jueves, 4 de diciembre de 2008

"El abismo te devuelve la mirada".

Sobre la (más)cara de Rorschach, las manchas del test proyectivo no son ya una prueba psiquiátrica, sino una pregunta lanzada sobre el hombre del siglo XX: ¿qué actitud cabe adoptar frente a una existencia que se ha revelado “moralmente vacía”? Aquel que como Kovacs haga de la ambigüedad moral del hombre contemporáneo el punto central de su “estar en el mundo”, acabará entregado a la desconfianza sobre el otro: si alguien puede descuartizar el cuerpo de una niña y echárselo de comer a los perros, entonces cualquiera puede pasar por encima de las exigencias morales. Todos tienen que ser vigilados.






Sobre las citas: para remitir a algún pasaje de Watchmen, se colocará entre corchetes "[]" el número de capítulo en números romanos, seguido del número correspondiente a la página -la página 1 de cada capítulo será la primera que contenga viñetas, y no la correspondiente a la cubierta original del número. Para remitir a otras secciones del presente ensayo, se usarán números arábigos.


CAPÍTULO 3
[Rorschach como respuesta a la "muerte de Dios" y la "desvalorización de todos los valores (americanos)" en la "Era hermenéutica". La desconfianza como salida a una existencia en la que no cabe esperar conmiseración.]


El lector precipitado que, colocando un disfraz sobre el disfraz del Comediante, entienda que el personaje de éste no da lugar a otra cosa que a una caricatura morbosa del superhéroe como un "psicópata abanderado", un "fascista estadounidense" o un "adalid del Imperio", con toda probabilidad prescindirá de indagar el significado histórico de su conducta: no penetrará en el problema frente al que el personaje de Blake desarrolla una respuesta, y al que, según nuestra lectura, remite una y otra vez el texto por medio de la aparición de la sonrisa y las inquietantes manchas simétricas del test de Rorschach. ¿Cómo seguir entonces el juego del Comediante? En la figura del Comediante no encontramos ni credulidad culpable ni delirio; antes bien, todo en él es, para quien tenga la voluntad de entender, expresión alegre de algo "que todos sabemos en el interior. Lo que no nos atrevemos a afrontar, ni a mencionar." [VI, 15; véase también la descripción de Jon Osterman en IV, 19: "Nunca conocí a nadie tan deliberadamente amoral".] Estas palabras salen de la boca de Walter Kovacs cuando éste da cuenta, ante el juez clínico, de su conversión total en Rorschach, o mejor, de cómo la máscara acabó apropiándose por entero de su rostro -en V, 18 y 28 se refiere a ella como "su cara". Para sorpresa del lector y del psiquiatra Malcolm Long, que intenta estudiar y resolver clínicamente el caso de Kovacs, éste no se limita durante la terapia a manifestar síntomas que puedan conducir, una vez interpretados clínicamente, hasta la causa de su (presunto) desmoronamiento mental. Kovacs construye un discurso, enlazando razón con razón, en lugar de saltar sobre su psiquiatra, de enrojecer de furia, de canturrear o de golpearse contra las paredes: da razones, en lugar de ofrecer síntomas, y es por esto mismo que desborda todo intento clínico de catalogación de su (presunta) patología. ¿Es el tratado un "deficiente" o es el psiquiatra el que le queda muy por detrás en lucidez y rigor, porque carece de un conocimiento que está ya operando en el "paciente"? [VI, 14: "Para ser Rorschach hace falta cierta reflexión."] El psiquiatra y el tratamiento no pueden ponerse a su altura y son empujados a un abismo: el mismo abismo del que nació Rorschach. Acaban envueltos y tragados por la mancha negra en perpetuo flujo, el motivo de la (más)cara de Rorschach, igual que lo fue Kovacs. No pueden dejar de mirar en la garganta del abismo: están empujados hacia él por el discurso de Kovacs, que habla sin miramientos y sin apego a ninguna "felicidad" que lo retenga. El discurso de Kovacs manifiesta algo más allá de la psicopatología: no se reduce a "expresar conflictos interiores de la psique" o a una disfunción cerebral. Descubre algo acerca del mundo en que viven él, el lector, y el psiquiatra; no es una expresión de las "fijaciones" y "represiones" que se dan "dentro de una mente anómala" y que la práctica clínica puede leer como una interjección inarticulada, como un signo que codifica y conduce a un estado anómalo del sujeto clínico. En el discurso de presentación de Rorschach, razón tras razón, se articula una verdad, que acaba golpeando al psiquiatra y abriéndole los ojos. Al final del capítulo parece que el Dr. Malcolm Long ha sido descuartizado moralmente y conducido a las cercanías del suicidio -de hecho, varios tubos de las píldoras a las que ha recurrido para soportar el tratamiento de Kovacs aparecen, a medio vaciar, sobre su cama. El abismo le ha devuelto la mirada. Ha recibido una ciencia más allá de la ciencia del bien y el mal, frente a la cual el saber psiquiátrico de Long no tiene nada que decir -a no ser que se encierre en la idiotez y soslaye lo insoslayable, recibiendo la bendición de la demencia.

"-Me sentí purificado. Sentí que el planeta oscuro se revolvía bajo mis pies y sabía lo que saben los gatos y les hace gritar como niños por las noches. (...) Vivimos nuestras vidas sin nada mejor que hacer. Luego inventamos una razón. Nacemos del olvido, concebimos hijos, condenados como nosotros; volvemos al olvido. No hay nada más. La existencia es aleatoria. No tiene patrón salvo el que nosotros imaginamos después de mirarla mucho tiempo. Ningún significado salvo el que tratemos de imponer. Este mundo sin timón no fue creado por fuerzas metafísicas. No es Dios que mata a sus hijos. No es el destino el que los destripa o se los da de comer a los perros. Somos nosotros. Sólo nosotros. Las calles apestaban a fuego. El vacío respiró en mi corazón, convirtiendo sus ilusiones en hielo, y haciéndolas pedazos. Entonces renací, libre para seguir mi camino en este mundo moralmente vacuo. Era Rorschach. ¿Responde eso a su pregunta, doctor?" (VI, 26)

El que alcanza a saber tal cosa por primera vez, y tal como se sabe por primera vez, no quiere ya saber nada más; sin embargo, de resistir el veneno, querrá seguir adelante como nunca antes. Este saber procede de una hipótesis retórica sólo negativa, pero que como negación, tiene el poder del mordisco venenoso de una serpiente: sume en una muerte del alma de la que sólo sale un hombre nuevo, un hombre que tiene que orientarse y elegir sin buscar la sanción de su quehacer en ningún fundamento metafísico. Sólo con introducir en nosotros una negación, esta ciencia trivial ya ha roto -al menos en apariencia, que es como nos interesa a nosotros- con todos los relatos filosóficos, teológicos y religiosos acerca del sentido de la historia universal. De pronto nos vemos invadidos por la incertidumbre que no soluciona nada y en la que no se nos ha dado nada solucionado. Todavía no se nos ha dicho que haya que entender este vacío como algo ante lo que tengamos que elaborar una interpretación, y no más bien quedarnos absortos como ante una negrura informe [VI, 28]; pero estamos siempre optando por la interpretación, como estamos siempre pujando por la vida. Recordar que ninguna interpretación auténtica aventaja a otra, que ninguna está más cerca del "en sí" de lo interpretado -si es que hay algo interpretado- o de una interpretación canónica universalmente vinculante, es lo que quiere decir positivamente la negación del fundamento metafísico. Todo fundamento obra permitiendo establecer comparaciones entre lo inconmensurable, introduciéndose en todo como su medida y otorgándole orden: "esto es mejor que esto otro", "esto más verdadero", "esto es falso"; "esto es propio del hombre", "esta es la misión del hombre en la Tierra". Cuando algo se ve sancionado por el fundamento, queda ya absuelto de toda su parcialidad, su contingencia y su carácter ficticio: la mano del artista se retira sin dejar huella, se olvida su intervención y la máscara comienza a valer como rostro, al que toda otra máscara habrá de adecuarse. ¿Y si no hubiera más que interpretaciones, y ningún rostro original que ocultar y al que adaptarse? Nos faltará entonces una medida de la interpretación, un referente común para todas las interpretaciones en conflicto: un objeto y un fin de la interpretación. ¿Qué se desmorona junto a la interpretación? Resolverse en la interpretación de un texto que al principio parece ininteligible permite abrirlo en su sentido, esto es, volver a entenderlo; en esa medida en que el texto ofrece un sentido, la interpretación permite justificar nuestra propia lectura del mismo, el tener que vérnoslas con él y el proseguir en el esfuerzo de leer: de otra manera, estaremos "perdiendo el tiempo" al leerlo. Pero del mismo modo que renunciamos a una lectura que nos resulta incomprensible, no podemos nunca renunciar a la existencia, aunque ésta requiera de esfuerzo. El abismo que nos devuelve el eco de las palabras de Rorschach nos avisa de que la existencia misma es, mucho antes que cualquier texto, la que recibe sentido: lo recibe merced a nuestro afán de proseguir en ella y lo recibe porque es fundamentalmente carente de un sentido propio, aunque pueda tolerar su recubrimiento. Si no son textos escritos lo que primeramente debemos interpretar sino que es la existencia misma la interpretada, nos quedamos perplejos: sin fin para la vida individual, sin fin del género humano, sin fin para la sucesión y puja de las sociedades en la historia universal. Toda interpretación en que nos hubiésemos movido como en una descripción verdadera del sentido de éstos vuelve a aparecerse como no más que interpretación, y nos da a conocer su fragilidad y su provisionalidad: estuvimos "dormidos a lomos de un tigre".


¿Puede escaparse del efecto paralizador de este veneno? ¿Puede zafarse un "hombre", es decir, una interpretación que se oculta a sí misma su carácter de interpretación mediante un concepto metafísico ["hombre"], del embrujo de la terrible simetría? Al menos a un nivel práctico, Kovacs escapó: dejó de ser Kovacs y fue tragado por su interpretación, por Rorschach, pero continuó reproduciendo una interpretación moral del sentido del mundo. La máscara dejó de encubrir su identidad personal, en la que presuntamente había aparecido como un esqueje, como una interpretación y un desarrollo de "su" sentido identitario, y la hizo saltar en pedazos. La máscara lo llevó hasta el precipicio donde él no había previsto llegar y que pretendía no conocer, y le dio la lección que él acaba de dar al Dr. Malcolm Long: esa máscara era desde siempre una expresión lúcida de lo que él era ya antes y no admitía ser: interpretación sin identidad previa en la que fijarse, mancha a la que hay que dotar de sentido. Comenzó su carrera como hombre enmascarado que defendía un orden de valores y una idea "americana" del mundo, sin que éstos fuesen mera interpretación o producción gratuita de sentido: tales valores y tal hombre eran medida de la existencia del hombre, pero una medida extraída de la propia existencia del hombre y a la que, por tanto, no se podía renunciar. Cuando en 1975 se ocupa como vigilante enmascarado del caso del secuestro de una niña, Kovacs investiga la residencia del principal sospechoso y descubre que los dos pastores alemanes que vigilan el local están royendo los restos del cuerpo descuartizado de la secuestrada; este hallazgo lo sitúa ante una nueva perspectiva sobre la calidad de los límites morales del hombre, y le hace cobrar conciencia de la parcialidad y la provisionalidad de su propia comprensión del bien y el mal. Él mismo se ve llevado al borde del abismo por esa provisionalidad y prepara, por primera vez en su actividad como enmascarado, un castigo terrible para el asesino, al que rocía con queroseno y quema vivo. Entonces se transforma, sin vuelta atrás, en Rorschach, y convierte la excepción a la moral en un modo privilegiado de asegurar su supervivencia -la supervivencia de la moral "americana" a la que está biográficamente sujeto; sólo después, la suya propia como vigilante y sujeto moral de esos "valores americanos" (nota 1). Al devolverle la mirada el vacío moral sobre el que se asienta la existencia, reconoce en la excepción a la moral la primera y la última forma en que ésta se presenta y asienta en la ambigüedad de la existencia, donde no puede entrar sino como una ficción, una impostura y una imposición [VI, 14]. Todavía como hombre, se le ha aparecido su interpretación del ser del hombre -la interpretación en que se ha educado su conciencia moral- como una compulsión que no está necesariamente tomada de aquello sobre lo que ordena y a lo que configura como algo con sentido, dirigiéndolo a un fin. Habiendo experimentado la interpretación del sentido del mundo en que se mueve como una frágil y no necesariamente exitosa imposición de fines a una existencia que sabe prescindir de ellos, Kovacs descubre igualmente que su identidad personal y moral, que creía encubrir y a la que quería sobreponer algo al vestirse la máscara, era en realidad un caso, una determinada configuración, del vacío que expresa su máscara. En la superficie de ésta se suceden manchas negras simétricas, en las que cabe reconocer una figura u otra, sin que ellas contengan en sí mismas fundamento para ninguna interpretación antes que para otra. La máscara expresaba, en definitiva, una verdad sobre la cara que la cara misma se había negado a asumir; análogamente, Rorschach expresaba una verdad sobre Kovacs que éste ignoraba, y de la que el mismo Kovacs había surgido: de esta manera Rorschach se libera de Kovacs como de una piel provisional, y le impone la ambivalencia de su máscara como su verdad más honda. Pero junto a la conciencia de esa ambivalencia, Rorschach reintroduce y amplifica en Kovacs la voluntad de seguir sosteniendo e imponiendo una interpretación moral de la existencia -la interpretación que Kovacs había recibido y vivido como verdadera, esto es, la del Sueño Americano- como si no pudiera darse otra "mejor", o lo que es igual: mantiene la voluntad de tomar una interpretación moral del mundo como canon de cualquier otra interpretación y de la existencia misma. Por eso puede seguir afirmando, siendo ya Rorschach -y quizás con más razón que nunca-, que el que atenta contra la preservación de tal interpretación moral del mundo debe ser castigado indefectiblemente: "porque hay bien y mal, y el mal debe ser castigado. Aun al borde del Apocalipsis, no dudaré de eso." [I, 24]

Como un alquimista, Moore consigue que el Test de Rorschach deje de ser una herramienta para el diagnóstico psiquiátrico y exprese algo que excede los límites de la terapia clínica. En el mismo movimiento de mano, el caso Kovacs, una excepción clínica, deja de ser un caso de mera "pérdida de personalidad" y comienza a revelar algo sobre la "normalidad" en que se sitúan tanto el Dr. Malcolm Long -a la sazón, el narrador- como el lector: su condición "hermenéutica" y, como diría algún "postmoderno", su desfondamiento y su carencia de fundamentos. En definitiva, el Test de Rorschach deja de indicar algo "clínicamente" y comienza a revelar algo "hermenéuticamente" ante toda vida: su condición de "palacio de cristal". Esta fragilidad propia del palacio de cristal la afecta no sólo como "contingencia lógica" ante otras interpretaciones posibles, sino ante la posibilidad cósmica de que, "tras una breve respiración de las estrellas", una reacción de fisión nuclear desencadenada por alguna intervención humana -quizás obedeciendo a otra interpretación del mundo, como, por ejemplo, la soviética- acabe con toda vida y con toda interpretación. ¿Qué es peor: perder en la capitulación o en el "diálogo de civilizaciones" una interpretación hecha, arrancada día tras día al cosmos e impuesta con esfuerzo a otros intérpretes, o perder la vida, que no es otra cosa que afán de interpretación y una historia de interpretaciones -o Historia de las interpretaciones? Desde estas coordenadas "postmodernas", en las que, como diría un buen amigo mío -parafraseando a G. K. Chesterton-, se nos está obligando continuamente a sentenciar sobre lo habitual con la medida de lo excepcional, uno ya no sabría qué decir. Hay quien responde que en la "era hermenéutica" y la "postmodernidad" deben abandonarse interpretaciones para poder seguir interpretando: esto tiene lugar mediante la negociación, el diálogo y el abandono de la interpretación en que nos habíamos movido, por mor del acuerdo y el consenso. Digamos que la bomba atómica, la posibilidad de poner fin a toda vida como "afán de interpretación" y no sólo a tal o cual interpretación -"destrucción mutua asegurada"- ha hecho más por la "debilitación del ser" y la maleabilidad de las interpretaciones que todo el discurso de los filósofos "post-metafísicos" que han hablado después de la "muerte de Dios" voceada por Nietzsche. Las cosas y los hombres comienzan a aparecer, a la luz de la bomba atómica y, sobre todo, bajo la gestión económica de la vida que se desarrolla bajo su amenaza como espacio político de "Occidente", con la inconsistencia y la ligereza de sus propias sombras, porque como ellas, son incapaces de oponer resistencia a la divina procesión de la onda expansiva y a la continuación de la marcha histórica. ["Todos vivimos bajo la sombra del Doctor Manhattan", se lee en el último párrafo del apéndice del capítulo IV] Curiosamente, en Watchmen nadie parece estar dispuesto a localizarse o admitir su localización en lo que algunos filósofos "postmodernos" llaman "era hermenéutica". Quizás muy cabalmente, se cuenta con que la "era hermenéutica" es, pensada en esos términos, cosa de académicos más que de políticos y hombres de negocios -por más que Gianni Vattimo insista en hacer política desde esa autoconciencia de la postmodernidad. El Gobierno de los EEUU, encabezado por un Richard Nixon al que hace brillar la victoria contra los rojos en la Guerra del Vietnam y que ha conseguido mantenerse en el poder desde 1968 -estamos en 1985-, no parece haberse localizado a sí mismo dentro de la era hermenéutica. Incluso después de la desaparición del Dr. Manhattan, cuenta con el uso del armamento nuclear como única vía a seguir en caso de que la URSS, que acaba de invadir Afganistán, no abandone el pulso de titanes [véase c. III, pp. 26 y 27]. Y si, en todo caso, fuese posible "localizarse" después de Nietzsche al modo en que lo hacen -salvando las distancias- Rorschach y el Comediante, tampoco el reconocimiento hermenéutico de esa "debilidad del ser" o provisionalidad de las interpretaciones nos garantizaría nada acerca del encuentro "dialógico" de las interpretaciones antagónicas del sentido de la historia universal, esto es, acerca de una armonía de las civilizaciones "conscientes de su condición hermenéutica".


[La "muerte de Dios" y el lugar de los enmascarados en la "postmodernidad". El Reloj del "Relojero ausente" y el problema de la existencia de Dios ante las así llamadas "casualidades".]

Con esto a la vista, ¿dónde van a parar los personajes de Rorschach y el Comediante? O planteando esta pregunta a través de sus símbolos: ¿dan expresión a algo común acerca de la "condición hermenéutica que nos afecta" las manchas simétricas y la sonrisa? Ambas son expresiones simbólicas de algo que parece darse a nuestro pensamiento o bien como lo terrible de un abismo o bien como lo jocoso de una farsa. Ambos símbolos parecen estar dando expresión a un mismo límite, en el que sólo negativamente, o al menos negativamente, el hombre contemporáneo no puede dejar de pensar una ausencia: la ausencia de un Dios como Fundamento o Causa de la existencia, o en términos teleológicos y derivados, la negación y el rechazo, por parte de la existencia misma, de cualquier finalidad que le queramos imponer. Esto se traduce en la imposibilidad de que un sentido sonsacado a la existencia por medio de una determinada interpretación humana de ésta agote y acote la misma; y se resume en la negación de un fundamento transcendente de la interpretación que pueda hacer valer esa interpretación que surge en medio de la existencia humana -y por tanto, sólo como un componente interno, parcial y limitado de la existencia, en lo que tiene de vida humana- como una verdad que alcanza y vincula a la totalidad de la existencia incondicionadamente y desde sus cimientos, como "su" fin o "su" sentido. Al hablar sinónimamente de "fin de la Metafísica" o "muerte de Dios" algunas corrientes filosóficas posteriores a Nietzsche apuntan la imposibilidad de que la vida humana, existencia que se interpreta a sí misma y que comprende toda otra existencia en términos de finalidad, pueda ya (en esta "nueva era") a su vez sancionar retóricamente o contar en la práctica con el cumplimiento de esa presunta "tendencia de toda cosa al fin que le ha sido dispuesto", especialmente cuando dichas "sanción" y certidumbre tienen lugar por medio de una referencia constante de la existencia a fines y razones "por las que las cosas son como son, para el mayor bien. Hablando claro, y poniendo esto del "todo llega como llega por alguna razón" justo del revés: que dado que la existencia humana se interpreta ya como llamada por un Dios a fines naturales y sobrenaturales, esta misma existencia humana no puede sino volver a interpretar y confiar en que el resto de lo que, como existencia en sentido amplio, puede malograr o facilitar el cumplimiento de esta finalidad quede, como Creación de Dios, dispuesto a coadyuvar en el esfuerzo del hombre por observar tal finalidad en sus empresas históricas y en cada biografía. Si desde luego la idea pagana y meramente especulativa de un cosmos ya guardaba una referencia al ordenamiento de los fenómenos naturales según constancias internas, que permitían oponerlos a un caos en el que nada sería anticipable o comprensible, e invitaba al hombre de la Antigüedad a hacer cálculos sobre la trayectoria aparente de los cuerpos celestes o previsiones sobre las cosechas de cereal, la idea teológica judeo-cristiana de la Creación pone además en juego un componente tocante al logro de la "felicidad" en lo natural y sobrenatural. Esta segunda idea del cosmos como Creación requiere de la otra de un Dios que es Causa transcendente suya, y que sin ser parte del cosmos o la Naturaleza, mantiene con ella una relación análoga a la que se da entre el artesano y la obra. Esta relación entre Dios y la Naturaleza creada justifica, además, el postulado práctico de que las leyes naturales no son ajenas al destino sobrenatural del hombre hasta el punto de resultar incompatibles con su prosecución y consecución, por parciales e imperfectas que resulten éstas. A lo largo de la Modernidad, y precisamente cuando merced al desarrollo de las ciencias físico-matemáticas y las artes mecánicas desde el siglo XVII el antiguo cosmos ha sido laminado en una pluralidad de campos científicos y tecnológicos capaces de determinar e incorporar ilimitadamente los fenómenos que les son propios, esta idea teológica y teleológica del cosmos como Creación ha pasado, si no ya a re-paganizarse -lo cual es imposible-, sí a poder recibirse en las ideologías modernas como "separada de sus impurezas teológico-metafísicas" -como diría Augusto Comte, "en su estadio científico-positivo"; o como dicen otros, des-divinizada. En el cénit de esta Modernidad, y no en la Antigüedad pagana, es cuando tiene sentido hablar, como hace Nietzsche, de la "muerte de Dios", el "canto de gallo del positivismo", y la "ausencia del Creador": y lo tiene por haberse contado, y seguir contándose en alguna medida hasta tal culminación de la Modernidad, con la "hipótesis de un Dios". "Yo ya no necesito de la hipótesis de un Dios" fue lo que el matemático y astrónomo francés Pierre Simon Laplace contestó al emperador Napoleón cuando, presentándole el primer tomo de su Tratado de Mecánica celeste, éste lo interrogó sobre el papel que se le reservaba a Dios en la nueva teoría astronómica: ya no hacía falta un Dios que, a título de Supremo Relojero, compusiera y pusiese en marcha el universo, interviniendo después en sus tripas periódicamente al efecto de recomponer o engrasar sus engranajes y mantener así su original armonía de movimientos -armonía tan necesaria para su correcto funcionamiento como Creación. Este Dios-relojero del XVII y el XVIII, sobre el que Descartes, Newton o Huygens quisieron proyectar el modelo "perfectísimo" de todos los conocimientos físico-mecánicos y pre-tecnológicos que se estaban reuniendo en los talleres de ingenios de sus naciones -especialmente, durante el diseño de las primeras máquinas automáticas alimentadas por péndulo o por tensión de piezas elásticas, como los grandes relojes encargados por la naciente burguesía y el clero de la época- fue desalojado del Reloj por la extensión del propio conocimiento físico-mecánico del cual había sido "modelo" y sustento -al menos, en la retórica de los mismos filósofos mecanicistas modernos. Pero pese a que virtualmente ningún campo de fenómenos naturales pueda "quedar al margen" de las demostraciones de las ciencias, que ya no requieren de "la hipótesis de un Dios", parece todavía posible defender tardíamente -como hizo Kant- la afirmación de que el conjunto ordenado de la Naturaleza sensible, el universo material, se nos aparece dotado de la armonía arquitectónica y la finalidad que sólo un Demiurgo podría haber introducido en él. Pese a todo, es posible insistir en pensar el universo como si se tratase, en efecto, de la obra de un Supremo Arquitecto o de un Gran Relojero; es posible porque, digan lo que digan las ciencias, los hombres insisten en destacar, entre los fenómenos naturales, ciertas casualidades o conjunciones ordenadas -en el tiempo o en el espacio- de fenómenos, conjunciones sorprendentemente sistemáticas que, por su elevada improbabilidad abstracta, se piensan antes que como casualidades, como signos o señales encubiertas, cuya aparición ha de apuntar a algún fin o parece responder a un plan, y tras la que el conocimiento común tiende a imaginar la intervención calculada de un agente totipotente. Por ejemplo: es quizás mas propio del entendimiento común, al encontrarse con que una disposición azarosa del relieve dibuja sobre la superficie de Marte una sonrisa [IX, 27], atribuir tal conjunción de fenómenos naturales, dada en la "cima de la improbabilidad", a la intervención remota de un Dios antes que a la mera casualidad natural (inmanente) desprovista de razones; y sin embargo, esa misma razón tiene que evitar hablar en la explicación natural de ese fenómeno, sumamente improbable, de un factor "sobrenatural", del mismo modo que debe evitar aventurarse en hipótesis precipitadas -por ejemplo, y en este caso: presentar esa configuración del terreno como artificio de una hipotética civilización marciana. Los conocimientos positivos que pudiésemos reunir sobre los concretos procesos geológicos -geológicos en sentido genérico- que, dándose sobre esa región de la superficie marciana, le confirieron a su relieve tan peculiar distribución en forma de sonrisa, explicarían suficiente y exhaustivamente la aparición de dicha figura, sin requerir de la entrada en escena de un Demiurgo. Cada uno de los elementos del relieve que dibujan la planta de esa sonrisa habría aparecido según causas determinadas y con independencia de cualquier "plan" que lo llevase a concurrir en el resultado final; en esa explicación, no quedaría lugar para ninguna intención oculta o finalidad buscada tras el proceso natural: "no necesitamos de la hipótesis de un Dios". Si definitivamente se ha originado un relieve que, desde la altura, parece ofrecer una sonrisa al espectador, ha sido por casualidad: sabemos que ningún conocimiento o propósito providencial colaboró como factor en los procesos geológicos que dieron esa forma al terreno marciano. Mas, también cuando dispusiésemos de tal explicación y no cupiera suponer la intervención de una mano poderosa en la génesis de esa figura del terreno, todavía podríamos encontrar lugar a un Dios en el reverso de la explicación: pues, ¿no podríamos insistir en pensar que, no ya durante el desarrollo del proceso geológico, sino en la conjunción y en la determinación inicial de los factores variables desde los que parte el proceso descrito y que conducen a tan raro resultado, sí tuvo parte la sabia disposición de un todopoderoso mecánico, que por así decir, seleccionó y colocó deliberadamente las piezas y después permitió que andasen solas? Con todo, tenemos que practicar, por una cuestión de atención a los resultados de las ciencias naturales y los conocimientos positivos que atesoramos ya sobre la formación de los cráteres marcianos, una continua negación del Relojero; un Relojero que no obstante, siguiendo "la inclinación natural de la Razón a dar explicaciones metafísicas" -diría Kant-, querríamos situar a sus espaldas. Pero no sólo por una cuestión de "economía teórica" o coordinación con "la imagen científica del mundo": diríase que ahí interviene algo así como una limitación interna del propio concepto de casualidad. ¿Hasta dónde tenemos derecho a aplicar tal concepto? ¿Qué coincidencias ordenadas de fenómenos son casuales y cuáles no? O en otra expresión, convertida ya en tópico para la discusión: ¿casualidad o causalidad detrás de esas coincidencias?
Y sin embargo, ¿no es ya dar mucho por sentado, aun antes de empezar a hablar de un Relojero, el decir que esa forma que observamos en la composición sensible del relieve marciano figura una cara sonriente, aun cuando aceptemos que esta difícil conjunción de factores se ha dado sólo por casualidad o por azar, sin mayor transcendencia? Según lo que nos enseñaba la última mirada al test de Rorschach (nota 2), ¿no hemos ido ya demasiado lejos cuando decimos que es el cráter marciano el que figura por azar una cara sonriente en lugar de decir que es el observador quien se la figura? Sin que se le agregue nada más, en el mero reconocimiento visual del esquema de una cara sonriente sobre la superficie de Marte hay ya un afán de interpretación y de humanización del cosmos que es previo a la consideración de si habrá o no un Relojero que asegure efectivamente y desde la transcendencia la verdad de nuestra interpretación teleológica de la existencia. La sonrisa, aparezca sobre una chapa en el traje del Comediante, en la camiseta del ayudante de redacción del New Frontiersman [XII, 28], o en la disposición de una sección del relieve marciano, sigue encerrando la ambigüedad de una de las manchas de Rorschach: no es más que plétora sensible, masa de colores, a la que (im)ponemos una forma fingida y dotamos de sentido. La posibilidad de que encontremos ahí una sonrisa se debe, según eso, a que nuestro vivir es ya un estar interpretando y dotando de sentido.
¿Nos permitiremos entonces dar el siguiente paso, y así entender que esta primera interpretación nuestra está además soportada por un Dios que da razón de la misma existencia interpretada, Dios que asegura, del mismo modo, la verdad de esta interpretación para todo caso y que, por así decirlo, hace de esta interpretación nuestra la medida según la cual tiene que existir lo existente? Condescender con esa tentación sería ya cometer un exceso. La prohibición de seguir adelante en esa dirección, de permitirse ese "exceso" a la hora de conceder sentido a la existencia, se aparece ya a nuestra interpretación en el aspecto simbólico de la misma figura esquemática que se ha reconocido. De este modo, encontramos que en la propia sonrisa dibujada por el relieve marciano se hace presente, quizás dejándonos por única salida la risa, un umbral que el intérprete no puede traspasar con su razón, y que lo separa de la divinidad que él mismo espera encontrar al otro lado del umbral -o de la nada desconocida- como un espejo en que vuelve a topar con el reflejo de sus propias limitaciones, su parcialidad y su finitud. La misma figura de la sonrisa en la superficie de Marte es, al tiempo que figura, un símbolo de la tensión que se establece entre la imposibilidad de saber qué haya detrás de su aparición -un Bromista o una nada, pero ya no un proceso natural- y nuestra tendencia a ignorar esta imposibilidad, arrogándonos el derecho de resolver nosotros mismos la incertidumbre. La sonrisa de la Esfinge que atrapa con sus enigmas, como la sonrisa hierática del cráter marciano, expresa circularmente un límite "intelectual" y una resistencia última para la interpretación: la imposibilidad vital, contrariada por la tendencia del existente humano a interpretar y hallar sentido a cualquier precio, de recurrir a instancia transcendente alguna que pueda haber "sellado" y asegurado toda la existencia bajo una dirección y una finalidad últimas conformes a nuestra esperanza. Por lo mismo, la aparición de la sonrisa retiene la negativa por parte de la existencia interpretada a recibir como suya alguna de las imposiciones de sentido bajo las que querríamos haber resuelto por siempre su impenetrabilidad y su inicial carencia de fines.

El guionista no podría haber acertado mejor en la elección de la sonrisa como símbolo de la tensión irresuelta entre la casualidad y lo intencionado, la esfera del azar y la esfera de lo abiertamente significativo. La sonrisa del cráter marciano se sitúa justo sobre la línea donde coinciden -desde el punto de vista del resultado obtenido- por un lado la obra intencionada de un ser viviente (finito o infinito) que opera con vistas a un término o un propósito y, por otro lado, el "ciego" decurso necesario de los fenómenos físicos, que se resuelve definitivamente en las explicaciones de las ciencias sin alusión alguna a finalidad; esta sonrisita aparece, entonces, marcando un ámbito de la excepción o una "tierra de nadie" en la cual la diferencia patente entre ambas esferas, la de la obra con propósito y la del curso inerte de causas y efectos, queda reducida a cero, anulada y suspendida para el conocimiento común. Cuando esa excepción se da, el conocimiento común del hombre acaba empujado, curiosamente, hasta la risa, hasta la expresión vital del autocancelarse toda comprensión ante lo cómico: era por eso que el símbolo de la sonrisa no podía estar mejor encajado en la trama de la obra que estamos intentando leer, precisamente cuando una de sus líneas problemáticas centrales es la que se abre sobre la irresolución -el límite "indeciso"- entre el "de nuevo, puede que sí" y el "no, es imposible" decidido, o más claramente, entre el "no hay Relojero para el Universo-reloj" [IV, 28] pronunciado por Jon Osterman en nombre de la Modernidad y el "es plausible que este Universo-reloj tenga un Relojero" que, a modo de chiste, la historia presenta al lector [IX, 28] mediante la (¿)casual(?) aparición de la sonrisa en el terreno marciano (nota 3).

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Escribir y redactar contenidos para Internet:

1. Los contenidos se deben estructurar mediante resúmenes y tablas de contenidos

2. El texto debe organizarse con palabras resaltadas, listas numeradas, líneas separadoras, etc. Los títulos y subtítulos deben ser claros, simples y concisos.

3. Los párrafos deben contener una única idea.

4. Utilizar estilo de redacción de pirámide invertida, comenzando por la conclusión y finalizando con los detalles. Así, opcionalmente la persona que desee profundizar puede seguir leyendo sin perjuicio del usuario que busca rápidamente la información.

5. Se deben utilizar la mitad de palabras que se usarían en la redacción de un texto común impreso.

6. Se debe utilizar lenguaje objetivo, sin exceso de adjetivos, palabras redundantes o afirmaciones no basadas en evidencias, es decir, lo contrario del lenguaje promocional.

7. Utilización de una combinación de colores de texto y fondo con suficiente contraste, texto claro sobre fondo oscuro o viceversa.

9. El lenguaje simple e informal es más adecuado que el elegante o formal, ya que la lectura es más rápida en el primero.
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Te lo digo porque si sigues lanzando tochos te pegarás el curro para nada.

También añadiría que no justificaras el texto en una columna tan estrecha, los que agrandamos la fuente para leer mejor nos encontramos huecazos que dificultan la lectura una barbaridad.

Joaquín A. F. dijo...

Anónimo,
Soy el autor del blog. Tienes más razón que un santo: ni internet ni los blogs son el medio adecuado para la presentación de este trabajo. Supone un tiempo de lectura que internet no invita a conceder. Pero llevo más de 150 páginas escritas sobre Watchmen y parece ser que nadie quiere publicarlas -y te aseguro que he leído ensayos mucho menos trabajados que el mío. Este blog es sólo una muestra de ese trabajo de lectura: una vez que lo haya llevado allí donde tengo que llevarlo, me ocuparé de distribuirlo en forma de libro electrónico -o pagaré a un editor para que lo imprima.
Gracias por tus consejos. Me aturde saber, no obstante, que el medio y el formato puedan condicionar los contenidos hasta ese punto.
Un saludo,
Joaquín A.F.

Anónimo dijo...

Hola, Joaquín,

Si te viene bien, mándame un email sobre este trabajo de 150 páginas y plantéame el proyecto. Ya sabes, no se pierde nada, ¿no?
Soy José María Carrasco, editor de Viaje a Bizancio Ediciones:
yorkshire@bizancioediciones.com