El underground cultural también está en los infiernos. La baja cultura no defrauda. Aleister Crowley en la contracultura de 1969 y el mal viaje de Mina Murray. El largo hacer de la Providencia.
En relación al fenómeno moderno de la publicidad, así como al de los folletines ilustrados “para el gran público”, e incluso al de la pornografía y el sensacionalismo, la pareja Moore-Campbell en From Hell, al igual que la pareja Moore-Gibbons en Watchmen, ha ido dejando “sin necesidad de decirlo” una colección dispersa de evidencias gráficas que señalan la necesidad de poner en claro su verdadero papel cultural (antropológico): viñetas en las que los personajes desfilan ante grandes fachadas del Londres de 1888 en las que los rótulos y reclamos publicitarios saturan el campo visual, o escenas en las que los personajes no hacen sino hojear un cómic de piratas o ver la televisión, llamando la atención sobre el potencial mimético que se pone en juego, más allá de la psicología individual, en el despliegue de estas técnicas cotidianas de socialización circunscrita a un momento histórico, que tan rápidamente quedan soslayadas por la historia cultural. En Watchmen las referencias a la televisión, a las paredes cubiertas de cartelería, los rótulos publicitarios, etc… parecen ocupar un espacio temático más, tan importante con el de la acción de los personajes principales, hasta el punto de que es en una pintada callejera donde se lee la pregunta “¿quién vigila a los vigilantes?”. Y esa referencia se acompaña de todo un coro anónimo integrado por la cartelería pegada a las paredes, por los tumultos callejeros, por jóvenes integrados en su propio disfraz de tribu urbana y siguiendo a bandas de música que pasan del underground a llenar grandes coliseos. Ese escenario de los suburbios, museo de las formas arrabalescas de las bellas artes y el underground cultural, parece ofrecer un reflejo dentro de la forma general de la ciudad moderna de los fenómenos descontrolados que se mueven en un plano intermedio entre lo cotidiano y lo inconsciente, tal como los barrios de inmigrantes y los sótanos de vetustas casas son para Lovecraft un lugar donde se empiezan a manifestar las influencias de los dioses olvidados. Hasta el punto de que, llegados a la historia de Neonomicon – The Courtyard, necesariamente ambientada en los suburbios, caemos en la cuenta de que el personaje de Jhonny Carcosa, de una edad indeterminada, bien pudo ser el modelo (aderezado al gusto de lo que debía ser la América de la opulencia post-bélica) que inspiró la apariencia del Elvis Presley, desatador de histerias e hito de la nueva juventud: pues no sabemos si es el Rey Amarillo quien tomó el aspecto de “el Rey” para aparecerse miméticamente en su forma del siglo XX, o si fue esta epifanía del eterno Nyarlathotep la que inspiró, en un rapto macarra, el aspecto escénico de ése que iba a ser Elvis Presley. Sea cual fuera el original y sea cual fuera la copia, Jhonny Carcosa se deja ver entre los asistentes a un concierto de música rock gótica (Los Gatos de Ulthar), entre jóvenes tatuados con esvásticas y martirizados por la moda de las perforaciones cutáneas, para luego desaparecer durante una redada como una figura de una pintura mural callejera donde las dos dimensiones se confunden con los paisajes de Yuggoth, el planeta olvidado. De nuevo, un agente venido de los infiernos apunta la importancia mágica de un elemento trivial del escenario callejero contemporáneo –una pintura mural, en este caso- sobre el que deja las pistas que pueden conducir a la locura.
Jhonny Carcosa, también llamado "el Rey (de Amarillo)", da la cara como público y como musa siniestra de un concierto de punk-rock gótico, entre medias de la juventud disconforme y disforme. El argumento de The Courtyard se desarrollará posteriormente en Neonomicon y en Providence, donde en un excurso final, el Sr. Carcosa nos expondrá, en términos humanamente comprensibles pero indeterminados, qué es lo que hace el lenguaje Aklo con el que el trafica clandestinamente. En su cuarto vemos retratos de personajes populares del siglo XX: el Papa Juan Pablo II, Marilyn Monroe y Elvis Presley. Si Elvis se disfrazó de él o si él se disfrazó de Elvis es una cuestión para otro momento.
Seguir esta evolución de movimientos anónimos y modas pasajeras, cambios del gusto e infatuaciones colectivas que, sin hacer ruido, desgasta y vuelve a moldear la parte enterrada de nuestras vidas, es una tarea desconcertante y aparentemente exenta de lógica. Por más que se desee recurrir a Hegel, al materialismo histórico, o a la explicación funcionalista, siempre queda la deuda explicativa de por qué hay generaciones y movimientos discontinuos en el progreso de la literatura, estilos en las bellas artes, nuevos e imprevistos intereses por ciertos géneros de figura ficticia y por temas de series / melodramas televisados, o determinadas modas en el vestir, siendo sin embargo posible que, en lugar de todo esto, existiera una adaptación de los gustos generales que resulte meramente pragmática, en la forma de una cultura eterna universal que no necesite más que modificar alguna variable para engarzar con la vida de los individuos y los colectivos, sin tener que hacer el esfuerzo de producir e introducir una auténtica novedad que tome un rumbo imprevisto. Mirando las novelas de J. Verne se puede decir tanto que el género de la ciencia-ficción viene del mundo de finales del XIX como que el mundo del siglo XX viene de la ciencia-ficción de las novelas. No hay tal diferencia de nivel ni sobreposición de la “superestructura cultural” respecto de un supuesto cogollo económico o núcleo determinante del resto de la vida histórica. Mirar la galería formada por la escenas cotidianas de la vida cultural y las modas decorativas características de diferentes décadas y momentos de un lugar puede dar lugar, a posteriori, a un reconocimiento de un cierto desarrollo epigenético o “autodirigido” entre esa plétora de expresiones aparentemente triviales, que apunta a un ideal en evolución, como si estuviéramos viendo las fases de la vida de un solo sujeto en un corto lapso de tiempo, desde las fases embrionarias hasta su madurez: el desarrollo de la “ninfa” (acaso ninfa siniestra) que, ágil como una corza, salta de momento en momento entre los árboles y matojos de un bosque lleno de claroscuros, nos da atisbos de sus formas de vez en cuando, pero nunca se deja capturar en una fotografía definitiva, obsesionando siempre a Psique con el enigma acerca de cuál es la buena forma que recorre y explica el conjunto de sus transformaciones; es movimiento de coherencia ajena a nosotros a priori, pero reconocible a posteriori, hasta que se nos escapa de nuevo con un giro súbito de su dirección al correr hacia un lugar inesperado, haciéndose extraña a sí misma, y dejándonos como última conclusión la conjetura permanente que puede pervertirse hasta la locura. Encajamos esto con el desfile de estampas a cámara lenta con que, también, nos regala la adaptación cinematográfica de Watchmen inmediatamente después de matar al Comediante, mientras suena “Times -they are a changing” de Bob Dylan –otro tanto para el Sr. Snyder. De un triunfal comienzo de los Minutemen durante los años de la II Guerra Mundial pasamos, en una misma galería del largo museo de los paisajes culturales, a la huelga policial y el grito popular inarticulado que conduce a comienzos de los 80 a la prohibición de los justicieros enmascarados.
El Hollis Mason de Watchmen se queja en su autobiografía (apéndices de los primeros
números de la serie) de ese extrañamiento cultural que, tras vencer al Eje en
1945, lleva a que los jóvenes americanos prefieran la causa del joven rebelde
sin causa o el beatnik -y después el movimiento hippie, el rock de los 70 y la contracultura- antes que los valores que
América había propuesto al mundo, un giro involuntario y espontáneo de la
cultura que finalmente decretará la prohibición de los justicieros enmascarados
y el olvido de los superhéroes. Y por otro lado, comprobamos que las sucesivas
formaciones de La Liga de los Hombres
Extraordinarios: Century con una inmortal Mina Murray a la cabeza, se las
tienen que ver en el siglo XX con los diferentes paisajes humanos que van
desfilando ante sus ojos, desde la Europa de 1910 en que se está preparando la
Gran Guerra –con Francia y Alemania ya defendidas por sus respectivas réplicas
de la Liga de talentos British- hasta
el reflejo en la juventud insular del éxito del rock de Elvis y compañía en los
EEUU de los años 60, con el vuelco hacia el Infierno que esto habría de dar
tras el concierto de 1969 de los Rolling en Hyde Park –Black Sabbath, Led
Zeppelin y Deep Purple se encargarán de hacer sonar el réquiem por los Beatles
inmediatamente después. Es en la sucesión de los tiempos, las modas, y los
nuevos movimientos (vistos como “contraculturales”) a los que se suma la
juventud, mientras vamos siguiendo los infortunios de la Liga de los valedores extraordinarios
de Inglaterra, donde la atención a las modas se convierte en un continuo (y obligado)
acompañamiento. Y el papel de los Hombres Extraordinarios en esta sucesión,
como el de sus rivales, no deja de ser paradójico, inconsciente y precario: si
en 1910 le desvelan al ocultista Oliver Haddo / Crowley, en un heroico y torpe
enfrentamiento, que éste había de tener un plan para engendrar con artes
mágicas un hijo de la Luna que pusiera
el mundo del Imperio Británico patas arriba –cuando él en realidad no estaba en
ello hasta ese momento-, dando pie a la Gran Guerra poco después, en 1969
descubren que, en mitad de la efervescencia del hippismo y el rock británico,
de la revuelta contracultural, y con ocasión de un concierto de los Rolling
Stones en Hyde Park (Rolling Stones o Purple Orchesta, o como tengan que
llamarse), el ocultista moderno va a tomar las riendas, desde un nuevo cuerpo, de
las influencias mágicas que este acto contracultural
ha de ejercer sobre la juventud congregada, para así propiciar el advenimiento
del hijo (o de la prole, más bien) de
la Luna. En el momento culminante del concierto de Hyde Park, el acto mágico, que no puede sino tener lugar ahí, entre
las masas congregadas por las energías rebeldes y antipuritanas de los infiernos,
requiere que resuene en miles de cabezas Simpathy
for the Devil. Mientras el nuevo rock británico queda oficializado,
oficiado y consagrado como señal del fin de las viejas formas en dicho acto, son
liberadas las nuevas maneras de ser que
hasta ese momento no tenían carta de naturaleza. Y sin embargo, gracias o a pesar de la intervención de Mina, cuya acción precaria y
bienintencionada desvía el plan del ocultista, los actos de Haddo se le tuercen
más allá de sus intenciones, para que otra
cosa –igualmente mágica- siga adelante: estas nuevas maneras no serán ni lo
que el antagonista Haddo buscaba producir ni lo que la protagonista temía
perder, sino lo que el propio terreno de
la Imaginación había decretado. Al final del volumen The League(…): Black Dossier, de la misma serie, un emisario negro,
probablemente Nyarlathotep, se cruza con Mina y Quatermain durante su visita al
Mundo Llameante (Blazing World) para
seguir el desarrollo de su plan, encaminado a recobrar para los habitantes de
Fantasía el estatus usurpado por lo real, “lo que es ser”. El resultado del
acto mágico no será nunca ni exactamente
el hijo de la Luna buscado por Haddo, ahora convertido en otro agente más
de un plan que le supera y que se le va de las manos, ni la preservación del
Imperio Británico y el bien común a la que se debe la Liga, pues el nuevo rock
británico ya ha roto irreversiblemente el espíritu apolíneo de la bella
eticidad nacional británica. El enfrentamiento protagonista-antagonista desvela
que esencialmente, cada uno buscando lo suyo y actuando desde su lado del
escenario, colaboran en una acción que está más allá de las potestades e
intenciones de ambos, que como Batman y el Joker, nunca podrán separarse: los
actos de unos, conjugados con los de otros, desbordan su significado hasta
parecer encaminados por los planes de un tercero, o más bien impulsados por la
dinámica de las fuerzas combinadas de los cielos y los infiernos, cuyo fin
final sólo se manifestará andando los tiempos, dando lugar a nuevas épocas de
por medio (“la Providencia”, esto es, Providence,
da cuenta de ello cuando ya todo nuestro razonamiento es inútil). Como resortes
de una maquinaria teatral que los envuelve, ninguno de ellos, ni protagonista
ni antagonista, llegará nunca a ocupar el lugar del autor dramático, si es que
propiamente existe autor y no una improvisación impersonal que va siempre por
delante de los actores. El malvado ocultista queda apartado del éxito previsto
de su plan, y sin embargo ha servido como un agente necesario. Pues como bien
cantó el poeta Ozzymandias (Orborne) en memoria del que acaba de fallar y ha
hecho fallar a Mina:
Mr. Alarming, in nocturnal rapport
Uncovering things that were sacred
Manifest on this Earth
Ah, conceived in the eye of a secret
And they scattered the afterbirth
Mr. Crowley, won't you ride my white horse?
Mr. Crowley, it's symbolic of course
Un "mal viaje" de Wilhelmina Murray en 1969, durante un fracasado intento de posesión (infernal) del ocultista Oliver Haddo sobre la persona predispuesta de Mick Jagger, mantendrá a la Liga de los Extraordinarios Valedores de Albión fuera de escena hasta 2009, año en que el paisaje de Fantasía espera la llegada apocalíptica del hijo (mágico) o Anticristo, habiendo resistido hasta entonces a base de mujeriegos agentes 007.
Escuchamos otra vez: “descubriendo cosas que eran sagradas / manifiestas sobre esta Tierra / de un secreto en el ojo concebidas / y [que] dispersaron la placenta“… y preguntamos otra vez: ¿la placenta de qué o de quién? Como espectadores, nos vemos envueltos en la misma ignorancia que el dúo protagonista / antagonista en medio de la acción heroica. Pasando las páginas de La Liga, andando los tiempos, resultará que la placenta esparcida por Crowley a los cuatro vientos es también (aparentemente) la caricatura de sus propósitos de engendrar un hijo de la Luna, pues el resultado del plan del ocultista se agotará en algo –o más bien en alguien- cuya llegada el propio Haddo / Crowley no podía divisar, y que él percibe como el fracaso en su única oportunidad de liberar el fuego de ese apocalipsis mágico que buscaba desde 1910. Al encontrarse en el colegio oculto (Hogwarts) con su hijo de la Luna, siendo ya éste adulto, el antagonista mostrará su decepción, aceptando que sus actos han quedado expuestos a un resultado ridículo: “eres un Anticristo banal, un hijo de la Luna trivial”. De un acto mágico interruptus sólo ha podido salir un hijo de la Luna deforme: el subsuelo infernal de la Imaginación del mundo contemporáneo, parece ser, no albergaba materia ni mana suficiente como para dar lugar a un Hijo de la Luna como es debido. Igual que los sucesivos 007 (el nuevo héroe British) con los que se va topando Mina en sus tratos con el MI5 británico son unos sustitutos triviales de los amigos de Mina -Allan Quatermain, Hyde, Nemo, el hermafrodita Orlando y compañía-, el enemigo con el que se van a encontrar finalmente no será sino un Anticristo light: el reflejo, el correlato ficticio (o una semilla ultraterrena) a la medida de un mundo en el que hay matanzas con arma de fuego en los institutos de secundaria e invasiones humanitarias preventivas por parte del Imperio, a las mismas tierras donde antes llegaban las falanges de Alejandro Magno: mal banal para muchos, mal sin el recorrido que podían tener los planes de los primeros enemigos de la Liga (Moriarty, Fu Manchú, los marcianos invasores de Welles), pero mal, a fin de cuentas. Y ojo: quien, en la trama ficticia donde habitan Mina y La Liga(…) resulta el antagonista final según la lógica interna del espejo de la ficción, se replica como el protagonista final en la cultura de comienzos del siglo XX, de acuerdo con la lógica de la trama de lo que realmente es ser, en la que estamos nosotros –concedamos que Moore anda ya más allá que acá. Y es que, después de Harry Potter, ¿habrá alguien capaz de merecer un nuevo volumen de La Liga, o sólo ya el vacío insípido de los maniquíes, que nos compele a rebuscar un mejor entretenimiento en los ajados libros de nuestros abuelos?
Ambientado en los años 50, La Liga(…): Black Dossier presenta una Inglaterra donde ya ha aterrizado el espectro de la Guerra Fría, la carrera espacial y el agente 007. Por supuesto, se dedica una atención especial a la publicidad comercial de la época, como ya había sucedido en From Hell.
Y al hablar de The Magical Revival de Kenneth Grant, se nos da el último pretexto
que necesitábamos para pasar a mortificarnos en público por nuestra culpable
admiración, compartida por el chamán de Northampton, por alguien cuyo valor ha
sido arrinconado en el terreno del pulp
por los juiciosos y entendidos literatos y críticos culturales: Howards Philip
Lovecraft. ¿Cómo me pueden explicar a mí que las historias de H.P. Lovecraft
hayan dado ocasión a tanto merchandising andando los años y las décadas, cuando
el propio Lovecraft murió en la penuria económica, y cuando su obra ha ido
siendo objeto de una difusión siempre dificultada y limitada por el tipo de
ficción que le tocó escribir? ¿Por qué Lovecraft no ha quedado olvidado una vez
se dejaron de vender las revistas pulp donde se publicaron sus historias? ¿De
dónde la fijación con la existencia de un Necronomicón
fuera de la inventiva de Lovecraft, y por qué los intentos de reconstruirlo
como una obra con existencia propia? La explicación de Moore, siguiendo a su
manera la tesis de Kenneth Grant sobre el carácter mágico, inspirado y psicodélico de la obra de Lovecraft, creo que está sugerida
en Providence, si entendemos que el
argumento enlaza con lo que vemos al final de La Liga(…): Black Dossier: todo el devenir de la ficción hacia una entretenida pero insustancial versión
contemporánea de los héroes eternos –léase 007, léase Harry Potter-, que nos
dejan a nuestro alrededor un panorama desesperante de ficciones y ensoñaciones
colectivas giligoyescas (goyescas por
la deformidad que parecen haber tomado del estilo de los aguafuertes del fuendetodino)
no pueden sino tener el sentido de hacernos asumir como salida deseable y
creíble el cataclismo o la destrucción ficcional
(que no necesariamente real) del mundo contemporáneo, e incluso de hacérnosla
desear desde lo más hondo e incomprendido de nuestra sustancia cultural e
histórica, desde el tuétano de eso que los seguidores de Freud siguen llamando
el Tánatos (impulso de destrucción). Este devenir, que nos acerca inevitablemente
a los cuentos de Lovecraft, responde a un plan providencial para devolver el ser de la realidad a su sitio tras el
presunto paso “del mito al logos”, a un plan para restaurar los derechos del
ser de lo ficticio frente a “lo realmente ser”, y además hacerlo en la única
manera en que era posible: no a través de
rituales reales ejecutados mediante técnicas manipulativas en el seno de la
realidad (fracasan todos los que intentan batir a la realidad por medio de
cultos prohibidos realmente ejercitados: unos tiroteados por el FBI y otros consumidos
por fórmulas mágicas que no dominan), sino a través del relato ficcional de dichos rituales y cultos inenarrables, un
relato que, como tal relato de ficción, debía
comenzar en el canon imitativo de lo verosímil para luego desmoronarlo (de ahí
el género de “horror sobrenatural”), llevando al lector desde lo conocido
hasta la sugerencia más que suficiente de un horror ilimitadamente desconocido
e incognoscible desde la lógica real; este relato,
sin importar que se estuviera realizando
hechicería en la realidad o no, debía darse a conocer a todo el mundo a
través de alguien que viviera para dejar las esporas de la vida de Yuggoth
esparcidas por la imaginación colectiva, y así permitirles colonizar el
subsuelo a su propio ritmo y según sus propias formas (mágicas). De esta
manera, Lovecraft, que escribía sin tener que preocuparse –como autodefinido
racionalista- de aclarar que las fuentes de su obra eran fingidas y no hechos reales,
se las apañó para difuminar con sus relatos la prohibición racional que separa el ser de lo que es del no-ser de la ficción en la intimidad de
generaciones de lectores, mientras éstos andaban, como el Comediante ante su
televisor la noche de su muerte, con la guardia baja. Y era fundamental –aquí
el genial aporte de Moore- que esos
relatos estuvieran virtualmente “dados”, “revelados” (en este caso, por un
mensajero libre y bienintencionado: el periodista Robert Black, que traslada
éstos a Lovecraft a través de un diario, y no por medio de espíritus); era
esencial que esos relatos estuviera despojados
de cualquier origen comprobable en la psicología efectiva e individual del
narrador, y que se encontrasen ellos
solos con el narrador adecuado, en el
momento adecuado y el lugar adecuado: Norteamérica, resultado cultural de
la diáspora de sectas minoritarias y sospechosos de brujería, hija del miedo a
sus propios indios y a sus vastos paisajes; producto y causa de la colonización
incesante del Oeste que se desplaza siempre hacia más allá y que nunca es
suficiente –ad astra per aspera- , y primera
nación en dejar la religión “como un hecho privado” por presunto amor del
deísmo y el librepensamiento. En Providence,
Robert Black se propone escribir –sin más- sobre la América oculta a la vista
en Nueva Inglaterra, en la que él, como homosexual y extraño, tiene siempre
puesto un pie, por bien que lo disimule con su éxito como periodista (otro
personaje como el de Un pequeño asesinato).
Esa Norteamérica pública y presente en los libros de Historia contemporánea era
esencialmente desde antes una cara visible de un “país oculto”, con una vida
soterrada oculta a la vista de todos, pero que luego cobra forma, o una
pluralidad de formas: Yuggoth. El underground
o subsuelo psíquico de su paisaje estaba preparado ya como el de ningún otro
lugar-tiempo para albergar las fantasías sobre hechicería a las afueras de
Arkham / Salem e hibridación con seres monstruosos y degeneración racial en los
arrecifes de Newburyport. Joseph Curwen (El
extraño caso de Charles Dexter Ward) o el patriarca Marsh (La Sombra sobre Innsmouth) producirán
sin saberlo su último hechizo, siempre en favor del retorno de los dioses
olvidados, por medio de la pluma del escritor que les tenía que dedicar su
vida, y que después de salir de Nueva York para regresar a su ciudad natal, no
pudo volver a hacerse esperanzas sobre encontrar en el mundo contemporáneo el
encanto perdido de sus ensoñaciones sobre las ciudades de civilizaciones pasadas;
ese escritor escogido, quien había recibido en la intimidad de su hogar, tanto
los cuentos de Poe y Lord Dunsany como las historias orales de su abuelo sobre brujas
y númenes de los bosques y mares de Nueva Inglaterra, será quien, fracasando
como escritor racionalista, tenga el mayor éxito posible como mago
(involuntario), con un lugar principal como transformador
de la diferencia entre lo real y lo ficticio, y así, como explorador de las
vías subterráneas de paso entre los sueños –o más bien pesadillas- y los
paisajes reales de su país. En la América de Lovecraft, un homosexual como Robert
Black, viviendo en las catacumbas de dicha civilización tan pronto abandonaba
su máscara de soltero, era alguien íntimamente extraño a la normalidad
aceptable y amigo del subsuelo; él,
pese a su negro destino, era el elemento mediador que habría que poner en la
rueda de transmisión entre las fantasías de la América oculta y el propio
Lovecraft, para alejarla de su primera presentación como algo real –o semejante
e inferior a lo real, como la pesadilla- y dejarla libre en su condición propia
de ficción relatable. Sólo lo ficticio, en
cuanto ficticio, podía dar lugar a una transformación del ser de lo real que
pudiera difuminar esa supuesta anterioridad e impermeabilidad de lo que “es
realmente ser” frente a lo que lo que no es. Sí: el delirio ontológico (e
idealista) de Providence, verbalizado
finalmente por una explicación del Rey de Amarillo sobre lo sublime terrible,
se merece que le hagamos a esa magistral serie un estudio separado, pues por
momentos, la doctrina ocultista se permite tomar el formato de una filosofía
del ser en cuento ser. Las lecciones de filosofía idealista alemana con las que
se justifica cómo el lenguaje Aklo (nombrar lo innombrable) permite esta
evolución son la prueba de que o bien en Moore está la idea de Naturaleza de
Schelling o bien Schelling tuvo algún contacto con la Sociedad de la Estella
Sapiente, o con Swedenborg a través de Kant.
Providence: los disturbios callejeros de Boston en 1919 anteriores al acta Volstead (“ley Seca”) durante la huelga de los policías, son un antecedente sociológico que puede explicar el contexto de crimen organizado y atracos a mano armada donde aparecerían los cómics de superhéroes y los Minutemen de Watchmen en los 40. Pero explicar cómo la vida psíquica carente de individuación, reinante entre los que somos llamados “el populacho”, lleva a tal escenario, y luego gira para engrosar el esfuerzo de guerra contra el Eje, es un enigma que dejamos para los discípulos de Jung.
De haber un libro o una amalgama de páginas y relatos
entrecruzados que, como el Necronomicón
o comoEl Rey de Amarillo de R.W.
Chambers, conduzca a la locura –o al menos a la desesperación y al suicidio- al
ser leído, y mientras desde el lado del ser no podamos recobrar lo que a dicho
libro se le ha perdido para siempre en el no-ser, como páginas arrancadas y
desperdigadas por los vientos en los paisajes de la umbría Carcosa, no
tendremos que buscar la causa de dicha locura en lo que dice, sino en lo que no
nunca llega a decir, porque cae del lado donde las palabras ya no llegan, pero
donde el ser se rasga para dejar pasar lo que no es, como en el lenguaje Aklo. El conjunto de las obras de Lovecraft, los
que le han precedido y los que le han seguido ejerce, a falta de un texto
separado y manejable, reproducible y analizable como lo sería un incunable, esa
función cultural que tendría el Necronomicón inspirado, sin que haya
necesidad de que tengamos un Necronomicón
canónico y real localizado en alguna biblioteca y realmente existente. El
conjunto de las obras de Lovecraft, sus referencias cruzadas con “el círculo
epistolar” donde se fueron labrando los mitos, así como su repercusión posterior,
valdrían, hasta donde humanamente podemos llegar, como un corpus que, contemplado desde la distancia y con conocimiento
suficientemente del mismo y sus implicaciones simbólicas y mágicas –según
Moore- , conduce inevitablemente a
toparse con la desesperación y acaso hasta la locura. Acabamos otorgando
así a ese corpus de los mitos de
Cthulhu, vicaria pero suficientemente,
el lugar y el poder del Necronomicón, cuyas funciones viene a realizar igual:
el título o lugar del libro que va volviendo loco a lo largo de sus páginas le
corresponde, pues por el conjunto de la obra de Lovecraft los nombres de lo muerto han vuelto a esparcirse y a ejercer su
influjo entre los hombres reales, preparando sus ánimos para un advenimiento
ajeno a la lógica de lo real. Como el libro El
Rey de Amarillo, mencionado por diferentes relatos y personajes en la obra
homónima de Robert W. Chalmers y sólo presentado a retazos, lo que asoma la
patita al recorrer y reconocer las implicaciones de los harapos de la capa del
Rey (aunque sean ficticios) basta para llevar a la desesperación: la vestimenta
del Rey de Amarillo –mencionada siempre bajo el problema y la obsesión sobre si
es vestimenta o es su cuerpo- aparece en retazos, ondulante, hecha siempre jirones, múltiple, como sus apariciones en relatos desperdigados e
insuficientes que fascinan y hechizan a quien intenta abordarlos seriamente,
como debe hacerse. Aunque nunca vayamos a tener un volumen real conteniendo la
obra llamada Necronomicon, su mera
presencia y sugerencia ficcional a lo largo de las obras de Lovecraft y sus
seguidores –incluyendo lo que el propio Moore haya podido añadir mediante la
trama de Providence- ya es causa
suficiente para que se cumpla su destino y su función, pues los retazos
dispersos, sin tener peso real, rozan y hacen sonar suficientemente las cuerdas
adecuadas en la Imaginación colectiva, llevando en sí ya la crisis final de
ésta, y siendo el vehículo necesario de la locura y la desesperación/suicidio
de los protagonistas: no la locura de un hombre, sino el rapto final de toda la
Imaginación del mundo contemporáneo, culminada en la revelación definitiva de
Yuggoth en las ciudades de Nueva Inglaterra. Ésta es, creo, la tesis última de
Moore en Providence, y de ahí el papel de Redentor
que se le reserva a Lovecraft; pero todo se verá más adelante, cuando podamos
decirle un tiempo al análisis de esta segunda obra –aunque, por otro lado,
según escribo estas líneas me doy cuenta de que, en efecto, mi corazón
desespera, y quién sabe si la vanidad de firmar esas líneas podrá más que este
presentimiento ominoso que nos invade al considerar.
Conocida es la referencia del melodrama televisivo True Detective al inexistente, pero no por ello menos poderoso, Rey de Amarillo. Hay también una serie reciente (Lovecraft Country) que hace pensar que el éxito secreto de la obra de Lovecraft se debe a que lo era ya cultura popular pulp en su tiempo y entretenimiento facilón tenía que volver a encontrar a su público en las masas, aunque fuera con retraso. Pero las masas para las que escribía Lovecraft resultaron llegar después de que su obra estuviera disponible. El Rey de Amarillo ha pasado de enloquecer a los snob decadentes de París que pintaba R.W. Chambers a mostrarse descaradamente a la muchedumbre, como si estuviera ya integrado para siempre –o para nunca, mejor dicho- en nuestro paisaje.
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