domingo, 26 de abril de 2009

La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (III).


En muy pocos casos encontraremos que los superhéroes se vean inmersos, dentro de su propio espectáculo, en una violencia cruenta, teñida del rojo de la sangre que escurre sobre las primeras viñetas de Watchmen. La presencia de la sangre en la primera viñeta de Watchmen manifiesta que, a partir de ahí y hasta una última viñeta, la acción de los hombres disfrazados volverá a tener que desplegarse a través de "intervenciones parciales" -dramáticas en tanto producen efectos y significados que sobrepasan a sus propios agentes-, limitadas por los efectos de una primera transgresión punible o más bien sujetas a un logro provisional; se reintroduce en la escena la condición de "finitud" que, por abstracción y disimulo, el género le había negado a la violencia superheroica, presentándola como ajusticiamiento irrecusable, casi escatológico o conforme al Juicio infalible de un Dios. A este respecto, ajustarse a lo verosímil no significa abundar en la profusión de sangre sino, como en el teatro, saber exhibirla en el momento y en la medida más adecuados a la devolución de la ficción al público; sorprendentemente, por mor de la verosimilitud debe faltarse en parte al rigor de una exhibición total de la verdad, de tal manera que, por ejemplo en los efectos especiales del cine o el teatro, la presencia del color rojo de una mezcla artificiosa similar a la sangre suele tener más fuerza dramática que la del rojo de un remedo fiel. Pero esta divergencia de lo existente y lo verosímil no impide que sigamos argumentando como lo venimos haciendo: en la medida en que los enfrentamientos ficticios deban sujetarse en alguna medida a la pesantez y limitación de los cuerpos orgánicos en lugar de refugiarse en la ligereza vacía de las imágenes, las actuaciones de los superhéroes quedarán manchadas de sangre; y esta mácula, por pequeña que sea, deshará ya toda posibilidad de que se mantengan en su pureza, su serena imparcialidad ficticia, su pertenencia al "Todo" bondadoso de un mundo óptimamente ordenado. La pureza, aunque sólo se conozca por contraste con lo mezclado, no admite rebaja en ningún grado: es plena o no es. Ahí, en la mancha de sangre, comienza el desenvolvimiento de la figura del superhéroe hacia su contrario, un contrario que ya no estará dado, como el supervillano, a la medida de su confirmación. En su mismo elemento ficticio, pero sometido a una lógica que ya no es la de su género -en la ruptura con esa lógica estriba la rareza de Watchmen-, el superhéroe quedará convertido en el pirata, reuniéndose con él por efecto de los significados que lo van envolviendo ante el lector a partir de la aparición de una primera mancha de sangre [1, I]. Merced a la entrada de esta mancha se van delatando ante el público los horrores de la secreta obra de Ozimandias y se van dando las condiciones en que la acusación contra él podrá quedar completa al final de la historia [28, XII], cuando dicha mancha cierra el nudo en que se han ido encontrando diversas series de acontecimientos.




Mientras se van enredando esos hilos ficticios, el "salvador del mundo" insiste en presentar la violencia delatada por esa mancha de sangre -la de todos los que van quedando enterrados junto al secreto de su "gran intervención"- como una reintroducción de armonía en el mundo, semejante a la que sigue a la violencia incruenta del superhéroe. La reunión final de la figura del náufrago/superhéroe y la figura del pirata está anunciada en Watchmen por la aparición de esa significativa mancha de sangre, y se va haciendo inevitable y plena según los fragmentos del "cómic dentro del cómic" Relatos del Navío Negro comienzan a sobreponer su sentido al del relato central de Watchmen, desvelándose ante el lector como alegoría del destino de Adrian Veidt.



¿Cómo puede marcar tan temprana y sumariamente esa mancha de sangre el progreso de toda la trama de Watchmen? Para poder responder a esta cuestión debemos antes pensar qué entraña la aparición de la sangre en la escena frente al triunfo de la figura del superhéroe. En primer lugar, una mancha de sangre porta dentro de la escena ficticia -incluso muy a pesar del espectador, que quizás pedía un espectáculo menos verosímil- todo el recuerdo del carácter finito y precario de los cuerpos orgánicos reales. La vida de los cuerpos mortales, de modo dramático en el caso del hombre, está sujeta a una reposición constante frente a las agresiones del medio y de otros individuos vivos, pendiente de una homeostasis acrobática que nunca llega a ser tan perfecta como para aproximarse al límite de invulnerabilidad o de ilimitada capacidad de recuperación que se atribuía en otros tiempos a los cuerpos inmortales (divinos), y que hoy pertenecería acaso a los cuerpos de los superhéroes -o en todo caso, a su figura "pensada hasta el final": la del Dr. Manhattan. En la escena de la muerte de Hollis Mason esta diferencia entre los cuerpos humanos y los cuerpos superheroicos (ficticios) -una diferencia que se resuelve mediante el encuentro violento de dos lógicas incongruentes: la de la leyenda del enmascarado Búho Nocturno y la biografía del viejo Mason-, queda señalada y lanzada al lector por el derramamiento de la sangre del anciano, en un momento dramático de la trama que basta para deshacer en el espectador habitual de las ficciones superheroicas la inconfesable decisión de "intercambiar los papeles con el protagonista" -lo que el joven Mason intentó hacer respecto del Superman de ACTION COMICS, según él mismo declara en su autobiografía [véase "Hugo Danner, o el hombre que (...) I"].





Pero aquí no sólo se juega a abundar en la distancia entre lo verosímil y lo superheroico, como en un corolario más del salto entre la finitud y la infinitud. En segundo lugar, y gracias a ese primer significado, la sangre representa la imposibilidad dramática de hacer saltar, desde dentro de la misma historia, los límites entre la divinidad y la mortalidad; la futilidad de todo intento de burlar las incongruencias de estas dos y reconciliar ambas mediante una "última violencia", o una "gran intervención" titánica, que en el mundo del American Way ha de ser superheroica -los "Nuevos Titanes" que vislumbra Hugo Danner al final de Gladiator son, en efecto, los superhéroes [véase "Hugo Danner, o el hombre que (...) II"]. La consecuencia inmediata de la ruptura de esta prohibición sobre la trama es la inversión del sentido de los derramamientos de sangre que se producen al paso de las intervenciones del héroe Ozimandias -un mortal que reniega de su propia mortalidad-, quien pretende divinizarse a sí mismo franqueando para todos los mortales el paso a una divinización de la historia: mientras que, sopesados en relación al espejismo, estos derramamientos son "sacrificios necesarios", engaños mediante los que se atrae la divinidad de los dioses ausentes para aprehenderla, el desarrollo dramático de la trama más allá de la previsión y el poder del agente mortal acaba arrojando sobre esa "paga sangrienta" un significado perverso -como veremos, más cercano al de los asesinatos del Dr. Gull en From Hell de lo que Moore hubiese podido anticipar. La sangre derramada deja de ser "paga" o instrumento y se convierte en acusación y anticipo de la parcialidad de la intervención del gran actor y oculto protagonista; en consecuencia, su rojo contiene una confirmación por parte de la escena de que el héroe ya no conseguirá -primera viñeta- ni ha conseguido -última viñeta- sobreponerse a su propia finitud y reclamar su propia divinidad junto al Imperio del mundo (armonizado), reuniendo secretamente un poder más allá de todas las partes en conflicto, un poder de Demiurgo que inserta armonía en el cosmos. Tan pronto ha tenido lugar el "pago sangriento", ha tenido lugar la "mancha" que impide hacerse con ese "poder imparcial", la infección que suprime el triunfo final y el paso a la epopeya. Esta transfiguración del sentido de las intervenciones del (super)héroe es, por otro lado, una transformación de la figura misma del superhéroe ante el espectador -o quizás, un simple redescubrimiento de lo que ya estaba antes disfrazado en ella. Uno de los aspectos ficticios fundamentales de esa figura ha quedado al descubierto y ha sido sometido a una prueba de fuego que no ha superado: si hay intervención (violenta o no), por más ficticia que sea ésta, tendrá que ser parcial; en cuanto más nos atengamos a los límites de los verosímil, menos dispuestos estaremos a fingir que se produce algo así como "armonía neutral" a partir de esa intervención -en especial, cuando entraña alguna violencia-, o lo que es igual, menos nos prestaremos a colaborar en la constitución del espectáculo superheroico. Las cuestiones son: "¿qué impide que un personaje mortal (por verosímil) se reúna con la leyenda que ha conducido su vida?", o para situarnos en el contexto de Watchmen: "¿qué marca entre usted, lector mortal, y las ficciones superheroicas, una incongruencia insalvable que, sólo en lo que olvidada, permite tomar parte en ellas, participar de ellas, dejarse embaucar por ellas?". Habíamos respondido ya: la sangre de las viñetas de Watchmen tiene esa función de símbolo, de "recuerdo" de algo que no se tiene que olvidar, y que olvidado, da lugar a confusiones desastrosas. Y lo olvidado es -ya lo decimos, aunque sólo provisionalmente- que ningún agente inmerso en la acción puede tomar el papel del Demiurgo y hacer valer su intervención -especialmente si es violenta- como una "recomposición del Orden","una enmienda a la obra de un Demiurgo ausente", o "una vuelta a la Armonía rota" -haya sido ésta "rota" por los males históricos y las miserias de los hombres, como cree Veidt, o por la codicia de los supervillanos, como ocurre en el mundo de los superhéroes. Esas intervenciones prodigiosas -por no decir milagrosas- son las que abundan en la constitución (ficticia) del género superheroico y las que requieren de su constante disfraz del viejo deus ex machina -ya veremos esto. Pues el triunfo del género superheroico estriba en eso: en su arte a la hora de fingir una serie de intervenciones violentas que, gracias a un sobrante de poder, dejan de ser cruentas, dramáticas o parciales; en su saber ganarse, al mismo tiempo, la colaboración del lector, dándole ahí donde más débil es: en la resolución atlética, neutra y sumaria -fingida- de las fragilidades y los desajustes de su propio mundo histórico (americano, en este caso). La promesa "inocente" de la ficción superheroica queda delatada en la trama de Watchmen: el mundo, la gran situación escénica que Veidt "intenta salvar", no admite que sus intervenciones violentas desaparezcan como tales y queden anuladas en el restablecimiento imparcial de una equidad previa a la violencia del superhéroe, una Justicia no comprometida o "manchada", en tanto previa e independiente de esta violencia, por los medios que pueda haber desplegado esa intervención. En cambio, en la ortodoxia de la ficción superheroica, justamente es en esa vuelta de la situación a la "imparcialidad inicial" donde se intenta hacer ver que, frente a los superhéroes, no hay oposición real que valga, sino que por medio de su intervención la oposición de los injustos queda reducida a cero, privada de contenidos positivos propios o fuerzas que tengan que ser rechazados y frenados por la parte del valedor de la gran Justicia: el derramamiento de sangre, es decir, de la sangre de los "ajusticiados" por el superhéroe, no compromete la "imparcialidad" de la Justicia restablecida -por eso no tiene que producirse tal derramamiento ante el espectador- porque tampoco colabora, supuestamente, en la determinación del sentido de la lucha misma, que es -a priori- el de un restablecimiento de los justos frente a los injustos. Pero el caso es que toda lucha, con derramamiento de sangre o sin él -pero más palmariamente cuando hay "mancha" de sangre- supone una imposibilidad de volver a la situación de equilibrio previa, a la presunta "igualdad" o equidad imparcial de salida: a no ser que dicha violencia tenga lugar con la sanción de un Dios.


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