficción). Nadie puede negar que estos personajes quieren ser una compañía silenciosa y de un ascendente poderoso, que nos moldea con la misma lentitud con la que el agua pule los perfiles de los acantilados y se infiltra en el subsuelo para levantar las fantasiosas columnas de las grutas. Son sueños de una época. La Imitatio Christi no es nada desde el punto de vista de los logros externos y compartidos en la vigilia; es insignificante cuando asumimos que la fantasía no es sino un ejercicio incomunicable de subjetividad irracional, pero lo es todo cuando pensamos que el imitado es una ensoñación colectiva necesaria que se mantiene siempre ejerciendo una atracción constante sobre nosotros, tal como la Luna produce las mareas mientras no vemos el horizonte del mar. Al gnóstico moderno le interesa plantear que la literatura religiosa no deja de ser eso, literatura; que el poema de Gilgamesh, los libros de la Biblia, la Ilíada y la Eneida forman parte todos de una misma línea; que la fe no es sino una forma de fantasía que se ha tomado demasiado en serio; y –cómo no- que la Iglesia católica, como Moisés en su día, no ha hecho sino jugar con el prestigio de los faraones divinos para ponerlo en la ausencia permanente de un Dios transcendente; pero tras decir todo esto, tras mil aderezos y guiños a la obra de Carl G. Jung, el gnóstico modernizado sigue siendo un gnóstico, un aprovechado, un farsante –y quizás no le importe admitirlo. ¿Qué tal si ese truco que muda lo religioso y lo escatológico en lo literario se diese media vuelta, y reabriese desde lo literario el terreno de la religión? ¿Es ése el truco que el farsante Moore nos pone por delante en Providence?

 


Por centrar esto en lo que veníamos tratando, podemos encontrar en la trama de Watchmen a alguien cuyo personaje está a todas luces tomado de su entorno sin ninguna pretensión de ruptura, alquilado como un traje de nupcias, sin que eso implique una existencia falseada, una alienación insoportable en los deseos de otros, como tanto quiso descubrir el individualismo modernista europeo: Laurie Juzpeczyk, la segunda Especto de Seda, ha recibido de su madre el personaje fantástico que ha de reinar en su vida mediante una imitación consciente, y en ese sentido "se lo han dado hecho”, no ha tenido posibilidad de, como decía Heráclito de Éfeso, indagarse a sí misma. Vive -cree ella- para continuar la fantasía de otra / otros, hasta que en EEUU se pierde la simpatía popular hacia los justicieros enmascarados y son proscritos. Pero, a pesar de los reproches de Laurie hacia su vida, ni siquiera la fantasía de su madre es una vocación exclusiva e intransferible ni esencialmente una extensión "de su madre". Su disfraz, su personaje, son una ensoñación colectiva del mundo que vio venir a los justicieros enmascarados al calor de las historietas de superhéroes, y que puso el encanto y el arrojo de un modelo de mujer en la prueba de los lances de armas antes reservados a los varones. Se trata de un personaje tan compartido, expuesto y hecho a la medida de su entorno que incluso protagoniza, involuntariamente, cómics pornográficos de bajo coste con amantes masculinos vulgares en la América de los grandes esfuerzos de guerra. En ese sentido, más que una figura aristocrática de la épica, es un personaje integrado y manoseado en el mundo pop, y un icono vulgar en el sentido en que puede serlo una estrella del celuloide –lo que en sí mismo no tiene por qué ser una acusación. Desde el punto de vista de un snob, se puede decir que, siendo la figura de Espectro de Seda una fantasía pop, un trampantojo para vidas de bajo coste, no puede sino transmitir una actitud y un deseo masificados y poco refinados hacia las cosas y giros de la vida, tanto hacia aquellos que la tienen delante como admiradores, como hacia la propia vida de Laurie. Y no por ello es una figura trivial o poco decisiva. La amazona que se sigue disfrazando dentro del disfraz de Espectro de Seda es un manantial de una tradición enterrada, en la que no sólo Laurie y su madre quedan comunicadas en su fuero interno con el espíritu de la América contemporánea, sino con una fantasía que se remonta a los tiempos de la Conquista de América y a los de Alejandro el Grande. Por más que la fantasía de Espectro de Seda parezca una fama de corto recorrido, tan efímera como una estrella del paseo de la fama de Hollywood, nada hay de aciago ni de condenatorio en los hilos que se entrecruzan en su trama. La fantasía de la vida de Laurie no es suya, ni amargamente sólo suya; pero tampoco es sólo la traslación de la fantasía que inició su madre, porque ésta ya era mucho más ab initio; y es que, a veces, lo que no nos pueden dejar hecho y acreditado de verdad con una vida ejemplar (especialmente la de nuestros padres) sí nos lo pueden dejar resguardado y contenido en una fantasía que manejamos sin conseguir comprender del todo. "Mi madre pudo ser un fraude, mi vida ha podido ser un fraude, pero su personaje, en lo que nunca completamente real, nunca lo fue" -pudo pensar Laurie. ¿Es este giro la "luminaria de conocimiento en la oscuridad del simple ser" de Jung que da nombre a ese memorable capítulo de Watchmen, o han sido Moore y Gibbons mucho más generosos -y sabios- que el gran Jung en este punto?



El tema de la “pérdida de inocencia” es, en este capítulo, el descubrimiento de que los padres de Laurie no eran, en comparación con el personaje que le vendieron a Laurie como un modelo de vida y una carrera, sino un fraude. Después de ir recapitulando un rosario de desengaños, Laurie se da cuenta de que su madre, pese al deseo vergonzoso de ocultarlo al juicio social, se había enamorado del hombre más despreciable y cínico que podría haber conocido, precisamente el único que había intentado violarla y que iba, camuflado bajo la nobleza de una lucha bajo la bandera, a ser visto como un gran defensor de la causa americana. Esta sinrazón del corazón de su madre, contraria –por aparentemente débil, pasional o miserable- a toda expectativa sobre la rectitud y el buen juicio de un modelo moral, insiste en lo caprichoso, lo irracional y lo inexplicable del fondo del deseo amoroso de su madre, pese a todo el cuidado con que ella procuró criar a su única hija “dentro de una bola de cristal”, haciéndole ver que ella estaba heredando un personaje más allá de toda duda. No hay justificación posible para que la mujer más deseada de América haya elegido como padre de su única hija a un hombre de cuya paternidad más tarde, ante la mirada de los espectadores, se tenga que avergonzar. Y dado que esto sucedió, todo lo demás en la vida de Laurie, desde su primera vida intrauterina hasta su elección de besar al Dr. Manhattan, está atravesado por un error de origen, un secreto vergonzoso que resulta incurable, y del que no se ha dado cuenta hasta que el cosmos no le dado la posibilidad de recapitular su vida en un escenario inverosímil, haciendo confluir diferentes momentos del tiempo en un solo recuerdo.

Si al final de su fantasía Laurie llora porque se da cuenta de que, desde el punto de vista de los hechos y lo efectivamente alcanzado, su vida, como la de su madre, han sido una apariencia engañosa, un fraude, una broma en la que todos se ríen de nosotros como si fuésemos el niño al que han visitado los Tres Magos de Oriente –pero una broma de buen género-, digo que, si bien llora, tiene que encontrar consuelo: consuelo, porque al menos una gran fantasía, una fantasía digna sobre quiénes eran ellos y quiénes podemos ser nosotros es ya, para lo que nos queda por hacer y sin hacer, un gran regalo inagotable.


Página final de "¿Qué pasó con el Hombre del Mañana?"


jueves, 22 de agosto de 2024

Esa broma que (te) mata. Primer intento.

 

Batman: [en la sala de interrogatorios] Entonces, ¿por qué quieres matarme?

El Joker: [risas] ¡No, no quiero matarte! ¿Qué haría yo sin ti? ¿Volver a estafar a los traficantes de la mafia? ¡No, no, NO! No. Tú... tú... me completas.

Batman: Eres basura que mata por dinero.

El Joker: No hables como uno de ellos. ¡Tú no lo eres! Incluso si quisieras serlo. ¡Para ellos, eres simplemente un fenómeno [freak], como yo!

Retomando el problema de la genealogía del género de superhéroes ocurre como al dar cuenta sobre por qué el Joker (“Guasón” en la América hispana) dejó de ser un tipo cualquiera y llegó a ser el Joker: saltan a escena diferentes y plausibles historias de su origen, algunas como recuerdos de un pasado que nunca pasó (“¿Quieres saber cómo me hice estas cicatrices?”), relatos que, si bien son a su vez otras ficciones, son al menos delatores.

En el acto final de La broma asesina (The killing joke) la elección del escenario de fondo (una feria-circo abandonada que retiene, en la deprimida Gotham, el viejo estilo de los Estados Unidos de la opulencia) parecería haber sido hecha a favor del antagonista, pero en realidad, oculta el origen histórico de las historias de superhéroes. Batman y Joker se enzarzan en un combate dialéctico sobre la locura (el desquiciamiento, diría un español) y su relación con la existencia del mal en el mundo. El formato nos hace ver, como en la famosa antinomia de la Razón de Kant sobre la demostración de la existencia / no-existencia de Dios, que de los mismos hechos se pueden derivar la actitud del Joker y la actitud de Batman, siendo ambos en su íntima oposición la encarnación de un problema metafísico irresoluble derivado de la misma estructura dialéctica de los razonamientos que, como el superhombre modernista, no se detienen ante nada: "¿qué ocurre cuando una fuerza imparable se topa con un objeto inamovible?" -otra vez el Joker de "conviértete en un agente del caos".

Desde el punto de vista sociológico y de la historia económica de los EEUU, sería necesario hablar del Crack del 29, la Gran Depresión y del aumento del crimen organizado y los asaltos bajo pistola en comercios y bancos: el campo de batalla de los Minutemen de Watchmen. Aunque, bien pensado, eso puede llevar al impulso espontáneo de los cómics de detectives duros y ejemplares (Dick Tracy), antes que a la aparición de los trajes y saltos de los superhéroes. El espectáculo (más que género, espectáculo) de superhéroes tiene, a nuestro parecer, mucho en común con una carpa de circo –de un circo de los que se igualaban con la feria ambulante, no con el teatro o la danza-: de un circo exuberante de fenómenos (freaks) que son ejemplo viviente de que el hombre común no es sino un haz de capacidades y rasgos proteicos apresados por una idea limitadora, que la voluntad superhumana (sobrehumana) está destinada a romper para llevar al vulgo más allá de lo habitual y conocido y hacerlo crecer como lo haría un ecúleo metafísico, con espíritu ilustrado y prometeico.

En el Viejo Mundo no faltaron, tampoco, los reclamos del circo moderno. Como sucederá en La Liga de los Hombres Extraordinarios, donde el grupo de Mina Murray será pronto replicado por el Imperio Alemán y la Francia de comienzos de siglo mediante la creación de sus propias selecciones de superhombres, la fantasía circense que preparó el advenimiento de Superman y su posterior bienvenida como embajador de los EEUU triunfantes será compartida con entusiasmo por norteamericanos y europeos (fantasía ésta de marcado carácter yankee, aunque su destino esté más allá de lo nacional, como se ve en Superman Hijo Rojo de M. Millar y D. Johnson: "por el imperio hacia Dios", o más bien, y dado el ateísmo del Superman (Rojo), "por el imperio hacia el error sobrehumano final", que será la Tierra entera transmutada en Krypton, igual que pudo haber sido trasmutada en Yuggoth). Realmente, si estos fenómenos circenses capaces de soportar el impacto de una bala de cañón se hubieran enviado a combatir a las trincheras de la Gran Guerra de 1914, ¿hubieran reformado el destino de todas las naciones humanas, para evitarles la siguiente Gran Guerra, imponiendo su propia pax sobrehumana a partir de entonces? ¿Se habrían dejado llevar por un desquiciado esfuerzo racional -pues la guerra nunca ha dejado de serlo- hacia las últimas consecuencias del universalismo imperial, como le ocurre al -también circense- Comediante? ¿Es el imperio con las fantasías más acertadas el que necesariamente ha de ganar la guerra, o acaso es el imperio que gana la guerra el que impone sus fantasías como las triunfantes?

Además de las novelas radiofónicas y las revistas ilustradas de La Sombra (“The Shadow knows”); además de las tiras de cómic de Phantom; además de la literatura juvenil pulp de la década de los 30  (ya hemos hablado aquí de la novela Gladiator de Philip Wylie) y de las tiras de ciencia-ficción de Flash Gordon y Buck Rogers (aunque a éstos deba más un tal Jorge Lucas); además de la vulgarización de la idea del superhombre y el reemplazo de la Providencia de Dios por la Evolución darwiniana; además del conflicto agónico y sin fin entre la política real de los países occidentales y la moral judeocristiana que sirve como medida final de las naciones justas, puesto a los ojos de las masas en los hechos de la Gran Guerra; decía que, además de todos estos componentes, nosotros (yo y usted) contaremos una cosa más dentro de los antecedentes inmediatos y necesarios que van preparando la primavera del superhéroe: el espectáculo de un buen circo lleno de acróbatas voladores y figuras vestidas de fantasía, hombres y mujeres con virtudes y rasgos propios de fieras (“¡pasen y vean al hombre-lagarto!”, “¡contemplen el vuelo de la mujer-pájaro!”), individuos excepcionales que se entienden de igual a igual con los animales domados, si es que no se confunden con ellos, y que parecen haber recibido un regalo genético o una deformación paradójicamente virtuosa. En esos circos ambulantes se igualaban en el cartel magos, escupefuegos, hombres forzudos, mujeres gigantes y contorsionistas, amén de payasos y enanos, coronados por la exhibición de cuantas especies exóticas y terribles de bestias se hubieran podido reunir, y a ser posible, de cuantos individuos humanos que estuvieran, por nacimiento, entre la deformidad y la hibridación: siameses, hidrocéfalos e hirsutos hombres-bestia formaban parte de una colección itinerante de monstruos, expuestos como lo fue el Hombre-elefante de Londres en una “tienda de curiosidades” y luego retratado en From Hell para darle sentido divino a la gran tarea del Dr. Gull (“loor a Ganesha”) . La lectura del iniciado Dr. Gull no ve en la deformidad viviente un motivo de desagrado o de compasión, sino una manifestación aparentemente caprichosa de un poder superior, depositado en la capacidad de la Naturaleza para generar un ser excepcional y, sin embargo, darle una vida que pueda prolongarse durante años y buscar su propia vía de persistencia; y aunque el hombre común no esté capacitado para penetrar este misterio, el héroe fáustico se recrea en extraer un presunto mensaje divino entregado bajo la apariencia monstruosa. Y sí, nosotros pretendemos ser, si no un Fausto, al menos policías siguiendo su pista.


"W.C. Coup's New United Monsters Shows. Three Times larger than ever". Los reclamos circenses (década de 1880) durante los años iniciales del nacimiento de la publicidad moderna y el mercado pletórico del entretenimiento, anticipan un tema que va a ser una constante en el género de superhéroes y la idea vulgar (modernista) del superhombre: la ruptura ontogenética y filogenética de la máxima moral del sometimiento a una naturaleza humana heredada de Adán, el metahumanismo por la vía de hecho mediante el quimerismo y la tecnología, y por tanto, la rebelión (luciferina) del hombre contra su presunto lugar y destino en la creación y contra los límites impuestos por su molde adánico. 

En un circo moderno de comienzos del siglo XX, como en una historieta de superhéroes, no podrían faltar, con número propio o como reclamo y entremés, los fenómenos de feria (freaks), algunos de ellos virtuosos, otros chistosos como una caricatura del hombre común, otros simplemente deformes, pero todos excepcionales; de entre éstos, unos son aplaudidos por estar dotados de capacidades sobrehumanas, aunque disimuladamente siguen siendo, en comparación con el hombre común, admirables caricaturas, mientras otros son simplemente aprovechados y descartados para el acompañamiento gracioso. “Contemplen ustedes la fuerza sobrehumana de nuestro hombre forzudo, deteniendo el avance de una cuadriga de caballos”: para un Sansón o un Clark Kent, los prodigiosos cuerpos de los artistas circenses de aquellos circos hiperbólicos de comienzos del siglo XX expresaban, mediante una aparente deformación o una hipertrofia de las fuerzas orgánicas del hombre corriente, la misteriosa voluntad del Padre o la inevitable mutación del hombre hacia el Hombre del Mañana; para un espectador medio, el circo era una ilusión que conculcaba en vivo sus temores y sus prejuicios sobre lo agible y los límites del molde humano.


A comienzos de la década de 1930 el tema de la monstruosidad, ya directamente presente en La parada de los monstruos (Freaks o "Fenómenos"), vuelve sobre la oposición irreconciliable entre los dos tipos de metahumano reunidos bajo la misma carpa: el que es aplaudido por haber superado los límites de la destreza común y el que sirve como motivo de la risa (por la burla) o el horror, como le ocurrirá al Joker de Joaquin Phoenix. La monstruosidad desgraciada, tal como ocurrió en el Frankenstein de M. Shelley o en Blade Runner, es motivo de una rebelión prometeica (luciferina) del hombre contra los límites impuestos por un Creador que parece haber dejado que el mal tuerza y retuerza la naturaleza humana hasta su deformación desde la cuna y sin posible redención final, por algún motivo misterioso o, como le atribuyen los que sospechan del Demiurgo, por desprecio hacia lo creado.

De la impronta que el espectáculo de aquel circo seguramente dejaba en los jóvenes espectadores, en un mundo en el que, pese al despegue de la industria del cine sonoro, no había un acceso continuo (buffet libre) al elaborado entretenimiento de la pantalla, es necesario destacar algo en relación a la aparición de los superhéroes -y sus antagonistas. No es precipitado pensar que, todavía en los años 30 del siglo pasado, cuando el paso de este espectáculo errante se contaba como un acontecimiento, los primeros dibujantes y guionistas de los cómics de superhéroes pasaron por el ritual iniciático de visitar uno de estos circos, quedando su fantasía iluminada con el recuerdo borroso -o al menos la ilusión- de la función de un circo o la llegada de una feria, y ya para siempre marcada con la expectativa de abrirle la jaula a un ser humano con rasgos y facultades sobrehumanas (quiméricas) o a una fiera tan bien domada que, respondiendo a la voz de su domador con atino,  parecería extrañamente humanizada, en el mismo grado en que algún acróbata hubiera sido animalizado (Bat-Man y Man-Bat son antagónicos como quimeras, pero por ello, siameses). No es caprichoso imaginarse que, durante ese espectáculo, a los primeros guionistas y dibujantes de los superhéroes, así como a una potencial masa de lectores de cómic, se les empezó a formar la fantasía en la que un individuo vestido con ceñidas mallas de colores, al estilo del forzudo circense, podría saltar enormes vacíos y aterrizar con agilidad de acróbata, o levantar con sus solos brazos el peso muerto de un automóvil, o resistir el impacto de una bala de cañón, o columpiarse a alturas mortales para luego dejarse caer con la suavidad de una pluma. Cualquiera diría que en el circo ambulante, jugando a borrar el límite de lo que es posible hacer y ser en los límites de lo humano, se preparaba la salida de los personajes más estrafalarios que iban a formar las filas de DC y los ejércitos de Stan Lee y compañía, dibujándose una línea evolutiva en la que los nuevos justicieros enmascarados encajarían con facilidad. Paradójicamente, en esa línea de los superhéroes, el cómic ha culminado su origen caricaturesco antes que épico, pues en cuanto más ha pretendido abandonar el terreno del costumbrismo y el retrato de personajes ingeniosos (con esa gracia propia de los motivos vulgares del teatro) y más ha tendido a fabricar escenas sublimes y épicas a costa de personajes prometeicos, más evidente ha hecho la inoperancia de la idea contemporánea del superhombre, y su irresistible caída desde la épica a la comedia. Como la creatura monstruosa del Moderno Prometeo / Frankenstein, los superhéroes y su espectáculo se encuentran permanente expuestos a la mirada aterrorizada y curiosa del común, resultando, a la postre, deformes e irrisorios. En la misma clave están compuestos sus antagonistas, que le surgen como un complemento sobre el que sus actos puedan tener un objeto, y que les evitan aparecer en el ridículo propio del fenómeno de feria o la inutilidad de una obra de arte de fea exhibida como una curiosidad museística: gracias a la presencia igualmente deforme del antisuperhéroe, su deformidad originaria se convierte en una virtud capaz de actuar sobre algo, y no se queda en los límites de la fisiología de los fenómenos de feria, que simplemente “son”, que “están ahí para que se les mire”, quedando sus movimientos así salvados del vacío y envueltos en algún significado a los ojos del espectador. La voluntad y el cuerpo superheroicos, privados de la voluntad y el cuerpo del antagonista, no dejarían de ser como los gritos y movimientos de un fenómeno de feria que reacciona a las risas de los espectadores desde el otro lado de la jaula. Despojado de las serpientes, el grupo escultórico de Laocoonte y sus hijos no es sino una contorsión ridícula y artificiosa que no logra su resultado ante los ojos del espectador, sino que arranca la risa.

"El hombre más fuerte del mundo, asistido por el Hércules francés". El reclamo circense, al estilo de las cubiertas de los primeros números de Superman, sólo ha sido verdadero en un ámbito donde alcanza, efectivamente, su efecto pragmático y su ser participativo y pedagógico: en el juego entre los dibujos publicitarios y en la fantasía de los espectadores, donde se hace notar su persistencia y resulta encajar en una serie de fenómenos y elecciones que se ocultan en la trivialidad de la vida cotidiana.

Pero como decíamos antes, no hay una sola historia sobre cómo el Joker empezó a ser el Joker, ni mucho menos una sola historia sobre cómo Batman empezó a ser Batman, o cómo Superman empezó a diferenciarse del malvado Super-Man, es decir, cómo vinieron a ser no de acuerdo con sus fueros sino de acuerdo con los nuestros, como espectadores que transitan entre ficciones en una historia de hechos y seres reales. Como el circo de los tiempos del primer cómic y la radio, también a comienzos del siglo XX el término anglosajón “Superman”, calcado por Claudio Bernard Shaw del alemán de Nietzsche y Goethe (Fausto, a lo que se ve, también fue pensado como un “Übermensch” filosófico, en respuesta al Don Juan burlesco), se había puesto en circulación en los Estados Unidos gracias a la comedia Hombre y superhombre, que se había hecho habitual de la cartelera de los teatros de Nueva York. Pero las implicaciones filosóficas y sutilezas intelectualistas que pudiera traer el término desde su cuna noble no podrían quedar consagradas en el uso popular del término, que quedó envuelto en el nebuloso significado de “una voluntad que no respeta límites ni es temerosa de la Ley“, como en la primera historieta del malvado Super-Man escrita por Siegel y Shuster (“The Reign of Super-Man”, ya mencionada en estas páginas). Por algún camino que resulta imposible escudriñar, la palabra "superman" quedaría ambiguamente asociada a la de un ser metahumano -si me permiten el préstamo- cuya capacidad, accción y voluntad de ser (“potentia”) no puede encajar entre la del común, y no puede sino poner el mundo patas arriba para ser lo que es. El “tú me completas” del Joker al mejor detective del mundo es, como el chiste final de La broma macabra (The killing joke) sobre los dos enfermos que intentar ayudarse a escapar del psiquiátrico, una sentencia absolutoria que reúne los dos extremos de esta ambigüedad. Pues el superhombre anglosajón –lo veremos- es un individuo que se hace celeste e infernal en una misma medida (The marriage of Heaven and Hell), pero que se tiene que hacer siempre en la hipertrofia / deformidad o el desprecio del hombre común, como el espectáculo circense.


Boceto de Bob Kane para el primer Batman, mostrando tanto la influencia del montaje teatral de Broadway The Bat como del espíritu de la cartelería del circo modernista. 


Si nos quedásemos ahí, en la hipertrofia exhibida, aplaudida o admirada en las pistas del circo, habríamos llegado casi hasta el espectáculo superheroico. Como en el caso de la novela pulp Gladiator de Philip Wylie (ver nuestra serie “El hombre que pudo ser Superman”), nos tenemos que preguntar qué es lo que nos separa en ese punto, en la cumbre del espectáculo circense moderno, de la apoteosis de Superman, si ya no son ni la vestimenta ni las aptitudes.  Para el superhéroe, además de las mallas de los acróbatas del circo, tiene que haber otro factor que le otorgue su diferencia definitoria, su diferencia específica: pero a diferencia de los que intentan encontrarla en el cuerpo de la misma ficción, mediante un rasgo esencial común a todos los individuos del conjunto superheroico (“superpoderes”, “trajes”, “universos intercomunicados”), como si estuviésemos estudiando una población de seres vivientes mortales, yo insisto en buscar dicha diferencia en la relación imitativa y epocal que nosotros, los espectadores, establecemos con las ficciones superheroicas: lo que separa al género de superhéroes frente a las ficciones que les sirvieron de punto de partida, incluyendo las de otros justicieros enmascarados, no es algo que podamos reconocer en todos y cada uno de sus protagonistas, sino en una pregunta abierta o un problema que queda indeciso y expuesto como un problema ante un público que se pregunta al modo de la Razón kantiana y no puede concluir nada: “Dios fue una Idea, ¿qué es entonces el hombre?”. De ahí, del problema límite que ya no puede contenerse dentro del género de superhéroes pero sin el cual no se puede entender su espectáculo o participar de su significado, se forma para cada protagonista del espectáculo superheroico una misión: una tarea reconocida ante una multitud predispuesta que Hugo Danner (Gladiator) nunca pudo tener, pese a llevar consigo la semilla de una generación de mutantes metahumanos, y que le puso la condena perpetua de una vida errática y errante. Bajo la mirada del problema fundacional, como Edipo bajo la mirada de la Esfinge, el espectáculo superheroico dibuja una misión justiciera, pero con un alcance que ya no está limitado a la derrota de su antagonista, como en el canon del justiciero solitario. Para afrontar esa misión el espectáculo de superhéroes concede al protagonista una identidad secreta o un origen excepcional, que justifican una habilidad a la medida de la misión, pero además, ha de hacer todo lo posible por poner una señal visible a los ojos del público que sirva de anuncio de una época nueva, como el uniforme del policía es ya anuncio de todo el orden político. Los superhéroes tienen consigo una pedagogía en la que ellos mismos son los que deben ser con exclusión necesaria de la Gracia del Dios de la esperanza cristiana (nos detendremos en esto más adelante), y no sólo por tener superpoderes o reunir las habilidades de los mejores acróbatas e intelectuales. A diferencia de los personajes duros del pulp y el western, los superhéroes no tienen por qué pronunciarse ni albergar conflictos sobre su fe en un Dios justiciero. Si Superman y Batman ponen los dos extremos de la función superheroica (“superhéroes con / sin superpoderes”), es porque los superpoderes son una señal que nunca funciona por sí misma en la relación con el superhéroe. El traje que da y quita la identidad secreta del superhéroe no es sólo ni fundamentalmente un aviso sobre la intervención de los superpoderes en el curso de los acontecimientos que afectan al espectador. El traje, robado de los armarios del circo, aquí ya se ha tomado como una promesa, como una especie de símbolo escatológico que encubre cualquier problema sobre el providencialismo o el Destino Manifiesto y lo supera por la vía de hecho. Ante ese público, el traje del superhéroe señala una cosa que dentro del circo no puede pretender: la ejemplaridad universal de una buena voluntad, con la fortaleza necesaria (virtud cardinal) para enfrentar el mal sin retroceder, sin que haya posibilidad ni necesidad de renunciar a dicha buena voluntad en ninguna situación que se plantee durante la misión. Algo, sin duda, (esto de la buena voluntad) que no basta: tiene que haber ejemplaridad efectiva, un acompañamiento de habilidades circenses que se acompasan con las virtudes cardinales del carácter superheroico y que las llevan a culminar el espectáculo con las manos limpias. Y por ejemplaridad entendemos, antes que aquello que reside en el protagonista, una relación participativa entre el protagonista y el espectador que sobrevive a la exhibición y pretende la reforma moral del que se encontraba mirando; un contagio del carisma, del renombre, de la leyenda, que se mantiene más allá del mero espectáculo, tal como se aclara al final de la trilogía de Nolan. Ni siquiera está en los superpoderes, sino en la (posible) voluntad santa que resiste al mal y al mal radical y lo ejemplifica en su traje (sin el apoyo de la Providencia), la diferencia específica del espectáculo superheroico: así lo sabe Bat-Man. Bruce Wayne -creemos- no necesitó apoyo espiritual del sacerdote tras el asesinato de sus padres, sino una evolución generada por su propia elección: la voluntad de actuar, le dice Ras-al Gul. Dando el aspecto de un play-boy dedicado a la vida egoísta y a la felicidad de los lujos, su voluntad había tomado el curso inexplicable de entregarse a la causa de dejar una Gotham en la que los justos no tuvieran que temer a los injustos, o al menos -como el Batman de Nolan- a ofrecer una figura ejemplar. La voluntad de cumplir con y hacer cumplir con la idea de una ciudad de los justos realizada, incluso a costa de los propios fines egoístas de la vida, es lo que queda encarnado en el traje del superhéroe, al margen del hombre que va bajo la máscara. Y si el filósofo prusiano y moderno por excelencia, Inmanuel Kant, se lo hubiera encontrado, bien se lo podría haber explicado –como veremos más adelante-, pues no hay nada más redondo ni mayor bien en existencias que una buena voluntad autónoma (al menos para un idealista: al margen de Dios), pues en sentido práctico la voluntad (más allá del plano empírico-psicológico) se puede determinar a obrar según una ley (esa Ley: aunque sea limitada al “my One Rule”) a la que no fallará ni con peligro de muerte. Pero no olvidemos que la voluntad santa de Kant es autónoma: como el Barón de Münchhausen, se saca a sí mismo de la ciénaga tirándose de los pelos –como tanto nos recordaba el filósofo español Gustavo Bueno. Y los superhéroes están, como nos ha hecho ver dramáticamente el Dr. Manhattan, “más solos que la una” ante un universo en el que Dios ya no les hace sombra y tampoco les asiste, por ser Él en la América contemporánea “el Dios de los deístas” el Relojero que ya no está presente en la obra mecánica en movimiento evolutivo (Thomas Paine es la referencia inmediata de la metáfora del “Relojero” de Watchmen, pero para deísta, el Kant de La religión en los límites de la mera Razón).

La historia de El hombre que ríe (película de 1928), con su caracterización de un fenómeno de feria que nos recuerda terriblemente al íntimo antagonista de Batman, nos vuelve a poner en la pista de la naturaleza monstruosa y sus implicaciones sobre "el plan" de la Creación, en el que el monstruo o fenómeno es un verso suelto. La negación de "todo plan", la acusación contra los que "tienen un plan" ("schemers", dice el Joker de Heath Ledger) no se detiene en los planes de los individuos habidos y por haber en la Gotham contemporánea: proclama el caos como único fondo del mundo, frente al (posible) principio previsto por un Creador providencial. "¿Sabes qué es lo más gracioso del caos? Que es justo".

Si a Superman le dejasen todos sus superpoderes y le quitasen la buena voluntad y el propósito de intervenir ejemplarmente en el teatro del mundo, nunca habría sido ni un ápice más ni un ápice menos superhombre que el protagonista de Gladiator, Hugo Danner, que termina sus días erráticos fulminado por (lo que parece) la ira de un Padre altitonante (no, por tanto, un Dios que se limitó a ser mero “Relojero”), temeroso de su rebeldía prometeica. A Superman ningún Dios le mandará un rayo que pueda detenerlo: es más, no hay necesidad ni "ausencia de" tal castigo, pues el problema está simplemente oculto bajo la capa. El planteamiento de la cuestión sería necesariamente olvidado para que Superman tomara el relevo al protagonista de Gladiator. El Deus ex machina es el único recurso que no puede presentar nunca una ficción superheroica: el Relojero ya no volverá a salir desde la máquina. A Hugo Danner, además del disfraz circense, le faltó un antagonista a la medida de sus fuerzas sobrehumanas. A partir de ahí, pero suponiendo por principio pragmático buena voluntad y ejemplaridad al protagonista, todas las perversiones en forma de supervillanos antagónicos son posibles, siendo sus motivos ya no los del “malvado empírico”, criminal u hombre injusto, que busca riquezas, venganza o poder,  sino los del mal radical: el mal que reside en una mala voluntad, de la que hablaremos más tarde, cuya maldad consiste en hacer que lo incondicionado de la ley moral empiece a tomarse como algo que sólo se toma en serio “hasta donde me guste”: ¿no se acuerda nadie de la insistencia del Joker de Heath Ledger en que el Batman de Nolan, y por extensión, toda la ciudadanía de Gotham, renunciase a sus principios morales? “Esta noche romperás tu regla única[·your One Rule]” es el desafío del Joker a lo largo de toda la montaña rusa de El Caballero Oscuro (sí, la de Nolan). No se trata de otra cuestión: abandona tu máxima ley por una vez, y harás uso condicionado por tu conveniencia de lo en sí incondicionado (imperativo moral), como el resto de los mortales con voluntad "ya no santa", que abandonan su moral a la primera de cambio, “como un mal chiste”: demostremos esta noche que el mal radical, esa inclinación fatal de la finitud del hombre, ha podido con toda voluntad humana, que no hay (posible) voluntad santa en el mundo, que sólo el azar rige y no hay diferencia posible entre el bueno y el malo. Llevando a la ciudad entera hasta el desquiciamiento, se verá que todos estaban, ya desde antes, dispuestos a abandonar sus disfraces de gente moralmente buena, pero sólo disimulaban en una ficción de comunión moral mutuamente consentida. Parece un galimatías de la Crítica de la Razón Práctica de Kant, pero he aquí que nos topamos con el mismo problema en una de las cumbres del espectáculo de superhéroes, bien arraigada en la -o una- cuestión central de La broma asesina: ¿qué hace falta para que una voluntad buena se deje arrastrar por el mal radical y no pueda recomponerse? . Qué vamos a hacerle. Tendremos que volver sobre esto en otro momento. Del “todo es una broma” del Comediante seguiremos hablando.


La máxima moral sobre la que se construye la figura de Bat Man (creo que al menos hasta que Frank Miller retome el personaje, ya jubilado, durante la "edad Oscura") no está contenida en su evidente antagonismo ontogenético con Man-Bat, sino que paradójicamente lo une más a el Joker que a ninguno de sus otros oponentes. "No matar por principio moral" - "matar por el impulso del caos (sin plan)" es la antinomia que se construye magistralmente en El Caballero Oscuro de Nolan. Bajo la monstruosidad de la sonrisa desquiciada del Joker, se recoge una mala voluntad que no aspira a su propia felicidad, una voluntad que se ha propuesto demostrar que el mal radical está ya realizado en la propia voluntad de "la gente honrada de Gotham" y es inevitable; una voluntad incondicionamente perturbadora y negadora del sentido del deber (a diferencia de la voluntad del injusto, que busca su bien a costa de los otros); una deformación extrema que es la única manera de darle a la (posible) voluntad santa del hombre murciélago, redimido no por la Gracia sino por la Evolución superheroica (una "revolución práctica", diría Kant), su valor ejemplar.




viernes, 21 de julio de 2023

La magia, una cuestión de conjunto (V)

 

Un poder más allá de los ejércitos mortales. La insuficiencia del Estado frente al ácrata V. Formas ocultas que hacen innecesaria la violencia como recurso generador de comunidad.


Pero tenemos que volver ya al tema principal. Habíamos comenzado hablando de cómo, en un anuncio televisivo del perfume Nostalgia (by Veidt), la magia de ése que ejerce su poder secretamente en la tramoya simbólica de las imágenes se dirigía a liberar ante la muchedumbre las formas ocultas de lo que ha de venir, y a “poner en forma” al espectador para lo que tiene que asumir como su destino, mediante su participación, involuntaria pero gozosa, en una bella escena, a la que se suma por mímesis, no por demostración. Más que el perfume, lo que se deja en el espectador es una primera solución gozosa y “prêt-à-porter” a la tarea de éste para con la Imaginación colectiva, una participación en un ideal que Veidt maneja racionalmente y al que desea dar un destino y una utilidad racional, pero que requiere que se aproxime al espectador dentro de un elemento esencialmente pre-racional e irreflexivo, para ejercer su influjo en éste, asumiendo que no es posible lograr en él una educación duradera, y dejar así una impronta basal para su desarrollo psíquico posterior, cuando ésta se basa en un razonamiento controlado. La nostalgia a la que alude el perfume, resulta, no era tanto referida a una juventud perdida como a una juventud que ni siquiera ha tenido lugar, y que, ocultando su hechura atemporal, se muestra como algo que va a tener lugar realmente cuando la masa comulgue con el fondo oculto del anuncio. Toda publicidad, como artefacto teatral entre los sentimientos y una capacidad racional finita, es participación de una posibilidad que merece la pérdida de algo presente, como una participación de lotería es ya un motivo suficiente para una pérdida económica casi segura; también es participación de algo más elevado, y por tanto, referencia insuficiente en el ser pero necesaria en el presentar algo ausente a los que todavía no han llegado por sí mismos a su gnosis, como remedo de una realidad superior que está por venir o que ya ha venido y se ha olvidado. La previsión de Veidt / Ozymandias no es ajena a este papel de mediador oculto, medio compasivo y medio cruel, entre la fuente ideal de su acción racional y los que todavía no han alcanzado la madurez psíquica requerida para la transformación final; de ahí que Veidt, en su aspiración a secreto rey del nuevo mundo, no pueda dar la espalda a la preparación de los infiernos de la Imaginación para que, como fuente irrevasable de poder, éstos le permitan mantener la fascinación colectiva ahí donde le interesa tenerla focalizada. Ante este poder, exclusivo del taumaturgo o usurpado por éste a los dioses, no hay ninguna otra carta de la baraja que pueda imponerse: cualquier medida coercitiva que prohíba la primavera llega tarde, y por medios racionales, cuando todo el campo florece: la Naturaleza se impone a la Razón y lo que no necesita ser consciente se expresa como una herida permanente en el proceso de racionalización de lo real-racional y consciente. Ni desde la maquinaria superior del Estado político-social, religioso, y tecnificador se llega a sujetar, reparar y domeñar el pulso de los infiernos: en el caso de La Naranja Mecánica se ha matado la capacidad de obrar del protagonista en un reformatorio conductual, sin poder matar su deseo y sin acallar definitivamente sus impulsos agresivos, dejándolo en la fila de los perpetuamente infelices: se la ha enseñado a integrar una manera de represión, pero sin poder llegar a las fuentes de lo que tiene que quedar reprimido. ¿Y quién puede también educar y aliviar desde dentro esa úlcera que impide deshacerse de las causas antisociales del comportamiento, si ya no sirven los mejores medios de sujeción / subjetivación de la más potente organización –el Estado-Leviatán moderno- que ha dado la historia del género humano? Sólo quien desciende a manipular las fuentes de los Infiernos puede alcanzar un poder más largo que el poder de la superioridad bruta del Estado-Leviatán moderno, retratado pero exageradamente burlado en V de Vendetta, a partir del mito anglicano del dinamitero que casi voló la sede del Parlamento del Leviatán –y atención a ese casi, que lo ampara en una condena a perpetuidad que no habría tenido de haberse realizado. El enmascarado V es, a su vez, una figura salida de los infiernos, en el sentido en que aquí estamos viendo: en lugar de ser el manso obediente del buen Señor, es la energía desencadenada, la rebeldía ágil y explosiva que le falta a los Cielos de William Blake, con una expresión que –al menos en principio- se da en términos de acción directa. Su concreción individual como elemento disidente y herida perpetuamente sangrante es indiferente: cuando se quita la máscara puede ser cualquiera que haya sido desechado por el Estado-Leviatán totalitario. Pero esto, pese a la inferioridad numérica, le deja en una posición en la que no tiene nada que perder: la simpatía de las masas por los líderes neofascistas, así como su obediencia, no tiene más sustento que un momento de terror, parcialmente racional, parcialmente irracional, a la nueva guerra nuclear: se trata de un poder dependiente de las circunstancias y de una forma tosca y miope de la psique, esencialmente vinculada a su aspecto impersonal y másico, destinada al inmovilismo e incapaz de renovarse de modo satisfactorio. El Estado-Leviatán anglicano pintado en V de Vendetta, más allá de su talla, es la materia inerte y pasiva de un estado de nigredo espiritual que, como en la alquimia, tiene que dejar lugar a otra cosa. V, por contra, es eternamente renovado y resucitado, como el chivo expiatorio de la teoría de la mímesis de René Girard (1), una función esencial a la estructura total de la racionalidad finita y el sentimiento en la comunidad humana, por lo que su significado no puede desaparecer en el momento en que se supere el miedo postnuclear: V seguirá resucitando cuantas veces sea necesario, pues su función sale de la misma constitución de la vida en movimiento interminable. Paradójicamente, al caer el régimen del Leviatán anglicano, será el propio V quien salve al joven inspector de policía que andaba tras sus pasos de ser linchado por una multitud revolucionaria que, igual que antes obedecía, ahora desobedece y apalea sin atenerse a razones ni atinar en sus sentimientos. Como una necesidad interna permanente (no impuesta por ninguna instancia exterior) frente a toda vida psíquica que tienda a hacerse másica e indeferenciada, como una mezcla misteriosa de razón y sentimiento, de entendimiento y cuerpo, que impulsa la mejora permanente de los hombres concretos, V vuelve a entrar en acción como un mensajero de las energías infernales y agita la renovación como un fuego permanente. Esta función positiva de las energías del Infierno, en cuanto fusionables con las del Cielo, ha ido quedando olvidada en las posteriores obras de Moore, como muestra el que haya ido sustituyendo el interés en la doble función heroica-antiheroica de sus personajes-tipo por el anuncio de la virtual colonización de lo real por los hongos de Yuggoth, poniendo la lucha entre lo real y la ficción más allá del interés que la transformación de lo real en cuanto real por la ficción (en cuanto presente en la psique real) pueda ir teniendo.


Revelación final de V a las masas: su doble papel como potenciador y revulsivo frente a la multitud, como Razón y como Energía infernal (en el sentido de W. Blake), como héroe y antihéroe, como Batman y el Joker, tiene en este caso una función positiva en su conjunto. Posteriormente, la "segunda navegación" de Moore irá decantándose por una lectura pesimista de la doble función, optando éste por invitarnos a esperar más del papel del poeta y el ficcionador que del papel del hombre de acción: "hay quien miente para decir la verdad", advertía V.



Aunque en From Hell se nos cuenta que la fiesta del 5 de noviembre, aniversario del fracaso de Guy Fawkes, deja lugar a un apaleamiento colectivo, parcialmente racional y parcialmente irracional, y siempre en eterno retorno, del monigote del rebelde antiheroico (Moore y Campbell le dedican unas viñetas a la noche del 5 de noviembre de 1888, pintando la tradición anglosajona de la Noche de Guy Fawkes, o Bonefire Night), también sabemos por René Girard que la función del chivo expiatorio es la de recibir los palos, desplazar la culpa, regenerar los vínculos de la comunidad y permitir la continuación colectiva del mundo, entendiendo esta tarea no como un resultado fijo, sino como una puja por alcanzar lo habitable a la espera de lo utópico, en una época en que ni la Razón del género humano ha alcanzado su etapa final (ilustrada) ni es posible regresar a una vida dominada por los mitos. Veidt se encuentra justamente a un paso de abandonar para siempre la lógica que hace necesarios los chivos expiatorios como función antropológica y cultural. Posiblemente, con él se quemen el último monigote de Guy Fawkes y se desvíe la atención hacia el último chivo expiatorio (chivo ficticio: pues los chivos expiatorios reales que él pone en el altar son muchos otros habitantes de Nueva York). Ozymandias tiene que conseguirse un monigote semejante al de Guy Fawkes, y a ser posible, tan firme en su significado como el monigote del conspirador dinamitero, para así culparlo de la muerte de millones de habitantes de Nueva York en la etapa final de la infantilización del género humano. Al escoger la máscara de un terror extraterrestre adecuado al panteón de Lovecraft ha elegido un origen para su poder mucho más infernal que el que sustenta el régimen de la Inglaterra de V de Vendetta. Lovecraft tenía que ser la primera referencia silenciada para el diseño del chivo expiatorio definitivo (el monstruo-calamar de Nueva York), y no otra. La elección fisiognómica de tentáculos y una apertura facial con forma de vulva no dejaba lugar a dudas: estábamos ante un hijo de Yog-Sothoth, que es la llave y es la puerta. Sr. Snyder: la sustitución del monstruo por el Dr. Manhattan fue una maniobra racionalista, pero con eso sólo deshizo toda fidelidad posible para su adaptación, por lo que ésta perdía su conexión con el resto de la obra de Moore. Quizás –y ahí la tesis paradójica del Moore de Providence- el tal Lovecraft sí llegó, pese a la ignorancia de los miembros de la Estela Sapiente y de su abuelo materno, a desempeñar el puesto de Redentor, pero no desde luego como nadie hubiera esperado, ni si quiera como el propio Howards hubiera esperado. Al no dedicarse a actuar heroicamente, sino a poetizar, llegó –sin saberlo- a cumplir un papel crucial para el levantamiento final de los Infiernos: un acto mágico que se prolongado y ha dado frutos mucho después de su muerte. Él, y no el hijo de la Luna mediocre de Oliver Haddo (Harry Potter) se ha merecido, a juicio de Moore, un punto y final en la historia de la ficción. Él, Providence, pero siempre con la ayuda de un heraldo hermafrodita (Robert Black) que, sin embargo, sólo buscaba hacerse un renombre como escritor tras la pérdida de su amante.


El tema de la puerta (a otras dimensiones) se vuelve a poner sobre la mesa con la aparición del monstruoso "calamar" alienígena en la Nueva York de Watchmen. El diseño del "calamar", la gran máscara de los planes de Ozymandias, sólo podía tomar el hilo de la ficción de Lovecraft y los suyos y seguirlo hasta el final.


La clave del poder superior, que es estético y espiritual (metafísico, pero no por ello menor o más débil), exige ganarse el derecho a (o más bien privilegio de) hipnotizar al espectador con las bellas artes o con los géneros de entretenimiento derivados de éstas (incluyendo el cómic), para imprimirle la forma oculta o ideal que transforme y forme su sensibilidad, una vez éste baje la guardia ante el espectáculo; pues hacerlo mientras tiene la guardia alta resulta en una violencia directa y palmaria que sólo tiene el efecto precario de un corsé. Es este poder superior, por tanto, el privilegio de educar sin instruir y formar el “a priori” socializador necesario del que ha de venir la personalidad o subjetividad del individuo, su participación de la comunidad; pero educar y convencer sin tener que acudir todavía a la retórica, sino a la poética, y en ningún caso a la lógica. La propaganda política llega demasiado tarde cuando ya hay un ideal diferente operando en la sensibilidad, y es por esto que suele acompañarse de la lógica de la vigilancia y el premio. El “vencer sin convencer” achacado por Unamuno se tuerce hasta el punto de resultar que la convicción se hace, más que con palabras, con el ensalmo que anteriormente se ha ejecutado sobre éstas: quien se encuentra en disposición de convencer, ha vencido ya sin entrar en el campo de batalla; quien se encuentra en disposición de convencer, podrá, mediante la retórica, espolear todos los demonios e imponer el destino que temen todos los razonamientos. 



La cacería salvaje o Wilde Jagd (1889), lienzo de Franz von Stuck. Reproducido en From Hell como parte de los hechos de 1888 que explicarán el surgimiento cultural del movimiento nazi. ¿Copió el joven Adolf Hitler para su persona la apariencia del dios germano de la caza en este lienzo o ambos fueron inspirados por un tercero?

Antes comparábamos la diferente actitud de los dos grandes antagonistas de Watchmen frente a la costumbre de sentarse al televisor y participar de su contenido. Edward Blake, el Comediante, se deja recrear y poner en una comunidad de ánimo por los encantos de Venus, cuando se reclina en su sofá y se deja llevar en volandas, sin pedir ni poder recibir más explicaciones, por los amorcillos de un anuncio televisivo. Ahí, en ese momento, el Comediante ya no necesita mantener la guardia alta: pertenece gozosa y bobaliconamente a una comunidad que está más allá del mundo en que ha tenido que llenarse las manos de sangre. La comunidad se ve en el teatro tanto como se ve en el rito de la misa, y se hace tanto en una como en la otra, y en ambas mucho más que cuando los policías calman a la fuerza los ímpetus de una multitud que sólo sabe celebrar las saturnales y dejarse el alma en la borrachera del desorden público, pero cuyo malestar no recibe expresión adecuada, sino apenas sintomática; ahí, en el teatro, en la misa, en la penumbra televisiva del recogimiento en el hogar, con la guardia baja, en la supuesta intimidad protectora y en la clara inclinación a la asertividad del papel de espectador, es cuando se puede recibir más –bastante más- que el mero entretenimiento gustoso: se recibe la educación inútil, pero decisiva para cualquier aprendizaje posterior. Los poderes de subjetivación no son, primeramente, los poderes de represión y de instrucción coercitiva del Estado, sino los que alientan e imprimen cualquier ilusión adquirida y desarrollada desde las fases de embrión, cuando se está en lo que no se es más que en lo que se es. Cualquier inocente entretenimiento puede llevar una carga de profundidad que nos devuelva los ecos de una ciudad hundida hace eones, liberando formas que atraigan y transformen pasivamente a los que se dejan entretener; en cambio, los palos administrados por las fuerzas del orden llegan cuando ya el sujeto está activo, formado y en disposición de manipular y trabajar, de dar instrucciones y de recibirlas, de en suma, hacer vida extrauterina y no esperar el alimento espiritual y corporal del cordón umbilical. Batman o Superman no llegarán nunca a tiempo, sino que los malvados les habrán crecido antes, tan largos como sus respectivas sombras. En la vida pública ya hay un papel y unas defensas activas levantadas por el sujeto que limitan el efecto de los correctivos del Estado y los convierten en traumas exteriores; pero, ¿quién no queda expuesto y maleable como una arcilla blanda desde sus extrañas cuando renuncia como espectador a esa acción, cuando se permite relajarse y recrearse sin poder renunciar al mundo, retomando el papel paciente del que recibe el alimento a través del cordón umbilical, del que se transforma sin que su acción calculada sirva para nada, del que pone su actividad sin objeto externo que la recoja, del que sueña lo que conoce, del que asume su matriz como un primer cielo?

“Inmortales, los mortales; mortales, los inmortales; viviendo unos la muerte de aquéllos, muriendo los otros la vida de éstos”.

Digan esas palabras del Heráclito de Éfeso lo que digan, tengamos clara la advertencia de Aquiles: el juicio de Paris acerca de la belleza nunca tendría que haber dado lugar a esta penosa historia de luchas entre protagonistas y antagonistas, sino al más alto rapto poético. Ahora ya es tarde, siempre tarde, para desandar el camino.


El Incendio de Troya, por Juan de la Corte (colecciones del Prado). Olvidando que la guerra de Troya tiene su causa inmediata en un recreo placentero sobre la máxima belleza (el episodio del juicio de Paris), la ficción posterior a la Ilíada no sólo ha reflejado el carácter arquetípico de aquella guerra, sino que ha culminado en la repetición real de la escena entre los hombres. Antes de Homero, la psique colectiva, no dividida entre la realidad y el mito, no hubiera necesitado un proceso de reconciliación con lo divino. El carácter modélico y transcendental de la guerra entre la liga aquea y los troyanos es algo real; ahora bien, no sabemos, a día de hoy, si Troya y su guerra estuvieron ahí como algo realmente ser, o sólo fueron un motivo imaginario, resultado de los cantos recopilados por Homero. La arqueología excava hasta que la barrera entre la historia y la mitología queda realmente difuminada, por la imposibilidad de terminar de ubicar hechos y personajes que no dejaron nada escrito, pero sobre los que se escribe y canta. Con todo, los resultados de la leyenda no son ficticios, sino reales: Alejandro de Macedonia tomó tan en serio su aspiración a igualar las hazañas de Aquiles en el combate que unificó los imperios del mundo antiguo, y los propios romanos quisieron presentarse como descendientes del exiliado Eneas. La fijación con comprobar que la guerra de Troya fue tal, y que fue real, parece abundar en la objeción central de la lógica de la verdad al carácter ya completo y autosuficiente de la ficción: tenía que ser real, porque siendo real, sería todavía mejor. Pero, ¿es que algo es ya algo más cuando completa su ser con su existencia en un tiempo determinado? No así en la vida antigua, donde tantas veces se ha querido señalar la emancipación del logos respecto al mito, que culmina en el espíritu de la sofística y el escepticismo. El logos en realidad nunca se ha separado del mito: el mito se reanuda en cualquier momento, porque gran parte de lo que tenemos que dar por real e histórico viene del mito.

-----------------

NOTAS AL TEXTO

(1) Véase "The Philosophy of Christopher Nolan", en https://youtu.be/yCyeiGXgHig Aplicación de la doctrina de la mímesis de René Girard y el conflicto constitutivo de las sociedades históricas a la trilogía del Batman de Christopher Nolan.





La magia, una cuestión de conjunto (y IV)

 

El underground cultural también está en los infiernos. La baja cultura no defrauda. Aleister Crowley en la contracultura de 1969 y el mal viaje de Mina Murray. El largo hacer de la Providencia.


En relación al fenómeno moderno de la publicidad, así como al de los folletines ilustrados “para el gran público”, e incluso al de la pornografía y el sensacionalismo, la pareja Moore-Campbell en From Hell, al igual que la pareja Moore-Gibbons en Watchmen, ha ido dejando “sin necesidad de decirlo” una colección dispersa de evidencias gráficas que señalan la necesidad de poner en claro su verdadero papel cultural (antropológico): viñetas en las que los personajes desfilan ante grandes fachadas del Londres de 1888 en las que los rótulos y reclamos publicitarios saturan el campo visual, o escenas en las que los personajes no hacen sino hojear un cómic de piratas o ver la televisión, llamando la atención sobre el potencial mimético que se pone en juego, más allá de la psicología individual, en el despliegue de estas técnicas cotidianas de socialización circunscrita a un momento histórico, que tan rápidamente quedan soslayadas por la historia cultural. En Watchmen las referencias a la televisión, a las paredes cubiertas de cartelería, los rótulos publicitarios, etc… parecen ocupar un espacio temático más, tan importante con el de la acción de los personajes principales, hasta el punto de que es en una pintada callejera donde se lee la pregunta “¿quién vigila a los vigilantes?”. Y esa referencia se acompaña de todo un coro anónimo integrado por la cartelería pegada a las paredes, por los tumultos callejeros, por jóvenes integrados en su propio disfraz de tribu urbana y siguiendo a bandas de música que pasan del underground a llenar grandes coliseos. Ese escenario de los suburbios, museo de las formas arrabalescas de las bellas artes y el underground cultural, parece ofrecer un reflejo dentro de la forma general de la ciudad moderna de los fenómenos descontrolados que se mueven en un plano intermedio entre lo cotidiano y lo inconsciente, tal como los barrios de inmigrantes y los sótanos de vetustas casas son para Lovecraft un lugar donde se empiezan a manifestar las influencias de los dioses olvidados. Hasta el punto de que, llegados a la historia de Neonomicon – The Courtyard, necesariamente ambientada en los suburbios, caemos en la cuenta de que el personaje de Jhonny Carcosa, de una edad indeterminada, bien pudo ser el modelo (aderezado al gusto de lo que debía ser la América de la opulencia post-bélica) que inspiró la apariencia del Elvis Presley, desatador de histerias e hito de la nueva juventud: pues no sabemos si es el Rey Amarillo quien tomó el aspecto de “el Rey” para aparecerse miméticamente en su forma del siglo XX, o si fue esta epifanía del eterno Nyarlathotep la que inspiró, en un rapto macarra, el aspecto escénico de ése que iba a ser Elvis Presley. Sea cual fuera el original y sea cual fuera la copia, Jhonny Carcosa se deja ver entre los asistentes a un concierto de música rock gótica (Los Gatos de Ulthar), entre jóvenes tatuados con esvásticas y martirizados por la moda de las perforaciones cutáneas, para luego desaparecer durante una redada como una figura de una pintura mural callejera donde las dos dimensiones se confunden con los paisajes de Yuggoth, el planeta olvidado. De nuevo, un agente venido de los infiernos apunta la importancia mágica de un elemento trivial del escenario callejero contemporáneo –una pintura mural, en este caso- sobre el que deja las pistas que pueden conducir a la locura.



Jhonny Carcosa, también llamado "el Rey (de Amarillo)", da la cara como público y como musa siniestra de un concierto de punk-rock gótico, entre medias de la juventud disconforme y disforme. El argumento de The Courtyard se desarrollará posteriormente en Neonomicon y en Providence, donde en un excurso final, el Sr. Carcosa nos expondrá, en términos humanamente comprensibles pero indeterminados, qué es lo que hace el lenguaje Aklo con el que el trafica clandestinamente. En su cuarto vemos retratos de personajes populares del siglo XX: el Papa Juan Pablo II, Marilyn Monroe y Elvis Presley. Si Elvis se disfrazó de él o si él se disfrazó de Elvis es una cuestión para otro momento.


Seguir esta evolución de movimientos anónimos y modas pasajeras, cambios del gusto e infatuaciones colectivas que, sin hacer ruido, desgasta y vuelve a moldear la parte enterrada de nuestras vidas, es una tarea desconcertante y aparentemente exenta de lógica. Por más que se desee recurrir a Hegel, al materialismo histórico, o a la explicación funcionalista, siempre queda la deuda explicativa de por qué hay generaciones y movimientos discontinuos en el progreso de la literatura, estilos en las bellas artes, nuevos e imprevistos intereses por ciertos géneros de figura ficticia y por temas de series / melodramas televisados, o determinadas modas en el vestir, siendo sin embargo posible que, en lugar de todo esto, existiera una adaptación de los gustos generales que resulte meramente pragmática, en la forma de una cultura eterna universal que no necesite más que modificar alguna variable para engarzar con la vida de los individuos y los colectivos, sin tener que hacer el esfuerzo de producir e introducir una auténtica novedad que tome un rumbo imprevisto. Mirando las novelas de J. Verne se puede decir tanto que el género de la ciencia-ficción viene del mundo de finales del XIX como que el mundo del siglo XX viene de la ciencia-ficción de las novelas. No hay tal diferencia de nivel ni sobreposición de la “superestructura cultural” respecto de un supuesto cogollo económico o núcleo determinante del resto de la vida histórica. Mirar la galería formada por la escenas cotidianas de la vida cultural y las modas decorativas características de diferentes décadas y momentos de un lugar puede dar lugar, a posteriori, a un reconocimiento de un cierto desarrollo epigenético o “autodirigido” entre esa plétora de expresiones aparentemente triviales, que apunta a un ideal en evolución, como si estuviéramos viendo las fases de la vida de un solo sujeto en un corto lapso de tiempo, desde las fases embrionarias hasta su madurez: el desarrollo de la “ninfa” (acaso ninfa siniestra) que, ágil como una corza, salta de momento en momento entre los árboles y matojos de un bosque lleno de claroscuros, nos da atisbos de sus formas de vez en cuando, pero nunca se deja capturar en una fotografía definitiva, obsesionando siempre a Psique con el enigma acerca de cuál es la buena forma que recorre y explica el conjunto de sus transformaciones; es movimiento de coherencia ajena a nosotros a priori, pero reconocible a posteriori, hasta que se nos escapa de nuevo con un giro súbito de su dirección al correr hacia un lugar inesperado, haciéndose extraña a sí misma, y dejándonos como última conclusión la conjetura permanente que puede pervertirse hasta la locura. Encajamos esto con el desfile de estampas a cámara lenta con que, también, nos regala la adaptación cinematográfica de Watchmen inmediatamente después de matar al Comediante, mientras suena “Times -they are a changing” de Bob Dylan –otro tanto para el Sr. Snyder. De un triunfal comienzo de los Minutemen durante los años de la II Guerra Mundial pasamos, en una misma galería del largo museo de los paisajes culturales, a la huelga policial y el grito popular inarticulado que conduce a comienzos de los 80 a la prohibición de los justicieros enmascarados.


Si a mediados de la década de 1960 "los tiempos andan de cambios" en la América de la opulencia, nos podemos preguntar cuál fue el papel de la música popular y sus apóstoles en ello, tal como nos tendríamos que preguntar cómo los cantos recopilados por Homero en La Ilíada dispusieron el mundo de los griegos antiguos para el triunfo final de Alejandro el Macedonio.

El Hollis Mason de Watchmen se queja en su autobiografía (apéndices de los primeros números de la serie) de ese extrañamiento cultural que, tras vencer al Eje en 1945, lleva a que los jóvenes americanos prefieran la causa del joven rebelde sin causa o el beatnik -y después el movimiento hippie, el rock de los 70 y la contracultura- antes que los valores que América había propuesto al mundo, un giro involuntario y espontáneo de la cultura que finalmente decretará la prohibición de los justicieros enmascarados y el olvido de los superhéroes. Y por otro lado, comprobamos que las sucesivas formaciones de La Liga de los Hombres Extraordinarios: Century con una inmortal Mina Murray a la cabeza, se las tienen que ver en el siglo XX con los diferentes paisajes humanos que van desfilando ante sus ojos, desde la Europa de 1910 en que se está preparando la Gran Guerra –con Francia y Alemania ya defendidas por sus respectivas réplicas de la Liga de talentos British- hasta el reflejo en la juventud insular del éxito del rock de Elvis y compañía en los EEUU de los años 60, con el vuelco hacia el Infierno que esto habría de dar tras el concierto de 1969 de los Rolling en Hyde Park –Black Sabbath, Led Zeppelin y Deep Purple se encargarán de hacer sonar el réquiem por los Beatles inmediatamente después. Es en la sucesión de los tiempos, las modas, y los nuevos movimientos (vistos como “contraculturales”) a los que se suma la juventud, mientras vamos siguiendo los infortunios de la Liga de los valedores extraordinarios de Inglaterra, donde la atención a las modas se convierte en un continuo (y obligado) acompañamiento. Y el papel de los Hombres Extraordinarios en esta sucesión, como el de sus rivales, no deja de ser paradójico, inconsciente y precario: si en 1910 le desvelan al ocultista Oliver Haddo / Crowley, en un heroico y torpe enfrentamiento, que éste había de tener un plan para engendrar con artes mágicas un hijo de la Luna que pusiera el mundo del Imperio Británico patas arriba –cuando él en realidad no estaba en ello hasta ese momento-, dando pie a la Gran Guerra poco después, en 1969 descubren que, en mitad de la efervescencia del hippismo y el rock británico, de la revuelta contracultural, y con ocasión de un concierto de los Rolling Stones en Hyde Park (Rolling Stones o Purple Orchesta, o como tengan que llamarse), el ocultista moderno va a tomar las riendas, desde un nuevo cuerpo, de las influencias mágicas que este acto contracultural ha de ejercer sobre la juventud congregada, para así propiciar el advenimiento del hijo (o de la prole, más bien) de la Luna. En el momento culminante del concierto de Hyde Park, el acto mágico, que no puede sino tener lugar ahí, entre las masas congregadas por las energías rebeldes y antipuritanas de los infiernos, requiere que resuene en miles de cabezas Simpathy for the Devil. Mientras el nuevo rock británico queda oficializado, oficiado y consagrado como señal del fin de las viejas formas en dicho acto, son liberadas las nuevas maneras de ser que hasta ese momento no tenían carta de naturaleza. Y sin embargo, gracias o a pesar de la intervención de Mina, cuya acción precaria y bienintencionada desvía el plan del ocultista, los actos de Haddo se le tuercen más allá de sus intenciones, para que otra cosa –igualmente mágica- siga adelante: estas nuevas maneras no serán ni lo que el antagonista Haddo buscaba producir ni lo que la protagonista temía perder, sino lo que el propio terreno de la Imaginación había decretado. Al final del volumen The League(…): Black Dossier, de la misma serie, un emisario negro, probablemente Nyarlathotep, se cruza con Mina y Quatermain durante su visita al Mundo Llameante (Blazing World) para seguir el desarrollo de su plan, encaminado a recobrar para los habitantes de Fantasía el estatus usurpado por lo real, “lo que es ser”. El resultado del acto mágico no será nunca ni exactamente el hijo de la Luna buscado por Haddo, ahora convertido en otro agente más de un plan que le supera y que se le va de las manos, ni la preservación del Imperio Británico y el bien común a la que se debe la Liga, pues el nuevo rock británico ya ha roto irreversiblemente el espíritu apolíneo de la bella eticidad nacional británica. El enfrentamiento protagonista-antagonista desvela que esencialmente, cada uno buscando lo suyo y actuando desde su lado del escenario, colaboran en una acción que está más allá de las potestades e intenciones de ambos, que como Batman y el Joker, nunca podrán separarse: los actos de unos, conjugados con los de otros, desbordan su significado hasta parecer encaminados por los planes de un tercero, o más bien impulsados por la dinámica de las fuerzas combinadas de los cielos y los infiernos, cuyo fin final sólo se manifestará andando los tiempos, dando lugar a nuevas épocas de por medio (“la Providencia”, esto es, Providence, da cuenta de ello cuando ya todo nuestro razonamiento es inútil). Como resortes de una maquinaria teatral que los envuelve, ninguno de ellos, ni protagonista ni antagonista, llegará nunca a ocupar el lugar del autor dramático, si es que propiamente existe autor y no una improvisación impersonal que va siempre por delante de los actores. El malvado ocultista queda apartado del éxito previsto de su plan, y sin embargo ha servido como un agente necesario. Pues como bien cantó el poeta Ozzymandias (Orborne) en memoria del que acaba de fallar y ha hecho fallar a Mina:

Mr. Charming, did you think you were pure?
Mr. Alarming, in nocturnal rapport
Uncovering things that were sacred
Manifest on this Earth
Ah, conceived in the eye of a secret
And they scattered the afterbirth
Mr. Crowley, won't you ride my white horse?
Mr. Crowley, it's symbolic of course



Un "mal viaje" de Wilhelmina Murray en 1969, durante un fracasado intento de posesión (infernal) del ocultista Oliver Haddo sobre la persona predispuesta de Mick Jagger, mantendrá a la Liga de los Extraordinarios Valedores de Albión fuera de escena hasta 2009, año en que el paisaje de Fantasía espera la llegada apocalíptica del hijo (mágico) o Anticristo, habiendo resistido hasta entonces a base de mujeriegos agentes 007.


Escuchamos otra vez: “descubriendo cosas que eran sagradas / manifiestas sobre esta Tierra / de un secreto en el ojo concebidas / y [que] dispersaron la placenta“… y preguntamos otra vez: ¿la placenta de qué o de quién? Como espectadores, nos vemos envueltos en la misma ignorancia que el dúo protagonista / antagonista en medio de la acción heroica. Pasando las páginas de La Liga, andando los tiempos, resultará que la placenta esparcida por Crowley a los cuatro vientos es también (aparentemente) la caricatura de sus propósitos de engendrar un hijo de la Luna, pues el resultado del plan del ocultista se agotará en algo –o más bien en alguien- cuya llegada el propio Haddo / Crowley no podía divisar, y que él percibe como el fracaso en su única oportunidad de liberar el fuego de ese apocalipsis mágico que buscaba desde 1910. Al encontrarse en el colegio oculto (Hogwarts) con su hijo de la Luna, siendo ya éste adulto, el antagonista mostrará su decepción, aceptando que sus actos han quedado expuestos a un resultado ridículo: “eres un Anticristo banal, un hijo de la Luna trivial”. De un acto mágico interruptus sólo ha podido salir un hijo de la Luna deforme: el subsuelo infernal de la Imaginación del mundo contemporáneo, parece ser, no albergaba materia ni mana suficiente como para dar lugar a un Hijo de la Luna como es debido. Igual que los sucesivos 007 (el nuevo héroe British) con los que se va topando Mina en sus tratos con el MI5 británico son unos sustitutos triviales de los amigos de Mina -Allan Quatermain, Hyde, Nemo, el hermafrodita Orlando y compañía-, el enemigo con el que se van a encontrar finalmente no será sino un Anticristo light: el reflejo, el correlato ficticio (o una semilla ultraterrena) a la medida de un mundo en el que hay matanzas con arma de fuego en los institutos de secundaria e invasiones humanitarias preventivas por parte del Imperio, a las mismas tierras donde antes llegaban las falanges de Alejandro Magno: mal banal para muchos, mal sin el recorrido que podían tener los planes de los primeros enemigos de la Liga (Moriarty, Fu Manchú, los marcianos invasores de Welles), pero mal, a fin de cuentas. Y ojo: quien, en la trama ficticia donde habitan Mina y La Liga(…) resulta el antagonista final según la lógica interna del espejo de la ficción, se replica como el protagonista final en la cultura de comienzos del siglo XX, de acuerdo con la lógica de la trama de lo que realmente es ser, en la que estamos nosotros –concedamos que Moore anda ya más allá que acá. Y es que, después de Harry Potter, ¿habrá alguien capaz de merecer un nuevo volumen de La Liga, o sólo ya el vacío insípido de los maniquíes, que nos compele a rebuscar un mejor entretenimiento en los ajados libros de nuestros abuelos?


 


Ambientado en los años 50, La Liga(…): Black Dossier presenta una Inglaterra donde ya ha aterrizado el espectro de la Guerra Fría, la carrera espacial y el agente 007. Por supuesto, se dedica una atención especial a la publicidad comercial de la época, como ya había sucedido en From Hell. 

 

 El hecho ficcional a considerar y desmadejar dentro de la conclusión de Alan Moore es éste: para saber algo del tullido y paticorto hijo de la Luna / Anticristo (anglicano) que resultó del acto mágico supuestamente fracasado en el concierto de rock de 1969, tenemos que fijarnos en el repentino interés generado en las masas juveniles por la figura de un cierto aprendiz de magia y hechicería de finales del siglo XX, cuya frente lleva la señal de un destino funesto. Dejando aparte juicios y prejuicios estéticos y literarios, es necesario que aceptemos como un hecho social y ficcional significativo la existencia de un Harry Potter y su importancia y aparición en el paisaje de la Fantasía del mundo contemporáneo. El día que la señorita J.K. Rowling comenzó a escribir la primera página de HP y la piedra filosofal, algo nació de verdad y se transformó efectivamente en el paisaje oculto bajo las tierras occidentales en el que habían existido los personajes de la Odisea, a medio camino entre la realidad y la ficción, entre el ser y el no-ser; o más bien, algo se removió ese día en los infiernos de la Imaginación, y J.K. Rowling tuvo que escribir algo para dejar constancia de ello. Sí: decimos –siguiendo a Moore- que algo hay necesariamente inspirado en lo que ha dejado escrito J.K. Rowling, aunque no desde luego como contaba Aleister Crowley que le habían inspirado su Libro de la Ley. Para terminar la historia de la Liga de los valedores de Albión, Moore ha tenido que asumir –o ha tenido que poner la vista en- la aparición a finales del siglo XX, como inmediato fenómeno de masas, de una serie de novelas juveniles sobre estudiantes que acuden a una oculta escuela-internado de magia (British style) mientras se les viene encima, o se van echando encima, el cataclismo de la resurrección de un Señor Oscuro de las artes mágicas que desprecia a la humanidad no-mágica (unas artes mágicas, por cierto, presentadas y representadas en su componente más similar a la manipulación tecnológica moderna de los fenómenos naturales, sin entrar en complicaciones metafísicas sobre el sentido de la alquimia). Como veníamos explicando, Moore relaciona la aparición y –atención a lo que viene- el éxito social espontáneo de esta serie de noveletas post-pulp con el fracaso de Oliver Haddo / Crowley a la hora de generar un antimesías mágico en Inglaterra mediante artes mágicas. En algún momento, la manipulación infernal (frustrada) realizada en 1969 por Haddo durante el concierto de los Rolling en Hyde Park y en todos los años que llevan a dicho concierto como su hito visible, colaboró en la preparación de este advenimiento de un nuevo interés por lo mágico y por su paradójica banalización. The Magical Revival (1972) de Kenneth Grant, como El Libro de la Ley de Crowley de 1904, han puesto hitos de la nueva magia (la post-psicodelia y la moda burguesa del ocultismo de comienzos del XX) y después reverberado sus influencias en el inframundo de los espectros contemporáneos, hasta verse definitivamente ridiculizados, incomprendidos y caricaturizados en este súbito e inexplicable interés generado por la figura del Sr. Potter, a causa y a pesar del aparente éxito cultural del Imperio Británico. El Sr. Moore no va a limitarse, ni mucho menos, a centrar su explicación del éxito de Harry Potter en la presunta eficacia de la maquinaria del mercado de consumo entusiasta para la generación de deseo entre los inermes espectadores, sino que apuntará a algo que, viniendo formalmente dentro –o en el subsuelo- de la figura de Harry Potter y su entramado ficcional, permite que su peculiar género de acción teatral y su trasfondo de sentido, y especialmente éstos y no otros, sean inmediatamente aceptados como propios del mundo de los lectores jóvenes de finales del siglo XX. ¿Quién puede decirle a los jóvenes lectores infatuados de Harry Potter que su interés en dicha seria de novelitas para jóvenes se debe principal o exclusivamente a la necesidad de vender libros, muñecos y todo tipo de artículos vagamente relacionados con los personajes, y que es un epifenómeno de la verdadera función social -comercial- de esas novelas? Según lo que viene sosteniendo esta interpretación, la verdadera magia de Harry Potter no es la que se pinta en sus escenas cuasi-cinematográficas, sino en los actos que han preparado el subsuelo de la Imaginación colectiva para que dicha serie ficción llegue a ser, y llegue a ser exitosamente. Roturar un terreno oculto y bajo la capa accesible a los actos conscientes; roturarlo para sembrar una semilla de una especie desconocida y así, sembrar para cosechar un fruto desconocido en el futuro incierto, es algo que se ha tenido que hacer por quienes no hemos conocido directamente y en el día en que no pudimos estar presentes.





Y al hablar de The Magical Revival de Kenneth Grant, se nos da el último pretexto que necesitábamos para pasar a mortificarnos en público por nuestra culpable admiración, compartida por el chamán de Northampton, por alguien cuyo valor ha sido arrinconado en el terreno del pulp por los juiciosos y entendidos literatos y críticos culturales: Howards Philip Lovecraft. ¿Cómo me pueden explicar a mí que las historias de H.P. Lovecraft hayan dado ocasión a tanto merchandising andando los años y las décadas, cuando el propio Lovecraft murió en la penuria económica, y cuando su obra ha ido siendo objeto de una difusión siempre dificultada y limitada por el tipo de ficción que le tocó escribir? ¿Por qué Lovecraft no ha quedado olvidado una vez se dejaron de vender las revistas pulp donde se publicaron sus historias? ¿De dónde la fijación con la existencia de un Necronomicón fuera de la inventiva de Lovecraft, y por qué los intentos de reconstruirlo como una obra con existencia propia? La explicación de Moore, siguiendo a su manera la tesis de Kenneth Grant sobre el carácter mágico, inspirado y psicodélico de la obra de Lovecraft, creo que está sugerida en Providence, si entendemos que el argumento enlaza con lo que vemos al final de La Liga(…): Black Dossier: todo el devenir de la ficción hacia una entretenida pero insustancial versión contemporánea de los héroes eternos –léase 007, léase Harry Potter-, que nos dejan a nuestro alrededor un panorama desesperante de ficciones y ensoñaciones colectivas giligoyescas (goyescas por la deformidad que parecen haber tomado del estilo de los aguafuertes del fuendetodino) no pueden sino tener el sentido de hacernos asumir como salida deseable y creíble el cataclismo o la destrucción ficcional (que no necesariamente real) del mundo contemporáneo, e incluso de hacérnosla desear desde lo más hondo e incomprendido de nuestra sustancia cultural e histórica, desde el tuétano de eso que los seguidores de Freud siguen llamando el Tánatos (impulso de destrucción). Este devenir, que nos acerca inevitablemente a los cuentos de Lovecraft, responde a un plan providencial para devolver el ser de la realidad a su sitio tras el presunto paso “del mito al logos”, a un plan para restaurar los derechos del ser de lo ficticio frente a “lo realmente ser”, y además hacerlo en la única manera en que era posible: no a través de rituales reales ejecutados mediante técnicas manipulativas en el seno de la realidad (fracasan todos los que intentan batir a la realidad por medio de cultos prohibidos realmente ejercitados: unos tiroteados por el FBI y otros consumidos por fórmulas mágicas que no dominan), sino a través del relato ficcional de dichos rituales y cultos inenarrables, un relato que, como tal relato de ficción, debía comenzar en el canon imitativo de lo verosímil para luego desmoronarlo (de ahí el género de “horror sobrenatural”), llevando al lector desde lo conocido hasta la sugerencia más que suficiente de un horror ilimitadamente desconocido e incognoscible desde la lógica real; este relato, sin importar que se estuviera realizando hechicería en la realidad o no, debía darse a conocer a todo el mundo a través de alguien que viviera para dejar las esporas de la vida de Yuggoth esparcidas por la imaginación colectiva, y así permitirles colonizar el subsuelo a su propio ritmo y según sus propias formas (mágicas). De esta manera, Lovecraft, que escribía sin tener que preocuparse –como autodefinido racionalista- de aclarar que las fuentes de su obra eran fingidas y no hechos reales, se las apañó para difuminar con sus relatos la prohibición racional que separa el ser de lo que es del no-ser de la ficción en la intimidad de generaciones de lectores, mientras éstos andaban, como el Comediante ante su televisor la noche de su muerte, con la guardia baja. Y era fundamental –aquí el genial aporte de Moore- que esos relatos estuvieran virtualmente “dados”, “revelados” (en este caso, por un mensajero libre y bienintencionado: el periodista Robert Black, que traslada éstos a Lovecraft a través de un diario, y no por medio de espíritus); era esencial que esos relatos estuviera despojados de cualquier origen comprobable en la psicología efectiva e individual del narrador, y que se encontrasen ellos solos con el narrador adecuado, en el momento adecuado y el lugar adecuado: Norteamérica, resultado cultural de la diáspora de sectas minoritarias y sospechosos de brujería, hija del miedo a sus propios indios y a sus vastos paisajes; producto y causa de la colonización incesante del Oeste que se desplaza siempre hacia más allá y que nunca es suficiente –ad astra per aspera- , y primera nación en dejar la religión “como un hecho privado” por presunto amor del deísmo y el librepensamiento. En Providence, Robert Black se propone escribir –sin más- sobre la América oculta a la vista en Nueva Inglaterra, en la que él, como homosexual y extraño, tiene siempre puesto un pie, por bien que lo disimule con su éxito como periodista (otro personaje como el de Un pequeño asesinato). Esa Norteamérica pública y presente en los libros de Historia contemporánea era esencialmente desde antes una cara visible de un “país oculto”, con una vida soterrada oculta a la vista de todos, pero que luego cobra forma, o una pluralidad de formas: Yuggoth. El underground o subsuelo psíquico de su paisaje estaba preparado ya como el de ningún otro lugar-tiempo para albergar las fantasías sobre hechicería a las afueras de Arkham / Salem e hibridación con seres monstruosos y degeneración racial en los arrecifes de Newburyport. Joseph Curwen (El extraño caso de Charles Dexter Ward) o el patriarca Marsh (La Sombra sobre Innsmouth) producirán sin saberlo su último hechizo, siempre en favor del retorno de los dioses olvidados, por medio de la pluma del escritor que les tenía que dedicar su vida, y que después de salir de Nueva York para regresar a su ciudad natal, no pudo volver a hacerse esperanzas sobre encontrar en el mundo contemporáneo el encanto perdido de sus ensoñaciones sobre las ciudades de civilizaciones pasadas; ese escritor escogido, quien había recibido en la intimidad de su hogar, tanto los cuentos de Poe y Lord Dunsany como las historias orales de su abuelo sobre brujas y númenes de los bosques y mares de Nueva Inglaterra, será quien, fracasando como escritor racionalista, tenga el mayor éxito posible como mago (involuntario), con un lugar principal como transformador de la diferencia entre lo real y lo ficticio, y así, como explorador de las vías subterráneas de paso entre los sueños –o más bien pesadillas- y los paisajes reales de su país. En la América de Lovecraft, un homosexual como Robert Black, viviendo en las catacumbas de dicha civilización tan pronto abandonaba su máscara de soltero, era alguien íntimamente extraño a la normalidad aceptable y amigo del subsuelo; él, pese a su negro destino, era el elemento mediador que habría que poner en la rueda de transmisión entre las fantasías de la América oculta y el propio Lovecraft, para alejarla de su primera presentación como algo real –o semejante e inferior a lo real, como la pesadilla- y dejarla libre en su condición propia de ficción relatable. Sólo lo ficticio, en cuanto ficticio, podía dar lugar a una transformación del ser de lo real que pudiera difuminar esa supuesta anterioridad e impermeabilidad de lo que “es realmente ser” frente a lo que lo que no es. Sí: el delirio ontológico (e idealista) de Providence, verbalizado finalmente por una explicación del Rey de Amarillo sobre lo sublime terrible, se merece que le hagamos a esa magistral serie un estudio separado, pues por momentos, la doctrina ocultista se permite tomar el formato de una filosofía del ser en cuento ser. Las lecciones de filosofía idealista alemana con las que se justifica cómo el lenguaje Aklo (nombrar lo innombrable) permite esta evolución son la prueba de que o bien en Moore está la idea de Naturaleza de Schelling o bien Schelling tuvo algún contacto con la Sociedad de la Estella Sapiente, o con Swedenborg a través de Kant.



Providence: los disturbios callejeros de Boston en 1919 anteriores al acta Volstead (“ley Seca”) durante la huelga de los policías, son un antecedente sociológico que puede explicar el contexto de crimen organizado y atracos a mano armada donde aparecerían los cómics de superhéroes y los Minutemen de Watchmen en los 40. Pero explicar cómo la vida psíquica carente de individuación, reinante entre los que somos llamados “el populacho”, lleva a tal escenario, y luego gira para engrosar el esfuerzo de guerra contra el Eje, es un enigma que dejamos para los discípulos de Jung.  


De haber un libro o una amalgama de páginas y relatos entrecruzados que, como el Necronomicón o comoEl Rey de Amarillo de R.W. Chambers, conduzca a la locura –o al menos a la desesperación y al suicidio- al ser leído, y mientras desde el lado del ser no podamos recobrar lo que a dicho libro se le ha perdido para siempre en el no-ser, como páginas arrancadas y desperdigadas por los vientos en los paisajes de la umbría Carcosa, no tendremos que buscar la causa de dicha locura en lo que dice, sino en lo que no nunca llega a decir, porque cae del lado donde las palabras ya no llegan, pero donde el ser se rasga para dejar pasar lo que no es, como en el lenguaje Aklo. El conjunto de las obras de Lovecraft, los que le han precedido y los que le han seguido ejerce, a falta de un texto separado y manejable, reproducible y analizable como lo sería un incunable, esa función cultural que tendría el Necronomicón inspirado, sin que haya necesidad de que tengamos un Necronomicón canónico y real localizado en alguna biblioteca y realmente existente. El conjunto de las obras de Lovecraft, sus referencias cruzadas con “el círculo epistolar” donde se fueron labrando los mitos, así como su repercusión posterior, valdrían, hasta donde humanamente podemos llegar, como un corpus que, contemplado desde la distancia y con conocimiento suficientemente del mismo y sus implicaciones simbólicas y mágicas –según Moore- , conduce inevitablemente a toparse con la desesperación y acaso hasta la locura. Acabamos otorgando así a ese corpus de los mitos de Cthulhu, vicaria pero suficientemente, el lugar y el poder del Necronomicón, cuyas funciones viene a realizar igual: el título o lugar del libro que va volviendo loco a lo largo de sus páginas le corresponde, pues por el conjunto de la obra de Lovecraft los nombres de lo muerto han vuelto a esparcirse y a ejercer su influjo entre los hombres reales, preparando sus ánimos para un advenimiento ajeno a la lógica de lo real. Como el libro El Rey de Amarillo, mencionado por diferentes relatos y personajes en la obra homónima de Robert W. Chalmers y sólo presentado a retazos, lo que asoma la patita al recorrer y reconocer las implicaciones de los harapos de la capa del Rey (aunque sean ficticios) basta para llevar a la desesperación: la vestimenta del Rey de Amarillo –mencionada siempre bajo el problema y la obsesión sobre si es vestimenta o es su cuerpo- aparece en retazos, ondulante, hecha siempre jirones, múltiple, como sus apariciones en relatos desperdigados e insuficientes que fascinan y hechizan a quien intenta abordarlos seriamente, como debe hacerse. Aunque nunca vayamos a tener un volumen real conteniendo la obra llamada Necronomicon, su mera presencia y sugerencia ficcional a lo largo de las obras de Lovecraft y sus seguidores –incluyendo lo que el propio Moore haya podido añadir mediante la trama de Providence- ya es causa suficiente para que se cumpla su destino y su función, pues los retazos dispersos, sin tener peso real, rozan y hacen sonar suficientemente las cuerdas adecuadas en la Imaginación colectiva, llevando en sí ya la crisis final de ésta, y siendo el vehículo necesario de la locura y la desesperación/suicidio de los protagonistas: no la locura de un hombre, sino el rapto final de toda la Imaginación del mundo contemporáneo, culminada en la revelación definitiva de Yuggoth en las ciudades de Nueva Inglaterra. Ésta es, creo, la tesis última de Moore en Providence, y de ahí el papel de Redentor que se le reserva a Lovecraft; pero todo se verá más adelante, cuando podamos decirle un tiempo al análisis de esta segunda obra –aunque, por otro lado, según escribo estas líneas me doy cuenta de que, en efecto, mi corazón desespera, y quién sabe si la vanidad de firmar esas líneas podrá más que este presentimiento ominoso que nos invade al considerar.



Conocida es la referencia del melodrama televisivo True Detective al inexistente, pero no por ello menos poderoso, Rey de Amarillo. Hay también una serie reciente (Lovecraft Country) que hace pensar que el éxito secreto de la obra de Lovecraft se debe a que lo era ya cultura popular pulp en su tiempo y entretenimiento facilón tenía que volver a encontrar a su público en las masas, aunque fuera con retraso. Pero las masas para las que escribía Lovecraft resultaron llegar después de que su obra estuviera disponible. El Rey de Amarillo ha pasado de enloquecer a los snob decadentes de París que pintaba R.W. Chambers a mostrarse descaradamente a la muchedumbre, como si estuviera ya integrado para siempre –o para nunca, mejor dicho- en nuestro paisaje.