Un poder más allá de los ejércitos mortales. La insuficiencia del Estado frente al ácrata V. Formas ocultas que hacen innecesaria la violencia como recurso generador de comunidad.
Pero tenemos que volver ya al tema principal.
Habíamos comenzado hablando de cómo, en un anuncio televisivo del perfume Nostalgia (by Veidt), la magia de ése
que ejerce su poder secretamente en la tramoya simbólica de las imágenes se dirigía
a liberar ante la muchedumbre las formas ocultas de lo que ha de venir, y a “poner
en forma” al espectador para lo que tiene que asumir como su destino, mediante
su participación, involuntaria pero gozosa, en una bella escena, a la que se
suma por mímesis, no por demostración. Más que el perfume, lo que se deja en el
espectador es una primera solución gozosa y “prêt-à-porter” a la tarea de éste
para con la Imaginación colectiva, una participación en un ideal que Veidt
maneja racionalmente y al que desea dar un destino y una utilidad racional,
pero que requiere que se aproxime al espectador dentro de un elemento
esencialmente pre-racional e irreflexivo, para ejercer su influjo en éste, asumiendo
que no es posible lograr en él una educación duradera, y dejar así una impronta
basal para su desarrollo psíquico posterior, cuando ésta se basa en un
razonamiento controlado. La nostalgia a la que alude el perfume, resulta, no
era tanto referida a una juventud perdida como a una juventud que ni siquiera
ha tenido lugar, y que, ocultando su hechura atemporal, se muestra como algo
que va a tener lugar realmente cuando la masa comulgue con el fondo oculto del
anuncio. Toda publicidad, como artefacto teatral entre los sentimientos y una
capacidad racional finita, es participación de una posibilidad que merece la
pérdida de algo presente, como una participación de lotería es ya un motivo
suficiente para una pérdida económica casi segura; también es participación de
algo más elevado, y por tanto, referencia insuficiente
en el ser pero necesaria en el presentar
algo ausente a los que todavía no han llegado por sí mismos a su gnosis, como remedo
de una realidad superior que está por venir o que ya ha venido y se ha
olvidado. La previsión de Veidt / Ozymandias no es ajena a este papel de
mediador oculto, medio compasivo y medio cruel, entre la fuente ideal de su
acción racional y los que todavía no han alcanzado la madurez psíquica
requerida para la transformación final; de ahí que Veidt, en su aspiración a
secreto rey del nuevo mundo, no pueda dar la espalda a la preparación de los
infiernos de la Imaginación para que, como fuente irrevasable de poder, éstos
le permitan mantener la fascinación colectiva ahí donde le interesa tenerla
focalizada. Ante este poder, exclusivo del taumaturgo o usurpado por éste a los
dioses, no hay ninguna otra carta de la baraja que pueda imponerse: cualquier
medida coercitiva que prohíba la primavera llega tarde, y por medios
racionales, cuando todo el campo florece: la Naturaleza se impone a la Razón y
lo que no necesita ser consciente se expresa como una herida permanente en el
proceso de racionalización de lo real-racional y consciente. Ni desde la
maquinaria superior del Estado político-social, religioso, y tecnificador se
llega a sujetar, reparar y domeñar el pulso de los infiernos: en el caso de La Naranja Mecánica se ha matado la
capacidad de obrar del protagonista en un reformatorio conductual, sin poder
matar su deseo y sin acallar definitivamente sus impulsos agresivos, dejándolo
en la fila de los perpetuamente infelices: se la ha enseñado a integrar una
manera de represión, pero sin poder llegar a las fuentes de lo que tiene que
quedar reprimido. ¿Y quién puede también educar y aliviar desde dentro esa
úlcera que impide deshacerse de las causas antisociales del comportamiento, si
ya no sirven los mejores medios de sujeción / subjetivación de la más potente
organización –el Estado-Leviatán moderno- que ha dado la historia del género
humano? Sólo quien desciende a manipular las fuentes de los Infiernos puede
alcanzar un poder más largo que el poder de la superioridad bruta del
Estado-Leviatán moderno, retratado pero exageradamente burlado en V de Vendetta, a partir del mito
anglicano del dinamitero que casi
voló la sede del Parlamento del Leviatán –y atención a ese casi, que lo ampara en una condena a perpetuidad que no habría
tenido de haberse realizado. El enmascarado V es, a su vez, una figura salida
de los infiernos, en el sentido en que aquí estamos viendo: en lugar de ser el
manso obediente del buen Señor, es la energía desencadenada, la rebeldía ágil y
explosiva que le falta a los Cielos de William Blake, con una expresión que –al
menos en principio- se da en términos de acción directa. Su concreción
individual como elemento disidente y herida perpetuamente sangrante es
indiferente: cuando se quita la máscara puede ser cualquiera que haya sido
desechado por el Estado-Leviatán totalitario. Pero esto, pese a la inferioridad
numérica, le deja en una posición en la que no tiene nada que perder: la
simpatía de las masas por los líderes neofascistas, así como su obediencia, no
tiene más sustento que un momento de terror, parcialmente racional,
parcialmente irracional, a la nueva guerra nuclear: se trata de un poder
dependiente de las circunstancias y de una forma tosca y miope de la psique,
esencialmente vinculada a su aspecto impersonal y másico, destinada al
inmovilismo e incapaz de renovarse de modo satisfactorio. El Estado-Leviatán
anglicano pintado en V de Vendetta, más allá de su talla, es la materia inerte
y pasiva de un estado de nigredo
espiritual que, como en la alquimia, tiene que dejar lugar a otra cosa. V, por
contra, es eternamente renovado y resucitado, como el chivo expiatorio de la
teoría de la mímesis de René Girard (1), una función esencial a la estructura
total de la racionalidad finita y el sentimiento en la comunidad humana, por lo
que su significado no puede desaparecer en el momento en que se supere el miedo
postnuclear: V seguirá resucitando cuantas veces sea necesario, pues su función
sale de la misma constitución de la vida en movimiento interminable. Paradójicamente,
al caer el régimen del Leviatán anglicano, será el propio V quien salve al
joven inspector de policía que andaba tras sus pasos de ser linchado por una
multitud revolucionaria que, igual que antes obedecía, ahora desobedece y
apalea sin atenerse a razones ni atinar en sus sentimientos. Como una necesidad
interna permanente (no impuesta por ninguna instancia exterior) frente a toda vida
psíquica que tienda a hacerse másica e indeferenciada, como una mezcla
misteriosa de razón y sentimiento, de entendimiento y cuerpo, que impulsa la
mejora permanente de los hombres concretos, V vuelve a entrar en acción como un
mensajero de las energías infernales y agita la renovación como un fuego
permanente. Esta función positiva de las energías del Infierno, en cuanto
fusionables con las del Cielo, ha ido quedando olvidada en las posteriores
obras de Moore, como muestra el que haya ido sustituyendo el interés en la
doble función heroica-antiheroica de sus personajes-tipo por el anuncio de la
virtual colonización de lo real por los hongos de Yuggoth, poniendo la lucha
entre lo real y la ficción más allá del interés que la transformación de lo real en cuanto real por la ficción (en
cuanto presente en la psique real) pueda ir teniendo.
Aunque en From
Hell se nos cuenta que la fiesta del 5 de noviembre, aniversario del
fracaso de Guy Fawkes, deja lugar a un apaleamiento colectivo, parcialmente racional y parcialmente
irracional, y siempre en eterno retorno, del monigote del rebelde
antiheroico (Moore y Campbell le dedican unas viñetas a la noche del 5 de
noviembre de 1888, pintando la tradición anglosajona de la Noche de Guy Fawkes,
o Bonefire Night), también sabemos por
René Girard que la función del chivo expiatorio es la de recibir los palos, desplazar
la culpa, regenerar los vínculos de la comunidad y permitir la continuación
colectiva del mundo, entendiendo esta tarea no como un resultado fijo, sino
como una puja por alcanzar lo habitable a la espera de lo utópico, en una época
en que ni la Razón del género humano ha alcanzado su etapa final (ilustrada) ni
es posible regresar a una vida dominada por los mitos. Veidt se encuentra
justamente a un paso de abandonar para siempre la lógica que hace necesarios
los chivos expiatorios como función antropológica y cultural. Posiblemente, con
él se quemen el último monigote de Guy Fawkes y se desvíe la atención hacia el
último chivo expiatorio (chivo ficticio: pues los chivos expiatorios reales que
él pone en el altar son muchos otros habitantes de Nueva York). Ozymandias tiene
que conseguirse un monigote semejante al de Guy Fawkes, y a ser posible, tan
firme en su significado como el monigote del conspirador dinamitero, para así
culparlo de la muerte de millones de habitantes de Nueva York en la etapa final
de la infantilización del género humano. Al escoger la máscara de un terror
extraterrestre adecuado al panteón de Lovecraft ha elegido un origen para su
poder mucho más infernal que el que sustenta el régimen de la Inglaterra de V
de Vendetta. Lovecraft tenía que ser la primera referencia silenciada para el
diseño del chivo expiatorio definitivo (el monstruo-calamar de Nueva York), y
no otra. La elección fisiognómica de tentáculos y una apertura facial con forma
de vulva no dejaba lugar a dudas: estábamos ante un hijo de Yog-Sothoth, que es
la llave y es la puerta. Sr. Snyder: la sustitución del monstruo por el Dr.
Manhattan fue una maniobra racionalista, pero con eso sólo deshizo toda
fidelidad posible para su adaptación, por lo que ésta perdía su conexión con el
resto de la obra de Moore. Quizás –y ahí la tesis paradójica del Moore de Providence- el tal Lovecraft sí llegó,
pese a la ignorancia de los miembros de la Estela Sapiente y de su abuelo
materno, a desempeñar el puesto de Redentor, pero no desde luego como nadie
hubiera esperado, ni si quiera como el propio Howards hubiera esperado. Al no
dedicarse a actuar heroicamente, sino a poetizar, llegó –sin saberlo- a cumplir
un papel crucial para el levantamiento final de los Infiernos: un acto mágico
que se prolongado y ha dado frutos mucho después de su muerte. Él, y no el hijo
de la Luna mediocre de Oliver Haddo (Harry Potter) se ha merecido, a juicio de
Moore, un punto y final en la historia de la ficción. Él, Providence, pero
siempre con la ayuda de un heraldo hermafrodita (Robert Black) que, sin
embargo, sólo buscaba hacerse un renombre como escritor tras la pérdida de su
amante.
La clave del poder superior, que es estético y
espiritual (metafísico, pero no por
ello menor o más débil), exige ganarse el derecho a (o más bien privilegio de) hipnotizar
al espectador con las bellas artes o con los géneros de entretenimiento
derivados de éstas (incluyendo el cómic), para imprimirle la forma oculta o ideal que transforme y
forme su sensibilidad, una vez éste baje la guardia ante el espectáculo; pues
hacerlo mientras tiene la guardia alta resulta en una violencia directa y
palmaria que sólo tiene el efecto precario de un corsé. Es este poder superior,
por tanto, el privilegio de educar sin
instruir y formar el “a priori” socializador necesario del que ha de venir la
personalidad o subjetividad del individuo, su participación de la comunidad;
pero educar y convencer sin tener que
acudir todavía a la retórica, sino a la poética, y en ningún caso a la lógica.
La propaganda política llega
demasiado tarde cuando ya hay un ideal diferente operando en la sensibilidad, y
es por esto que suele acompañarse de la lógica de la vigilancia y el premio. El
“vencer sin convencer” achacado por Unamuno se tuerce hasta el punto de
resultar que la convicción se hace, más que con palabras, con el ensalmo que
anteriormente se ha ejecutado sobre éstas: quien se encuentra en disposición de
convencer, ha vencido ya sin entrar en el campo de batalla; quien se encuentra
en disposición de convencer, podrá, mediante la retórica, espolear todos los
demonios e imponer el destino que temen todos los razonamientos.
La cacería salvaje o Wilde Jagd (1889), lienzo de Franz von Stuck. Reproducido en From Hell como parte de los hechos de 1888 que explicarán el surgimiento cultural del movimiento nazi. ¿Copió el joven Adolf Hitler para su persona la apariencia del dios germano de la caza en este lienzo o ambos fueron inspirados por un tercero?
Antes comparábamos la diferente actitud de los
dos grandes antagonistas de Watchmen
frente a la costumbre de sentarse al televisor y participar de su contenido.
Edward Blake, el Comediante, se deja recrear y poner en una comunidad de ánimo por
los encantos de Venus, cuando se reclina en su sofá y se deja llevar en
volandas, sin pedir ni poder recibir más explicaciones, por los amorcillos de
un anuncio televisivo. Ahí, en ese momento, el Comediante ya no necesita
mantener la guardia alta: pertenece gozosa y bobaliconamente a una comunidad
que está más allá del mundo en que ha tenido que llenarse las manos de sangre. La
comunidad se ve en el teatro tanto como se ve en el rito de la misa, y se hace
tanto en una como en la otra, y en ambas mucho más que cuando los policías
calman a la fuerza los ímpetus de una multitud que sólo sabe celebrar las
saturnales y dejarse el alma en la borrachera del desorden público, pero cuyo
malestar no recibe expresión adecuada, sino apenas sintomática; ahí, en el
teatro, en la misa, en la penumbra televisiva del recogimiento en el hogar, con
la guardia baja, en la supuesta intimidad protectora y en la clara inclinación a
la asertividad del papel de espectador, es cuando se puede recibir más –bastante
más- que el mero entretenimiento gustoso: se recibe la educación inútil, pero
decisiva para cualquier aprendizaje posterior. Los poderes de subjetivación no
son, primeramente, los poderes de represión y de instrucción coercitiva del
Estado, sino los que alientan e imprimen cualquier ilusión adquirida y
desarrollada desde las fases de embrión, cuando se está en lo que no se es más que en lo que se es. Cualquier
inocente entretenimiento puede llevar una carga de profundidad que nos devuelva
los ecos de una ciudad hundida hace eones, liberando formas que atraigan y
transformen pasivamente a los que se dejan entretener; en cambio, los palos
administrados por las fuerzas del orden llegan cuando ya el sujeto está activo,
formado y en disposición de manipular y trabajar, de dar instrucciones y de
recibirlas, de en suma, hacer vida extrauterina y no esperar el alimento
espiritual y corporal del cordón umbilical. Batman o Superman no llegarán nunca
a tiempo, sino que los malvados les habrán crecido antes, tan largos como sus
respectivas sombras. En la vida pública ya hay un papel y unas defensas activas
levantadas por el sujeto que limitan el efecto de los correctivos del Estado y
los convierten en traumas exteriores; pero, ¿quién no queda expuesto y maleable
como una arcilla blanda desde sus extrañas cuando renuncia como espectador a
esa acción, cuando se permite relajarse y recrearse sin poder renunciar al
mundo, retomando el papel paciente del que recibe el alimento a través del
cordón umbilical, del que se transforma sin que su acción calculada sirva para
nada, del que pone su actividad sin objeto externo que la recoja, del que sueña
lo que conoce, del que asume su matriz como un primer cielo?
“Inmortales, los
mortales; mortales, los inmortales; viviendo unos la muerte de aquéllos,
muriendo los otros la vida de éstos”.
Digan esas palabras del Heráclito de Éfeso lo
que digan, tengamos clara la advertencia de Aquiles: el juicio de Paris acerca
de la belleza nunca tendría que haber dado lugar a esta penosa historia de
luchas entre protagonistas y antagonistas, sino al más alto rapto poético.
Ahora ya es tarde, siempre tarde, para desandar el camino.
El Incendio de Troya, por Juan de la Corte (colecciones del Prado). Olvidando que la guerra de Troya tiene su causa inmediata en un recreo placentero sobre la máxima belleza (el episodio del juicio de Paris), la ficción posterior a la Ilíada no sólo ha reflejado el carácter arquetípico de aquella guerra, sino que ha culminado en la repetición real de la escena entre los hombres. Antes de Homero, la psique colectiva, no dividida entre la realidad y el mito, no hubiera necesitado un proceso de reconciliación con lo divino. El carácter modélico y transcendental de la guerra entre la liga aquea y los troyanos es algo real; ahora bien, no sabemos, a día de hoy, si Troya y su guerra estuvieron ahí como algo realmente ser, o sólo fueron un motivo imaginario, resultado de los cantos recopilados por Homero. La arqueología excava hasta que la barrera entre la historia y la mitología queda realmente difuminada, por la imposibilidad de terminar de ubicar hechos y personajes que no dejaron nada escrito, pero sobre los que se escribe y canta. Con todo, los resultados de la leyenda no son ficticios, sino reales: Alejandro de Macedonia tomó tan en serio su aspiración a igualar las hazañas de Aquiles en el combate que unificó los imperios del mundo antiguo, y los propios romanos quisieron presentarse como descendientes del exiliado Eneas. La fijación con comprobar que la guerra de Troya fue tal, y que fue real, parece abundar en la objeción central de la lógica de la verdad al carácter ya completo y autosuficiente de la ficción: tenía que ser real, porque siendo real, sería todavía mejor. Pero, ¿es que algo es ya algo más cuando completa su ser con su existencia en un tiempo determinado? No así en la vida antigua, donde tantas veces se ha querido señalar la emancipación del logos respecto al mito, que culmina en el espíritu de la sofística y el escepticismo. El logos en realidad nunca se ha separado del mito: el mito se reanuda en cualquier momento, porque gran parte de lo que tenemos que dar por real e histórico viene del mito.
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NOTAS AL TEXTO
(1) Véase "The Philosophy of Christopher Nolan", en https://youtu.be/yCyeiGXgHig Aplicación de la doctrina de la mímesis de René Girard y el conflicto constitutivo de las sociedades históricas a la trilogía del Batman de Christopher Nolan.