Muchos
pueden decir sinceramente, llevando una vida sin emociones y en apariencia
trivial, que "han alcanzado sus sueños". Han comprado una casa y un
coche al estilo de vida americano, pagan su hipoteca y tienen un perro tipo
labrador con el que juegan sus dos o tres retoños. Y esto puede ser verdadero, en la medida en que nuestros sueños nunca
fueron del todo nuestros, pues nunca son el resultado de un actividad monádica
incomunicable que opera al margen del resto de soñadores ("las mónadas no
tienen ventanas"; “vivimos como soñamos: solos”, etc… son afirmaciones
que, desde este punto de vista, se disuelven a sí mismas, pues anidan siempre
en una realidad más amplia que las hace propias de un tiempo y de un ambiente).
La realidad en que vivimos también "sueña", y nosotros participamos
de ese sueño. No sólo se conforma de lo que alcanza efectivamente, sino de lo
que fabula y lo que teme. ¿Nadie ha reparado en la importancia que han de tener
los personajes y hechos ficticios que, siendo aceptados como tales, nos
acompañan en nuestro quehacer diario? Como el mar que golpea y da forma
lentamente a los peñascos más sólidos, así lo que Jung llamó "inconsciente
colectivo" moldea, a través de la Odisea y la Ilíada, por medio de Elvis,
de Marilyn o de Luke Skywalker, nuestra capacidad de elección consciente,
nuestros actos productivos diarios, nuestro diseño del personaje desconocido
que nunca terminamos de interpretar. Todos estos compañeros (Odiseo, Aquiles,
Elvis, el Rey de Amarillo, Batman y el Joker...) nos persiguen y acompañan
mucho más allá de las horas ociosas en que hemos tenido algún conocimiento de
ellos. A diferencia de lo que hacemos con la lección escolar o el conocimiento profesional,
voluntariamente nos acostamos con ellos una y otra vez; otras nos dejamos
asaltar por su fingido recuerdo durante las horas de la vigilia, en las que, desde
el punto de vista de la normal interacción social y la lógica de lo que es verdaderamente ser, no están
permitidos, puesto que no entran dentro de la planificación técnica de los logros necesarios para mantener las cosas bajo control (logros que, por
supuesto, más de una vez no dejan de ser un enamoramiento colectivo soviético
con fantasías tecnológicas y sociológicas que son las que deciden "lo
serio de la vida”, pero que nacieron como ficción). Nadie puede negar que estos
personajes quieren ser una compañía silenciosa y de un ascendente poderoso, que
nos moldea con la misma lentitud con la que el agua pule los perfiles de los
acantilados y se infiltra en el subsuelo para levantar las fantasiosas columnas
de las grutas. Son sueños de una época. La Imitatio
Christi no es nada desde el punto de vista de los logros externos y
compartidos en la vigilia; es insignificante cuando asumimos que la fantasía no
es sino un ejercicio incomunicable de subjetividad irracional, pero lo es todo
cuando pensamos que el imitado es una ensoñación colectiva necesaria que se
mantiene siempre ejerciendo una atracción constante sobre nosotros, tal como la
Luna produce las mareas mientras no vemos el horizonte del mar. Al gnóstico
moderno le interesa plantear que la literatura religiosa no deja de ser eso,
literatura; que el poema de Gilgamesh, los libros de la Biblia, la Ilíada y la
Eneida forman parte todos de una misma línea; que la fe no es sino una forma de
fantasía que se ha tomado demasiado en serio; y –cómo no- que la Iglesia
católica, como Moisés en su día, no ha hecho sino jugar con el prestigio de los
faraones divinos para ponerlo en la ausencia permanente de un Dios
transcendente; pero tras decir todo esto, tras mil aderezos y guiños a la obra
de Carl G. Jung, el gnóstico modernizado sigue siendo un gnóstico, un
aprovechado, un farsante –y quizás no le importe admitirlo.
Por centrar esto en lo que veníamos tratando, podemos encontrar en la trama de Watchmen a alguien cuyo personaje está a todas luces tomado de su entorno sin ninguna pretensión de ruptura, alquilado como un traje de nupcias, sin que eso implique una existencia falseada, una alienación insoportable en los deseos de otros, como tanto quiso descubrir el individualismo modernista europeo: Laurie Juzpeczyk, la segunda Especto de Seda, ha recibido de su madre el personaje fantástico que ha de reinar en su vida mediante una imitación consciente, y en ese sentido "se lo han dado hecho”, no ha tenido posibilidad de, como decía Heráclito de Éfeso, indagarse a sí misma. Vive -cree ella- para continuar la fantasía de otra / otro, hasta que en EEUU se pierde la simpatía popular hacia los justicieros enmascarados y son prohibidos. Pero, a pesar de los reproches de Laurie hacia su vida, ni siquiera la fantasía de su madre es una vocación exclusiva e intransferible ni esencialmente una extensión "de su madre". Su disfraz, su personaje, son una ensoñación colectiva del mundo que vio venir a los justicieros enmascarados al calor de las historietas de superhéroes, y que puso el encanto y el arrojo de un modelo de mujer en la prueba de los lances de armas antes reservados a los varones. Se trata de un personaje tan compartido, expuesto y hecho a la medida de su entorno que incluso protagoniza, involuntariamente, cómics pornográficos de bajo coste con amantes masculinos vulgares en la América de los grandes esfuerzos de guerra. En ese sentido, más que una figura aristocrática de la épica, es un personaje integrado y manoseado en el mundo pop, y un icono vulgar en el sentido en que puede serlo una estrella del celuloide –lo que en sí mismo no tiene por qué ser una acusación. Desde el punto de vista de un snob, se puede decir que, siendo la figura de Espectro de Seda una fantasía pop, un trampantojo para vidas de bajo coste, no puede sino transmitir una actitud y un deseo masificados y poco refinados hacia las cosas y giros de la vida, tanto hacia aquellos que la tienen delante como admiradores, como hacia la propia vida de Laurie. Y no por ello es una figura trivial o poco decisiva. La amazona que se sigue disfrazando dentro del disfraz de Espectro de Seda es un manantial de una tradición enterrada, en la que no sólo Laurie y su madre quedan comunicadas en su fuero interno con el espíritu de la América contemporánea, sino con una fantasía que se remonta a los tiempos de la Conquista de América y a los de Alejandro el Grande. Por más que la fantasía de Espectro de Seda parezca una fama de corto recorrido, tan efímera como una estrella del paseo de la fama de Hollywood, nada hay de aciago ni de condenatorio en los hilos que se entrecruzan en su trama. La fantasía de la vida de Laurie no es suya, ni amargamente sólo suya; pero tampoco es sólo la traslación de la fantasía que inició su madre, porque ésta ya era mucho más ab initio; y es que, a veces, lo que no nos pueden dejar hecho y acreditado de verdad con una vida ejemplar (especialmente la de nuestros padres) sí nos lo pueden dejar resguardado y contenido en una fantasía que manejamos sin conseguir comprender del todo. "Mi madre pudo ser un fraude, mi vida ha podido ser un fraude, pero su personaje, en lo que nunca completamente real, nunca lo fue" -pudo pensar Laurie. ¿Es este giro la "luminaria de conocimiento en la oscuridad del simple ser" de Jung que da nombre a ese memorable capítulo de Watchmen, o han sido Moore y Gibbons mucho más generosos -y sabios- que el gran Jung en este punto?
El tema de
la “pérdida de inocencia” es, en este capítulo, el descubrimiento de que los
padres de Laurie no eran, en comparación con el personaje que le vendieron a
Laurie como un modelo de vida y una carrera, sino un fraude. Después de ir recapitulando
un rosario de desengaños, Laurie se da cuenta de que su madre, pese al deseo
vergonzoso de ocultarlo al juicio social, se había enamorado del hombre más despreciable
y cínico que podría haber conocido, precisamente el único que había intentado
violarla y que iba, camuflado bajo la nobleza de una lucha bajo la bandera, a
ser visto como un gran defensor de la causa americana. Esta sinrazón del
corazón de su madre, contraria –por aparentemente débil, pasional o miserable- a
toda expectativa sobre la rectitud y el buen juicio de un modelo moral, insiste
en lo caprichoso, lo irracional y lo inexplicable del fondo del deseo amoroso
de su madre, pese a todo el cuidado con que ella procuró criar a su única hija “dentro
de una bola de cristal”, haciéndola ver que ella estaba heredando un personaje más
allá de toda duda. No hay justificación posible para que la mujer más deseada
de América haya elegido como padre de su única hija a un hombre de cuya
paternidad más tarde, ante la mirada de los espectadores, se tenga que
avergonzar. Y dado que esto sucedió, todo lo demás en la vida de Laurie, desde
su primera vida intrauterina hasta su elección de besar al Dr. Manhattan, está
atravesado por un error de origen, un secreto vergonzoso que resulta incurable,
y del que no se ha dado cuenta hasta que el cosmos no le dado la posibilidad de
recapitular su vida en un escenario inverosímil, haciendo confluir diferentes momentos
del tiempo en un solo recuerdo.
Si al final de su fantasía Laurie llora porque se da cuenta de que, desde el punto de vista de los hechos y lo efectivamente alcanzado, su vida, como la de su madre, han sido una apariencia engañosa, un fraude, una broma en la que todos se ríen de nosotros como si fuésemos el niño al que han visitado los Tres Magos de Oriente –pero una broma de buen género-, digo que, si bien llora, tiene que encontrar consuelo: consuelo, porque al menos una gran fantasía, una fantasía digna sobre quiénes eran ellos y quiénes podemos ser nosotros es ya, para lo que nos queda por hacer y sin hacer, un gran regalo inagotable.