jueves, 25 de diciembre de 2008

El mito del primate y el ángel (según Rorschach y según Ozimandias).

Elevándose sobre los cadáveres de los habitantes de Nueva York, la contracubierta de un número de Relatos del Navío Negro proclama con entusiasmo: “Con el método Veidt de mejora física y mental tendrás un cuerpo perfecto” [XII, 6]. Introducir en la historia contemporánea un “cambio de tono”, una cesura poética tras la cual sea posible la llegada en masa del Hombre del Mañana (Superman), es parte de la tarea semidivina que Adrian Veidt debe enfrentar, a costa del “hombre (imperfecto) del presente”, para ganarse su lugar en “el club de las leyendas” [XI, 8].
Adrian Veidt, al cobrar plenamente el aspecto de Ozimandias moderno y “cortar el nudo gordiano“ [XII, 19] anuncia a los enmascarados: “(...) viviréis en una edad de conocimiento tan deslumbrante que la humanidad rechazará la oscuridad de sus corazones...” [XII, 17]. El planteamiento de la tarea que debe encumbrarlo como Ozimandias está, pese al “entusiasmo progresista” que lo recubre, íntimamente sujeto a una de las más siniestras comprensiones escatológicas de la “naturaleza humana”: esa comprensión según la cual el “hombre“ es una criatura en la que se reúnen dos naturalezas acabadas -a saber: la del ángel y la del bruto-, o en otros términos, una cara plenamente luminosa y otra plenamente vil -el Dr. Jeckyll y Mr. Hyde- entre las que algún tipo de “ violencia compulsiva“ -una Ley moral, o un gran “acto revolucionario” como el de Ozimandias- puede forzar una conmutación, momentánea o definitiva: “OFF“ para el gorila y “ON“ para el ángel. Esta comprensión, por más que le pese al “progre“ que confía en la perfección de la Humanidad, está emparentada con la otra que, rebosante de puritanismo religioso, opera tras la opción de Rorschach por la desconfianza radical en la existencia humana.


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Cuerpos humanos del hoy y cuerpos angélicos del mañana.

La presentación del hombre como un cuerpo de primate "que se viste la liviana seda de una cultura moral", pero que, en esencia, es capaz de deshacerse de ese ligero disfraz moral tan pronto éste impida la satisfacción de sus deseos o de su ímpetu de dominio, es el correlato de la sospecha radical sobre la existencia que mantiene la vida de Kovacs sumida en la desconfianza. La experiencia de Kovacs en el 75 durante su investigación del secuestro de la niña Blaire Roche, descuartizada por su raptor y eliminada como comida para los perros, supone para aquél la confirmación de esa inicial indiferencia de la vida humana ante toda ordenación moral, indiferencia a la que sólo como Rorschach puede hacer frente. Que un solo hombre sea capaz de producir tal horror y continuar con su vida "como si no hubiese muerto su alma moral" es ya prueba suficiente contra todos los que, como él, sean hombres: da la calidad del material del que estamos hechos todos los que compartimos su "condición humana", o por lo menos, la calidad de nuestros vínculos morales recíprocos. No entremos ahora a discutir si esa ambigüedad inicial de la vida humana ante los imperativos morales es universal y se extiende sobre toda la especie biológica en todos los tiempos o si sencillamente es un fenómeno localizado -histórico, por tanto- derivado de ese carácter desdivinizado y "postmoderno" del mundo contemporáneo, que tiene su origen, antes que en algún atavismo genético, en la fractura y debilitación de toda ordenación político-moral que acompaña a nuestro presente. El pensamiento que parece estar guiando la conversión de Kovacs en Rorschach es el siguiente: si la condición de la existencia humana es tal que permite, de facto, que ésta ignore a su conveniencia y sin límite los imperativos morales, sin que por ello se extinga su impulso vital, entonces la actitud fundamental que, desde una interpretación moral de ésta, cabe adoptar hacia la vida del propio cuerpo y la de los otros cuerpos, es la de colocarle y mantener tensas las riendas de un "piloto moral" que la domeñe, para el cual el cuerpo ha de servir como mera marioneta que le dé ocasión de imponerse sobre toda existencia, "mientras quede vida". Sólo así es posible que la vida humana pase de ser indiferente al deber -como lo es en principio- a ajustarse a él, a transcurrir conforme a él -independientemente de los motivos (nota 1). Ese "piloto moral" es, en el caso de Kovacs, el vigilante Rorschach. Así es como podemos comprender la extraña relación entre la máscara y el cuerpo de Kovacs: ésta no sólo convierte su alimentación en un trámite inexcusable, contentándolo con terrones de azúcar y judías precocinadas [I, 11], sino que le prohíbe ceder ante el dolor [V, 28], el frío polar [X, 27], el cansancio [V, 11] o se niega a concederle el "lujo" del aseo: el cuerpo sólo debe servir al deber, y sólo actuará para hacer cumplir el deber.
Además, este relato de la indiferencia esencial del cuerpo humano a la moral, tan asociado al fondo puritano de la formación de Kovacs, se completa con el relato de la bestial violación de Sally Juspeczyk a manos de un joven Edward Blake, que es contemplada por una complaciente cabeza disecada de gorila [II, 6 y 26]. Pero, ¿acaso esto habla de inmediato a favor de la concepción de Kovacs del hombre como un "primate con modales que debe ser vigilado", o sencillamente nos hace ver que en toda persona sometida al desgaste de la desmoralización contemporánea, aunque ésta sea centralmente una criatura moral y vaya en su cuerpo inscrita una necesidad de "costumbres", hay una posibilidad de abundar en la bestialidad y la amoralidad como sólo alguien moral -y no un primate- podría hacerlo? No podemos dejar de observar que media en la formación del cuerpo de todo hombre existente, hasta el punto de quedar inscrita en su rostro y concederle su expresividad, una necesidad interna de ordenación moral de su vida como cuerpo humano, esto es, una necesidad de hacer de su mero mantenimiento fisiológico algo sujeto a una biografía (que incorporará ya categorías morales e histórico-políticas: oficio, familia, religión, etcétera). Alan Moore, tanto en este pasaje de la violación de Sally Juspeczyk como a través de las intervenciones de Mr. Hyde en La liga de los Hombres Extraordinarios, tiende a presentar ese otro aspecto "oscuro" de la "naturaleza humana", esto es, esa posibilidad del hombre civilizado de desprenderse de sus "ataduras morales" tan pronto falle la vigilancia, como motivo de burla ante toda interpretación moral abstracta que, al estilo de la "moral desencarnada" de Rorschach, desee deshacerse del cuerpo humano y sus ritmos internos de un plumazo. Por supuesto, como él mismo hace notar [véase La liga (...), vol. II, nº5, pp. 21 y 22] por boca de Mr. Hyde -ese "primate vestido con traje de caballero del Imperio inglés", diría Jeckyll-, cuando permite que éste emita sus juicios "genealógicos" sobre las inhibiciones del Dr. Jeckyll -"esa maricona presbiteriana", dice Hyde-, toda moral "angélica" que intente la negación continua del "sucio" cuerpo humano -su "represión", su abstracción, su instrumentalización- acaba valiendo, por inversión, como entrega total de esa misma "sucia" vida del cuerpo a las ciegas saturnales de una exuberancia vital desordenada que parece desconocer radicalmente toda cultura moral. Mr. Hyde puede resultar bestial, en lugar de humano, en la misma medida en que el Dr. Jeckyll pretendió ser angelical, en lugar de humano. Querer tratar el cuerpo humano -viene a decir Hyde- como si pudiese destilarse en él un ángel inmortal, es condenarlo a quedar apartado de toda posibilidad de aproximarse, tal cual es, a cualquier incardinación moral de su actividad como cuerpo vivo mortal. Obsérvese que ese hiato Jeckyll/Hyde, ángel/monstruo, se encuentra presente con un aspecto no menos político que moral en la interpretación de Adrian Veidt del conjunto de los males de la historia universal y los conflictos de su propio presente histórico: como hombre total, ilimitado, actúa llevado por la vislumbre de una Humanidad unificada, solidaria (frente a un fantasmal enemigo extraterrestre), una "Humanidad" completamente libre de fronteras y disarmonías, esto es, de desajustes entre partes en conflicto; concibe su destino en una armonía sin restricciones que sólo podría darse en ausencia de las contradicciones -dialéctica entre cada organismo y su entorno, dialéctica entre individuos vivos, dialéctica histórica entre clases, dialéctica histórica entre imperios- que tienen que ver con la escasez material: la escasez de los elementos que permiten sustentar la vida orgánica y, a otro nivel cualitativo -mediado por el trabajo-, la vida histórica de los hombres.
¿Puede algún ser viviente quedar exento de esa "oscuridad" de la "lucha por la vida", de esa condición "grosera" y violenta de los cuerpos vivientes, que puede llegar a convertirse en derramamiento de sangre, en "mancha" o "miasma original"? Quizás los ángeles, si es que existen. Compuestos de materia sutil y no necesitados de alimentos que repongan el desgaste estructural de sus cuerpos, sólo los ángeles, ajenos a la escasez material que exige a los seres mortales -todos los seres orgánicos conocidos- tomar de su entorno lo necesario para vivir incluso cuando sea a costa de otros individuos o especies, conocen la posibilidad de escapar a toda disarmonía y, con todo, seguir vivos -porque lo están, aunque no sean corruptibles, esto es, mortales. Adrian Veidt es, en tanto pretende quedar libre de ese "carácter bestial" de toda vida por la inflamación de su "espíritu universal", un ángel; sus enfrentamientos, directa o indirectamente violentos o asimétricos, con otros seres humanos, deben dejar incólume su "vocación a la Armonía total" -también cuando supongan derramamiento de sangre-, por lo que son envueltos retóricamente en una "serenidad ascética" y un "dolor por el dolor del otro, pese a que tenga que ser vencido". Su orientalismo y su vegetarianismo son también expresiones del pensamiento "armonista" -tan discutible- que pretende poder mantener el mundo y su "progreso hacia mejor" al tiempo en que expulsa de éste los conflictos, las oposiciones en que se desenvuelven, mantienen y evolucionan las cosas, la historia, y nuestra propia realidad de cuerpos vivientes. En dicha "gnosis armonista", esos conflictos quedan desprovistos de su papel positivo de "motores de la evolución" -así son considerados por el biólogo soviético Oparin en El origen de la vida, según la ortodoxia leninista del Materialismo dialéctico de Marx y Engels- y son despreciados de inmediato como una "rémora sobrepuesta", accesoria, que impediría el despegue de la realidad hacia una "perfección cenital de todas las cosas", presuntamente ya prefigurada en ellas y "en germen" -una perfección que, afortunadamente, es inalcanzable, o sólo alcanzable en la paz del cementerio. Una persona angelical, "integrada en la armonía del cosmos", no es, como Veidt sobreentiende, aquella más "totalmente humana": el Dr. Manhattan, el único ser con superpoderes conocido, presenta efectivamente algunos de los atributos propios de un ángel de la Ontoteología moderna (incorruptibilidad del cuerpo, sutilidad de la materia que lo compone -sutilidad que permite su teletransporte-, conocimiento intelectual directo de futuro y pasado según el "plan universal", ruptura del "engañoso testimonio de los sentidos"), y sin embargo, no es "humano". Antes bien, se muestra internamente incapaz de tomar parte en los asuntos humanos: el orden que el Dr. Manhattan encuentra en su retiro al escenario marciano, que viene a ser -en el contexto de la trama- la prefiguración de una Tierra en la que la biosfera se ha eliminado a resultas de la III Guerra Mundial -una auténtica "paz perpetua" (del cementerio)-, es la única armonía a la que un cuerpo angelical puede sumarse como tal, pese a lo que se prometa Veidt. Insistiendo en saltar los "límites" entre el ángel y el "violento" ser humano, el plan de Ozimandias persigue instalar una "paz perpetua" que no sea esa paz de la superficie desértica de Marte, sino una paz cosmopolítica. A cambio de la renuncia a todo conflicto, ese pensamiento de la Armonía ofrecería una vía por la que el individuo viviente tendrá enfrente su "perfección" (ilusoria) tan pronto se declare al margen de enfrentamientos o relaciones polémicas -como las que suponen algún tipo de violencia, dominio o desigualdad sobre otros seres- con el resto de la "Gea" viviente. Desde este punto de vista, Adrian Veidt es un hippie mimetizado en "el Sistema" o un hombre de negocios de la New Age, que trata con sus empleados "de igual a igual" [remito a sus notas de trabajo en el apéndice de X] y procura reservar parte de su agenda para las obras de beneficencia [véase VII, 14]. Antes de su retiro como justiciero enmascarado, era ya el más popular de los vigilantes. Y sin embargo, este "ángel humano", aun cuando pretenda quedar exento de toda relación de oposición real que suponga alguna traba a su propia "perfección" o que estorbe la perfección de las otras cosas o los otros hombres en la "armonía universal", debe ser reclamado repentina y abruptamente por lo que él mismo llamaría su "lado oscuro", de una manera tan "pura" que resultará desconocida y horrorosa incluso para los que, como Edward Blake, recorren como hombres un camino antagónico al de la "integración en la Armonía total". "En Vietnam hice cosas horribles, maté a algunos niños, pero nunca hice nada así", es todo lo que acierta a decir Blake ante Jacobi, deslumbrado por la siniestra perfección de los planes de Veidt para la pacificación del mundo. Como en el mito de la caída de Lucifer, este angélico Veidt, con su cuerpo y su intelecto sutiles, resulta, en relación a los hombres corruptibles, tan perfecto, inalcanzable e ilimitado en su maldad como puede haberlo sido en su aparente bondad. Finalmente, quien quiere hacer de la perfección del mundo un instrumento para su propia perfección -como secreto Ozimandias, según lo que dice en [XII, 20]: "He salvado a la Tierra del infierno. Ahora la guiaré hasta la utopía."-, se ve arrojado al foso oscuro de la monstruosidad: si antes el mundo no estaba a la altura de su perfección, después de la manifestación de su "lado oscuro" es él quien acaba siendo rechazado por el mundo, encerrado como monstruo en la misma distancia por la que él creía habérsele aventajado como "hombre del mañana". En la última viñeta en que aparece Veidt [cap. XII p. 27], lo vemos de espaldas al mundo encerrado en la esfera astronómica, el Todo que él creía haber dominado; Ozimandias es presa de la soledad que llena su propia sombra, atrapado fuera de ese mundo con la misma perfección con la que se le había adelantado y lo había juzgado como hombre total. El náufrago de los Relatos del Navío Negro -como veremos en nuestro cap. 5- queda expuesto, en su locura, a la misma visión del Infierno que acude a los sueños de Veidt: "Por la noche, sueño que nado hacia un horrendo..." [XII, 27].
Si el lector ha encontrado de interés este tema de la "suciedad" y la "oscuridad" del cuerpo y su reclamación frente al "angelismo moral", podrá seguirle la pista en otras obras escritas por Moore. Tras Watchmen, Alan Moore ha desarrollado una y otra vez el asunto del conflicto entre la civilización contemporánea -se entiende que la anglosajona, que es la original del escritor- y los aspectos del cuerpo humano siempre resistentes a la civilización, vinculándolo a la necesidad de mitos paganos, a la búsqueda de la divinización del cuerpo por medio del sacrificio ritual del mismo o la fascinación por su fertilidad: así puede entenderse mejor la tarea sangrienta del Dr. Gull como Jack el Destripador -en realidad, arúspice moderno, que lee el destino del venidero siglo XX sobre las entrañas de las prostitutas que sacrifica al Dios masón- en From Hell, el destino del imposible camino de vuelta a la matriz individual pintado en El amnios natal, o la presentación de la mitología de Lovecraft como vía de revelación de esa "parte oscura de la naturaleza humana" en The courtyard. Sólo recuerde hacerse una pregunta: ¿en qué sentido puede haber una "naturaleza humana" para un hombre como Moore, que parece estar lejos de quien cree en un Dios que hubiese dispuesto tal "naturaleza", tal esencia "inmutable" de la especie? ¿Qué es el cuerpo humano al margen de la cultura material, sin los medios y los frutos del trabajo? [Véase el opúsculo de Engels El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre].

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NOTAS
(1) Los motivos psicológicos de la vigilancia moral del Sueño Americano son irrelevantes en el rigorismo de Rorschach, porque como elementos de una vida humana ajena en esencia a lo moral, no pueden conceder o restar mérito: quedan anulados en el ajuste o el desajuste de los actos a imperativos morales que ya no son psíquicos, ni se encuentran dados en el plano de la existencia individual, que debe ser ajustada a un orden externo. "¿Algún rasgo de nuestras personalidades [las de los enmascarados]? ¿Algún ansia animal por luchar y combatir que nos convierte en lo que somos? No importa. Hacemos lo que debemos.", dice Rorschach en II, p. 26.

jueves, 4 de diciembre de 2008

"El abismo te devuelve la mirada".

Sobre la (más)cara de Rorschach, las manchas del test proyectivo no son ya una prueba psiquiátrica, sino una pregunta lanzada sobre el hombre del siglo XX: ¿qué actitud cabe adoptar frente a una existencia que se ha revelado “moralmente vacía”? Aquel que como Kovacs haga de la ambigüedad moral del hombre contemporáneo el punto central de su “estar en el mundo”, acabará entregado a la desconfianza sobre el otro: si alguien puede descuartizar el cuerpo de una niña y echárselo de comer a los perros, entonces cualquiera puede pasar por encima de las exigencias morales. Todos tienen que ser vigilados.






Sobre las citas: para remitir a algún pasaje de Watchmen, se colocará entre corchetes "[]" el número de capítulo en números romanos, seguido del número correspondiente a la página -la página 1 de cada capítulo será la primera que contenga viñetas, y no la correspondiente a la cubierta original del número. Para remitir a otras secciones del presente ensayo, se usarán números arábigos.


CAPÍTULO 3
[Rorschach como respuesta a la "muerte de Dios" y la "desvalorización de todos los valores (americanos)" en la "Era hermenéutica". La desconfianza como salida a una existencia en la que no cabe esperar conmiseración.]


El lector precipitado que, colocando un disfraz sobre el disfraz del Comediante, entienda que el personaje de éste no da lugar a otra cosa que a una caricatura morbosa del superhéroe como un "psicópata abanderado", un "fascista estadounidense" o un "adalid del Imperio", con toda probabilidad prescindirá de indagar el significado histórico de su conducta: no penetrará en el problema frente al que el personaje de Blake desarrolla una respuesta, y al que, según nuestra lectura, remite una y otra vez el texto por medio de la aparición de la sonrisa y las inquietantes manchas simétricas del test de Rorschach. ¿Cómo seguir entonces el juego del Comediante? En la figura del Comediante no encontramos ni credulidad culpable ni delirio; antes bien, todo en él es, para quien tenga la voluntad de entender, expresión alegre de algo "que todos sabemos en el interior. Lo que no nos atrevemos a afrontar, ni a mencionar." [VI, 15; véase también la descripción de Jon Osterman en IV, 19: "Nunca conocí a nadie tan deliberadamente amoral".] Estas palabras salen de la boca de Walter Kovacs cuando éste da cuenta, ante el juez clínico, de su conversión total en Rorschach, o mejor, de cómo la máscara acabó apropiándose por entero de su rostro -en V, 18 y 28 se refiere a ella como "su cara". Para sorpresa del lector y del psiquiatra Malcolm Long, que intenta estudiar y resolver clínicamente el caso de Kovacs, éste no se limita durante la terapia a manifestar síntomas que puedan conducir, una vez interpretados clínicamente, hasta la causa de su (presunto) desmoronamiento mental. Kovacs construye un discurso, enlazando razón con razón, en lugar de saltar sobre su psiquiatra, de enrojecer de furia, de canturrear o de golpearse contra las paredes: da razones, en lugar de ofrecer síntomas, y es por esto mismo que desborda todo intento clínico de catalogación de su (presunta) patología. ¿Es el tratado un "deficiente" o es el psiquiatra el que le queda muy por detrás en lucidez y rigor, porque carece de un conocimiento que está ya operando en el "paciente"? [VI, 14: "Para ser Rorschach hace falta cierta reflexión."] El psiquiatra y el tratamiento no pueden ponerse a su altura y son empujados a un abismo: el mismo abismo del que nació Rorschach. Acaban envueltos y tragados por la mancha negra en perpetuo flujo, el motivo de la (más)cara de Rorschach, igual que lo fue Kovacs. No pueden dejar de mirar en la garganta del abismo: están empujados hacia él por el discurso de Kovacs, que habla sin miramientos y sin apego a ninguna "felicidad" que lo retenga. El discurso de Kovacs manifiesta algo más allá de la psicopatología: no se reduce a "expresar conflictos interiores de la psique" o a una disfunción cerebral. Descubre algo acerca del mundo en que viven él, el lector, y el psiquiatra; no es una expresión de las "fijaciones" y "represiones" que se dan "dentro de una mente anómala" y que la práctica clínica puede leer como una interjección inarticulada, como un signo que codifica y conduce a un estado anómalo del sujeto clínico. En el discurso de presentación de Rorschach, razón tras razón, se articula una verdad, que acaba golpeando al psiquiatra y abriéndole los ojos. Al final del capítulo parece que el Dr. Malcolm Long ha sido descuartizado moralmente y conducido a las cercanías del suicidio -de hecho, varios tubos de las píldoras a las que ha recurrido para soportar el tratamiento de Kovacs aparecen, a medio vaciar, sobre su cama. El abismo le ha devuelto la mirada. Ha recibido una ciencia más allá de la ciencia del bien y el mal, frente a la cual el saber psiquiátrico de Long no tiene nada que decir -a no ser que se encierre en la idiotez y soslaye lo insoslayable, recibiendo la bendición de la demencia.

"-Me sentí purificado. Sentí que el planeta oscuro se revolvía bajo mis pies y sabía lo que saben los gatos y les hace gritar como niños por las noches. (...) Vivimos nuestras vidas sin nada mejor que hacer. Luego inventamos una razón. Nacemos del olvido, concebimos hijos, condenados como nosotros; volvemos al olvido. No hay nada más. La existencia es aleatoria. No tiene patrón salvo el que nosotros imaginamos después de mirarla mucho tiempo. Ningún significado salvo el que tratemos de imponer. Este mundo sin timón no fue creado por fuerzas metafísicas. No es Dios que mata a sus hijos. No es el destino el que los destripa o se los da de comer a los perros. Somos nosotros. Sólo nosotros. Las calles apestaban a fuego. El vacío respiró en mi corazón, convirtiendo sus ilusiones en hielo, y haciéndolas pedazos. Entonces renací, libre para seguir mi camino en este mundo moralmente vacuo. Era Rorschach. ¿Responde eso a su pregunta, doctor?" (VI, 26)

El que alcanza a saber tal cosa por primera vez, y tal como se sabe por primera vez, no quiere ya saber nada más; sin embargo, de resistir el veneno, querrá seguir adelante como nunca antes. Este saber procede de una hipótesis retórica sólo negativa, pero que como negación, tiene el poder del mordisco venenoso de una serpiente: sume en una muerte del alma de la que sólo sale un hombre nuevo, un hombre que tiene que orientarse y elegir sin buscar la sanción de su quehacer en ningún fundamento metafísico. Sólo con introducir en nosotros una negación, esta ciencia trivial ya ha roto -al menos en apariencia, que es como nos interesa a nosotros- con todos los relatos filosóficos, teológicos y religiosos acerca del sentido de la historia universal. De pronto nos vemos invadidos por la incertidumbre que no soluciona nada y en la que no se nos ha dado nada solucionado. Todavía no se nos ha dicho que haya que entender este vacío como algo ante lo que tengamos que elaborar una interpretación, y no más bien quedarnos absortos como ante una negrura informe [VI, 28]; pero estamos siempre optando por la interpretación, como estamos siempre pujando por la vida. Recordar que ninguna interpretación auténtica aventaja a otra, que ninguna está más cerca del "en sí" de lo interpretado -si es que hay algo interpretado- o de una interpretación canónica universalmente vinculante, es lo que quiere decir positivamente la negación del fundamento metafísico. Todo fundamento obra permitiendo establecer comparaciones entre lo inconmensurable, introduciéndose en todo como su medida y otorgándole orden: "esto es mejor que esto otro", "esto más verdadero", "esto es falso"; "esto es propio del hombre", "esta es la misión del hombre en la Tierra". Cuando algo se ve sancionado por el fundamento, queda ya absuelto de toda su parcialidad, su contingencia y su carácter ficticio: la mano del artista se retira sin dejar huella, se olvida su intervención y la máscara comienza a valer como rostro, al que toda otra máscara habrá de adecuarse. ¿Y si no hubiera más que interpretaciones, y ningún rostro original que ocultar y al que adaptarse? Nos faltará entonces una medida de la interpretación, un referente común para todas las interpretaciones en conflicto: un objeto y un fin de la interpretación. ¿Qué se desmorona junto a la interpretación? Resolverse en la interpretación de un texto que al principio parece ininteligible permite abrirlo en su sentido, esto es, volver a entenderlo; en esa medida en que el texto ofrece un sentido, la interpretación permite justificar nuestra propia lectura del mismo, el tener que vérnoslas con él y el proseguir en el esfuerzo de leer: de otra manera, estaremos "perdiendo el tiempo" al leerlo. Pero del mismo modo que renunciamos a una lectura que nos resulta incomprensible, no podemos nunca renunciar a la existencia, aunque ésta requiera de esfuerzo. El abismo que nos devuelve el eco de las palabras de Rorschach nos avisa de que la existencia misma es, mucho antes que cualquier texto, la que recibe sentido: lo recibe merced a nuestro afán de proseguir en ella y lo recibe porque es fundamentalmente carente de un sentido propio, aunque pueda tolerar su recubrimiento. Si no son textos escritos lo que primeramente debemos interpretar sino que es la existencia misma la interpretada, nos quedamos perplejos: sin fin para la vida individual, sin fin del género humano, sin fin para la sucesión y puja de las sociedades en la historia universal. Toda interpretación en que nos hubiésemos movido como en una descripción verdadera del sentido de éstos vuelve a aparecerse como no más que interpretación, y nos da a conocer su fragilidad y su provisionalidad: estuvimos "dormidos a lomos de un tigre".


¿Puede escaparse del efecto paralizador de este veneno? ¿Puede zafarse un "hombre", es decir, una interpretación que se oculta a sí misma su carácter de interpretación mediante un concepto metafísico ["hombre"], del embrujo de la terrible simetría? Al menos a un nivel práctico, Kovacs escapó: dejó de ser Kovacs y fue tragado por su interpretación, por Rorschach, pero continuó reproduciendo una interpretación moral del sentido del mundo. La máscara dejó de encubrir su identidad personal, en la que presuntamente había aparecido como un esqueje, como una interpretación y un desarrollo de "su" sentido identitario, y la hizo saltar en pedazos. La máscara lo llevó hasta el precipicio donde él no había previsto llegar y que pretendía no conocer, y le dio la lección que él acaba de dar al Dr. Malcolm Long: esa máscara era desde siempre una expresión lúcida de lo que él era ya antes y no admitía ser: interpretación sin identidad previa en la que fijarse, mancha a la que hay que dotar de sentido. Comenzó su carrera como hombre enmascarado que defendía un orden de valores y una idea "americana" del mundo, sin que éstos fuesen mera interpretación o producción gratuita de sentido: tales valores y tal hombre eran medida de la existencia del hombre, pero una medida extraída de la propia existencia del hombre y a la que, por tanto, no se podía renunciar. Cuando en 1975 se ocupa como vigilante enmascarado del caso del secuestro de una niña, Kovacs investiga la residencia del principal sospechoso y descubre que los dos pastores alemanes que vigilan el local están royendo los restos del cuerpo descuartizado de la secuestrada; este hallazgo lo sitúa ante una nueva perspectiva sobre la calidad de los límites morales del hombre, y le hace cobrar conciencia de la parcialidad y la provisionalidad de su propia comprensión del bien y el mal. Él mismo se ve llevado al borde del abismo por esa provisionalidad y prepara, por primera vez en su actividad como enmascarado, un castigo terrible para el asesino, al que rocía con queroseno y quema vivo. Entonces se transforma, sin vuelta atrás, en Rorschach, y convierte la excepción a la moral en un modo privilegiado de asegurar su supervivencia -la supervivencia de la moral "americana" a la que está biográficamente sujeto; sólo después, la suya propia como vigilante y sujeto moral de esos "valores americanos" (nota 1). Al devolverle la mirada el vacío moral sobre el que se asienta la existencia, reconoce en la excepción a la moral la primera y la última forma en que ésta se presenta y asienta en la ambigüedad de la existencia, donde no puede entrar sino como una ficción, una impostura y una imposición [VI, 14]. Todavía como hombre, se le ha aparecido su interpretación del ser del hombre -la interpretación en que se ha educado su conciencia moral- como una compulsión que no está necesariamente tomada de aquello sobre lo que ordena y a lo que configura como algo con sentido, dirigiéndolo a un fin. Habiendo experimentado la interpretación del sentido del mundo en que se mueve como una frágil y no necesariamente exitosa imposición de fines a una existencia que sabe prescindir de ellos, Kovacs descubre igualmente que su identidad personal y moral, que creía encubrir y a la que quería sobreponer algo al vestirse la máscara, era en realidad un caso, una determinada configuración, del vacío que expresa su máscara. En la superficie de ésta se suceden manchas negras simétricas, en las que cabe reconocer una figura u otra, sin que ellas contengan en sí mismas fundamento para ninguna interpretación antes que para otra. La máscara expresaba, en definitiva, una verdad sobre la cara que la cara misma se había negado a asumir; análogamente, Rorschach expresaba una verdad sobre Kovacs que éste ignoraba, y de la que el mismo Kovacs había surgido: de esta manera Rorschach se libera de Kovacs como de una piel provisional, y le impone la ambivalencia de su máscara como su verdad más honda. Pero junto a la conciencia de esa ambivalencia, Rorschach reintroduce y amplifica en Kovacs la voluntad de seguir sosteniendo e imponiendo una interpretación moral de la existencia -la interpretación que Kovacs había recibido y vivido como verdadera, esto es, la del Sueño Americano- como si no pudiera darse otra "mejor", o lo que es igual: mantiene la voluntad de tomar una interpretación moral del mundo como canon de cualquier otra interpretación y de la existencia misma. Por eso puede seguir afirmando, siendo ya Rorschach -y quizás con más razón que nunca-, que el que atenta contra la preservación de tal interpretación moral del mundo debe ser castigado indefectiblemente: "porque hay bien y mal, y el mal debe ser castigado. Aun al borde del Apocalipsis, no dudaré de eso." [I, 24]

Como un alquimista, Moore consigue que el Test de Rorschach deje de ser una herramienta para el diagnóstico psiquiátrico y exprese algo que excede los límites de la terapia clínica. En el mismo movimiento de mano, el caso Kovacs, una excepción clínica, deja de ser un caso de mera "pérdida de personalidad" y comienza a revelar algo sobre la "normalidad" en que se sitúan tanto el Dr. Malcolm Long -a la sazón, el narrador- como el lector: su condición "hermenéutica" y, como diría algún "postmoderno", su desfondamiento y su carencia de fundamentos. En definitiva, el Test de Rorschach deja de indicar algo "clínicamente" y comienza a revelar algo "hermenéuticamente" ante toda vida: su condición de "palacio de cristal". Esta fragilidad propia del palacio de cristal la afecta no sólo como "contingencia lógica" ante otras interpretaciones posibles, sino ante la posibilidad cósmica de que, "tras una breve respiración de las estrellas", una reacción de fisión nuclear desencadenada por alguna intervención humana -quizás obedeciendo a otra interpretación del mundo, como, por ejemplo, la soviética- acabe con toda vida y con toda interpretación. ¿Qué es peor: perder en la capitulación o en el "diálogo de civilizaciones" una interpretación hecha, arrancada día tras día al cosmos e impuesta con esfuerzo a otros intérpretes, o perder la vida, que no es otra cosa que afán de interpretación y una historia de interpretaciones -o Historia de las interpretaciones? Desde estas coordenadas "postmodernas", en las que, como diría un buen amigo mío -parafraseando a G. K. Chesterton-, se nos está obligando continuamente a sentenciar sobre lo habitual con la medida de lo excepcional, uno ya no sabría qué decir. Hay quien responde que en la "era hermenéutica" y la "postmodernidad" deben abandonarse interpretaciones para poder seguir interpretando: esto tiene lugar mediante la negociación, el diálogo y el abandono de la interpretación en que nos habíamos movido, por mor del acuerdo y el consenso. Digamos que la bomba atómica, la posibilidad de poner fin a toda vida como "afán de interpretación" y no sólo a tal o cual interpretación -"destrucción mutua asegurada"- ha hecho más por la "debilitación del ser" y la maleabilidad de las interpretaciones que todo el discurso de los filósofos "post-metafísicos" que han hablado después de la "muerte de Dios" voceada por Nietzsche. Las cosas y los hombres comienzan a aparecer, a la luz de la bomba atómica y, sobre todo, bajo la gestión económica de la vida que se desarrolla bajo su amenaza como espacio político de "Occidente", con la inconsistencia y la ligereza de sus propias sombras, porque como ellas, son incapaces de oponer resistencia a la divina procesión de la onda expansiva y a la continuación de la marcha histórica. ["Todos vivimos bajo la sombra del Doctor Manhattan", se lee en el último párrafo del apéndice del capítulo IV] Curiosamente, en Watchmen nadie parece estar dispuesto a localizarse o admitir su localización en lo que algunos filósofos "postmodernos" llaman "era hermenéutica". Quizás muy cabalmente, se cuenta con que la "era hermenéutica" es, pensada en esos términos, cosa de académicos más que de políticos y hombres de negocios -por más que Gianni Vattimo insista en hacer política desde esa autoconciencia de la postmodernidad. El Gobierno de los EEUU, encabezado por un Richard Nixon al que hace brillar la victoria contra los rojos en la Guerra del Vietnam y que ha conseguido mantenerse en el poder desde 1968 -estamos en 1985-, no parece haberse localizado a sí mismo dentro de la era hermenéutica. Incluso después de la desaparición del Dr. Manhattan, cuenta con el uso del armamento nuclear como única vía a seguir en caso de que la URSS, que acaba de invadir Afganistán, no abandone el pulso de titanes [véase c. III, pp. 26 y 27]. Y si, en todo caso, fuese posible "localizarse" después de Nietzsche al modo en que lo hacen -salvando las distancias- Rorschach y el Comediante, tampoco el reconocimiento hermenéutico de esa "debilidad del ser" o provisionalidad de las interpretaciones nos garantizaría nada acerca del encuentro "dialógico" de las interpretaciones antagónicas del sentido de la historia universal, esto es, acerca de una armonía de las civilizaciones "conscientes de su condición hermenéutica".


[La "muerte de Dios" y el lugar de los enmascarados en la "postmodernidad". El Reloj del "Relojero ausente" y el problema de la existencia de Dios ante las así llamadas "casualidades".]

Con esto a la vista, ¿dónde van a parar los personajes de Rorschach y el Comediante? O planteando esta pregunta a través de sus símbolos: ¿dan expresión a algo común acerca de la "condición hermenéutica que nos afecta" las manchas simétricas y la sonrisa? Ambas son expresiones simbólicas de algo que parece darse a nuestro pensamiento o bien como lo terrible de un abismo o bien como lo jocoso de una farsa. Ambos símbolos parecen estar dando expresión a un mismo límite, en el que sólo negativamente, o al menos negativamente, el hombre contemporáneo no puede dejar de pensar una ausencia: la ausencia de un Dios como Fundamento o Causa de la existencia, o en términos teleológicos y derivados, la negación y el rechazo, por parte de la existencia misma, de cualquier finalidad que le queramos imponer. Esto se traduce en la imposibilidad de que un sentido sonsacado a la existencia por medio de una determinada interpretación humana de ésta agote y acote la misma; y se resume en la negación de un fundamento transcendente de la interpretación que pueda hacer valer esa interpretación que surge en medio de la existencia humana -y por tanto, sólo como un componente interno, parcial y limitado de la existencia, en lo que tiene de vida humana- como una verdad que alcanza y vincula a la totalidad de la existencia incondicionadamente y desde sus cimientos, como "su" fin o "su" sentido. Al hablar sinónimamente de "fin de la Metafísica" o "muerte de Dios" algunas corrientes filosóficas posteriores a Nietzsche apuntan la imposibilidad de que la vida humana, existencia que se interpreta a sí misma y que comprende toda otra existencia en términos de finalidad, pueda ya (en esta "nueva era") a su vez sancionar retóricamente o contar en la práctica con el cumplimiento de esa presunta "tendencia de toda cosa al fin que le ha sido dispuesto", especialmente cuando dichas "sanción" y certidumbre tienen lugar por medio de una referencia constante de la existencia a fines y razones "por las que las cosas son como son, para el mayor bien. Hablando claro, y poniendo esto del "todo llega como llega por alguna razón" justo del revés: que dado que la existencia humana se interpreta ya como llamada por un Dios a fines naturales y sobrenaturales, esta misma existencia humana no puede sino volver a interpretar y confiar en que el resto de lo que, como existencia en sentido amplio, puede malograr o facilitar el cumplimiento de esta finalidad quede, como Creación de Dios, dispuesto a coadyuvar en el esfuerzo del hombre por observar tal finalidad en sus empresas históricas y en cada biografía. Si desde luego la idea pagana y meramente especulativa de un cosmos ya guardaba una referencia al ordenamiento de los fenómenos naturales según constancias internas, que permitían oponerlos a un caos en el que nada sería anticipable o comprensible, e invitaba al hombre de la Antigüedad a hacer cálculos sobre la trayectoria aparente de los cuerpos celestes o previsiones sobre las cosechas de cereal, la idea teológica judeo-cristiana de la Creación pone además en juego un componente tocante al logro de la "felicidad" en lo natural y sobrenatural. Esta segunda idea del cosmos como Creación requiere de la otra de un Dios que es Causa transcendente suya, y que sin ser parte del cosmos o la Naturaleza, mantiene con ella una relación análoga a la que se da entre el artesano y la obra. Esta relación entre Dios y la Naturaleza creada justifica, además, el postulado práctico de que las leyes naturales no son ajenas al destino sobrenatural del hombre hasta el punto de resultar incompatibles con su prosecución y consecución, por parciales e imperfectas que resulten éstas. A lo largo de la Modernidad, y precisamente cuando merced al desarrollo de las ciencias físico-matemáticas y las artes mecánicas desde el siglo XVII el antiguo cosmos ha sido laminado en una pluralidad de campos científicos y tecnológicos capaces de determinar e incorporar ilimitadamente los fenómenos que les son propios, esta idea teológica y teleológica del cosmos como Creación ha pasado, si no ya a re-paganizarse -lo cual es imposible-, sí a poder recibirse en las ideologías modernas como "separada de sus impurezas teológico-metafísicas" -como diría Augusto Comte, "en su estadio científico-positivo"; o como dicen otros, des-divinizada. En el cénit de esta Modernidad, y no en la Antigüedad pagana, es cuando tiene sentido hablar, como hace Nietzsche, de la "muerte de Dios", el "canto de gallo del positivismo", y la "ausencia del Creador": y lo tiene por haberse contado, y seguir contándose en alguna medida hasta tal culminación de la Modernidad, con la "hipótesis de un Dios". "Yo ya no necesito de la hipótesis de un Dios" fue lo que el matemático y astrónomo francés Pierre Simon Laplace contestó al emperador Napoleón cuando, presentándole el primer tomo de su Tratado de Mecánica celeste, éste lo interrogó sobre el papel que se le reservaba a Dios en la nueva teoría astronómica: ya no hacía falta un Dios que, a título de Supremo Relojero, compusiera y pusiese en marcha el universo, interviniendo después en sus tripas periódicamente al efecto de recomponer o engrasar sus engranajes y mantener así su original armonía de movimientos -armonía tan necesaria para su correcto funcionamiento como Creación. Este Dios-relojero del XVII y el XVIII, sobre el que Descartes, Newton o Huygens quisieron proyectar el modelo "perfectísimo" de todos los conocimientos físico-mecánicos y pre-tecnológicos que se estaban reuniendo en los talleres de ingenios de sus naciones -especialmente, durante el diseño de las primeras máquinas automáticas alimentadas por péndulo o por tensión de piezas elásticas, como los grandes relojes encargados por la naciente burguesía y el clero de la época- fue desalojado del Reloj por la extensión del propio conocimiento físico-mecánico del cual había sido "modelo" y sustento -al menos, en la retórica de los mismos filósofos mecanicistas modernos. Pero pese a que virtualmente ningún campo de fenómenos naturales pueda "quedar al margen" de las demostraciones de las ciencias, que ya no requieren de "la hipótesis de un Dios", parece todavía posible defender tardíamente -como hizo Kant- la afirmación de que el conjunto ordenado de la Naturaleza sensible, el universo material, se nos aparece dotado de la armonía arquitectónica y la finalidad que sólo un Demiurgo podría haber introducido en él. Pese a todo, es posible insistir en pensar el universo como si se tratase, en efecto, de la obra de un Supremo Arquitecto o de un Gran Relojero; es posible porque, digan lo que digan las ciencias, los hombres insisten en destacar, entre los fenómenos naturales, ciertas casualidades o conjunciones ordenadas -en el tiempo o en el espacio- de fenómenos, conjunciones sorprendentemente sistemáticas que, por su elevada improbabilidad abstracta, se piensan antes que como casualidades, como signos o señales encubiertas, cuya aparición ha de apuntar a algún fin o parece responder a un plan, y tras la que el conocimiento común tiende a imaginar la intervención calculada de un agente totipotente. Por ejemplo: es quizás mas propio del entendimiento común, al encontrarse con que una disposición azarosa del relieve dibuja sobre la superficie de Marte una sonrisa [IX, 27], atribuir tal conjunción de fenómenos naturales, dada en la "cima de la improbabilidad", a la intervención remota de un Dios antes que a la mera casualidad natural (inmanente) desprovista de razones; y sin embargo, esa misma razón tiene que evitar hablar en la explicación natural de ese fenómeno, sumamente improbable, de un factor "sobrenatural", del mismo modo que debe evitar aventurarse en hipótesis precipitadas -por ejemplo, y en este caso: presentar esa configuración del terreno como artificio de una hipotética civilización marciana. Los conocimientos positivos que pudiésemos reunir sobre los concretos procesos geológicos -geológicos en sentido genérico- que, dándose sobre esa región de la superficie marciana, le confirieron a su relieve tan peculiar distribución en forma de sonrisa, explicarían suficiente y exhaustivamente la aparición de dicha figura, sin requerir de la entrada en escena de un Demiurgo. Cada uno de los elementos del relieve que dibujan la planta de esa sonrisa habría aparecido según causas determinadas y con independencia de cualquier "plan" que lo llevase a concurrir en el resultado final; en esa explicación, no quedaría lugar para ninguna intención oculta o finalidad buscada tras el proceso natural: "no necesitamos de la hipótesis de un Dios". Si definitivamente se ha originado un relieve que, desde la altura, parece ofrecer una sonrisa al espectador, ha sido por casualidad: sabemos que ningún conocimiento o propósito providencial colaboró como factor en los procesos geológicos que dieron esa forma al terreno marciano. Mas, también cuando dispusiésemos de tal explicación y no cupiera suponer la intervención de una mano poderosa en la génesis de esa figura del terreno, todavía podríamos encontrar lugar a un Dios en el reverso de la explicación: pues, ¿no podríamos insistir en pensar que, no ya durante el desarrollo del proceso geológico, sino en la conjunción y en la determinación inicial de los factores variables desde los que parte el proceso descrito y que conducen a tan raro resultado, sí tuvo parte la sabia disposición de un todopoderoso mecánico, que por así decir, seleccionó y colocó deliberadamente las piezas y después permitió que andasen solas? Con todo, tenemos que practicar, por una cuestión de atención a los resultados de las ciencias naturales y los conocimientos positivos que atesoramos ya sobre la formación de los cráteres marcianos, una continua negación del Relojero; un Relojero que no obstante, siguiendo "la inclinación natural de la Razón a dar explicaciones metafísicas" -diría Kant-, querríamos situar a sus espaldas. Pero no sólo por una cuestión de "economía teórica" o coordinación con "la imagen científica del mundo": diríase que ahí interviene algo así como una limitación interna del propio concepto de casualidad. ¿Hasta dónde tenemos derecho a aplicar tal concepto? ¿Qué coincidencias ordenadas de fenómenos son casuales y cuáles no? O en otra expresión, convertida ya en tópico para la discusión: ¿casualidad o causalidad detrás de esas coincidencias?
Y sin embargo, ¿no es ya dar mucho por sentado, aun antes de empezar a hablar de un Relojero, el decir que esa forma que observamos en la composición sensible del relieve marciano figura una cara sonriente, aun cuando aceptemos que esta difícil conjunción de factores se ha dado sólo por casualidad o por azar, sin mayor transcendencia? Según lo que nos enseñaba la última mirada al test de Rorschach (nota 2), ¿no hemos ido ya demasiado lejos cuando decimos que es el cráter marciano el que figura por azar una cara sonriente en lugar de decir que es el observador quien se la figura? Sin que se le agregue nada más, en el mero reconocimiento visual del esquema de una cara sonriente sobre la superficie de Marte hay ya un afán de interpretación y de humanización del cosmos que es previo a la consideración de si habrá o no un Relojero que asegure efectivamente y desde la transcendencia la verdad de nuestra interpretación teleológica de la existencia. La sonrisa, aparezca sobre una chapa en el traje del Comediante, en la camiseta del ayudante de redacción del New Frontiersman [XII, 28], o en la disposición de una sección del relieve marciano, sigue encerrando la ambigüedad de una de las manchas de Rorschach: no es más que plétora sensible, masa de colores, a la que (im)ponemos una forma fingida y dotamos de sentido. La posibilidad de que encontremos ahí una sonrisa se debe, según eso, a que nuestro vivir es ya un estar interpretando y dotando de sentido.
¿Nos permitiremos entonces dar el siguiente paso, y así entender que esta primera interpretación nuestra está además soportada por un Dios que da razón de la misma existencia interpretada, Dios que asegura, del mismo modo, la verdad de esta interpretación para todo caso y que, por así decirlo, hace de esta interpretación nuestra la medida según la cual tiene que existir lo existente? Condescender con esa tentación sería ya cometer un exceso. La prohibición de seguir adelante en esa dirección, de permitirse ese "exceso" a la hora de conceder sentido a la existencia, se aparece ya a nuestra interpretación en el aspecto simbólico de la misma figura esquemática que se ha reconocido. De este modo, encontramos que en la propia sonrisa dibujada por el relieve marciano se hace presente, quizás dejándonos por única salida la risa, un umbral que el intérprete no puede traspasar con su razón, y que lo separa de la divinidad que él mismo espera encontrar al otro lado del umbral -o de la nada desconocida- como un espejo en que vuelve a topar con el reflejo de sus propias limitaciones, su parcialidad y su finitud. La misma figura de la sonrisa en la superficie de Marte es, al tiempo que figura, un símbolo de la tensión que se establece entre la imposibilidad de saber qué haya detrás de su aparición -un Bromista o una nada, pero ya no un proceso natural- y nuestra tendencia a ignorar esta imposibilidad, arrogándonos el derecho de resolver nosotros mismos la incertidumbre. La sonrisa de la Esfinge que atrapa con sus enigmas, como la sonrisa hierática del cráter marciano, expresa circularmente un límite "intelectual" y una resistencia última para la interpretación: la imposibilidad vital, contrariada por la tendencia del existente humano a interpretar y hallar sentido a cualquier precio, de recurrir a instancia transcendente alguna que pueda haber "sellado" y asegurado toda la existencia bajo una dirección y una finalidad últimas conformes a nuestra esperanza. Por lo mismo, la aparición de la sonrisa retiene la negativa por parte de la existencia interpretada a recibir como suya alguna de las imposiciones de sentido bajo las que querríamos haber resuelto por siempre su impenetrabilidad y su inicial carencia de fines.

El guionista no podría haber acertado mejor en la elección de la sonrisa como símbolo de la tensión irresuelta entre la casualidad y lo intencionado, la esfera del azar y la esfera de lo abiertamente significativo. La sonrisa del cráter marciano se sitúa justo sobre la línea donde coinciden -desde el punto de vista del resultado obtenido- por un lado la obra intencionada de un ser viviente (finito o infinito) que opera con vistas a un término o un propósito y, por otro lado, el "ciego" decurso necesario de los fenómenos físicos, que se resuelve definitivamente en las explicaciones de las ciencias sin alusión alguna a finalidad; esta sonrisita aparece, entonces, marcando un ámbito de la excepción o una "tierra de nadie" en la cual la diferencia patente entre ambas esferas, la de la obra con propósito y la del curso inerte de causas y efectos, queda reducida a cero, anulada y suspendida para el conocimiento común. Cuando esa excepción se da, el conocimiento común del hombre acaba empujado, curiosamente, hasta la risa, hasta la expresión vital del autocancelarse toda comprensión ante lo cómico: era por eso que el símbolo de la sonrisa no podía estar mejor encajado en la trama de la obra que estamos intentando leer, precisamente cuando una de sus líneas problemáticas centrales es la que se abre sobre la irresolución -el límite "indeciso"- entre el "de nuevo, puede que sí" y el "no, es imposible" decidido, o más claramente, entre el "no hay Relojero para el Universo-reloj" [IV, 28] pronunciado por Jon Osterman en nombre de la Modernidad y el "es plausible que este Universo-reloj tenga un Relojero" que, a modo de chiste, la historia presenta al lector [IX, 28] mediante la (¿)casual(?) aparición de la sonrisa en el terreno marciano (nota 3).

Notas a la sección sobre Rorschach.

NOTAS:
(1). No nos vamos a conceder ya lo más "obvio". Lo "obvio" aquí sería clasificar al enmascarado Rorschach como "ultraconservador yankee"; y asumir esa obviedad supondría cegarnos ante el pleno alcance de sus palabras. Pese a que la imposición y preservación de esta "moral americana" en una nación política disoluta pueda estar vinculada a la defensa de una opción política -política en el sentido de "relativa al juego de alternancia de la autoridad temporal y los poderes del Estado entre una multitud de partidos"- sólo es secundariamente política en ese sentido. Es política en un sentido mucho más originario: en el sentido fundamental en que política y moral desvelan su mutua necesidad en el mundo histórico, tal como queda apuntado en reconvenciones del tipo "compórtate como un hombre civilizado, y no como un salvaje". (Dicho sea de paso: ¿es que no hay moral fuera de las civilizaciones? Y ¿desde qué civilización existente se plantea la pregunta y se determina qué es lo "civilizado"?). Es claro que la preservación de esa moral americana puede ser descuidada o entorpecida por los partidos políticos: cualquier partido político puede defraudarla si lo que debe hacer es encandilar a las masas que se sienten "enajenadas" por ella. La moral americana de Rorschach está mucho más allá del programa de cualquier partido político: vale e impone deber a los "buenos hombres (americanos)" independientemente de que los programas de los partidos políticos la contemplen o no. Los políticos americanos podrían haber traicionado el "espíritu de la libertad y la democracia americanas" que se encierra en esa moral. Es por esto que Rorschach no se detiene ante ninguna autoridad temporal, ni debe obediencia a las leyes sancionadas por los partidos políticos cuando éstas ignoran la voz de dicha moral. No podrá el acta Keene del 77, aprobada por el Senado, forzar su retiro; tampoco el expediente por homicidio que motiva su persecución policial será razón para abandonar la máscara. La fidelidad a la "moral americana" puede tener lugar incluso cuando los poderes políticos fallan a su preservación o la persiguen. Cuando habla de "(...) la senda de los hombres buenos como mi padre, como el presidente Truman" [I, 1], no encuentra en esa senda a autoridades políticas, sino a autoridades morales. El presidente Truman era, por cierto, miembro del Partido Demócrata de los Estados Unidos, y no un seguidor del Ku Klux Klan; se le recuerda, a bote pronto, como el presidente que autorizó el lanzamiento de las bombas atómicas que precipitaron la rendición del Japón en el 45.

(2). "Miro el test de Rorschach. (...) Parece un gato muerto que encontré una vez, lleno de gusanos brillantes y gordos (...). Pero incluso eso es evitar el verdadero horror. El horror es que, al final, sólo es un dibujo de una negrura vacía sin sentido. Estamos solos. No hay nada más." (VI, 28)]

(3). Ante la aparición de esa sonrisa en las viñetas de Watchmen, y especialmente cuando ésta tenga lugar en las escenas en que toma su propio papel tras la muerte del Comediante y no es ya un acompañamiento de las actuaciones de éste -merced a lo mismo por lo que el símbolo se imprime sobre su rostro como una cicatriz [II, 14] y se impone como destino más allá del personaje- es necesario que el lector atento no baje la guardia. Los momentos dramáticos marcados por la sonrisa parecen colaborar de un modo arquitectónico en la preparación del sino de Veidt y en la inversión cómica del sentido de sus acciones durante la trama, destinadas a encumbrarlo ante sí mismo como Ozimandias y tutor de unos "nuevos tiempos" de la Humanidad [capítulo 5]. Obsérvese cómo esta sonrisa marca ordenadamente la decantación de la trama: cuando se forma "casualmente" en la última viñeta del capítulo VII, y al reaparecer para volver a quedar manchada, como la sonrisa que inicia la historia, en la última viñeta del último capítulo. Lo común a estos puntos de la historia es la presentación de dos de las decisiones por las que el secreto de Veidt y el éxito de su plan para "salvar el mundo" quedarán comprometidos: la decisión de Dan y Laurie de acudir al rescate de Rorschach, que permite al enmascarado reanudar la escritura de su diario y hacer en él las anotaciones que señalan a Veidt como culpable de la "conspiración contra los Vigilantes", y después la recuperación y lectura inminente del diario en la redacción del New Frontiersman [XII, 28]. Asimismo, la aparición del símbolo a la llegada del diario a esa misma redacción [X, 24] unas horas antes de la culminación del gran plan de Veidt puede valer como un hito de la preparación del gag total -o broma, pero ¿una broma de quién?- que se impone sobre el conjunto de la historia: marca el momento en el que el diario de Rorschach es echado a la "pila de los pirados" para ser recuperado en la final aparición de la sonrisa. De ese modo, en el tiempo en que se retrasa la lectura y publicación del escrito respecto de su llegada al periódico ultraderechista, puede mantenerse provisionalmente el secreto de los actos de Veidt; este secreto queda guardado por una casualidad que parece, antes que casualidad, una broma preparada por alguien que quisiera dejarle todavía ocasión para ejecutar el monstruoso plan y, al mismo tiempo, disponer los medios necesarios para delatarlo en caso de que lo lleve a cabo. También, al formarse el símbolo alrededor de las ruinas del palacio marciano de Osterman [IX, 27] anuncia, además del regreso del Dr. Manhattan a la Tierra, la imposibilidad de que éste pueda ocupar el lugar del Dios Relojero que debiera velar por la conservación de la vida. A pesar de que no pueda impedir la ejecución del último punto del programa de Veidt, Osterman llega a tiempo de vaticinar ante éste el derrumbe final de la gran paz de Ozimandias y el próximo fracaso de su empresa titánica [XII, 26 y 27]. Volveremos sobre esto en las siguientes secciones, examinando cuál pueda ser el sentido agregado a esas apariciones por el "sello" de la sonrisita amarilla.

martes, 2 de diciembre de 2008

Prólogo y presentación: qué intenta hacer este trabajo.
Motivación y clave de nuestra lectura de Watchmen.


Todo este ensayo de lectura pone en ejercicio una tesis de partida: nuestro presente todavía no ha reflexionado suficientemente sobre cuáles fueron y siguen siendo el alcance histórico de la aparición de los superhéroes y las razones de su inmediato asentamiento en la América contemporánea, y tampoco sobre cómo este género pudo hallar tan buen acomodo, como una invención más del Modo de vida americano, en la "cultura popular" de algunos de los países occidentales que se han aventajado en la construcción del mundo histórico que se configuró tras el final de la II Guerra Mundial. Al dejar entre comillas el sintagma "cultura popular" estamos justamente atacando uno de los prejuicios en que más habitualmente tropezamos al querer deshacernos de la apariencia de transparencia y vanidad de ciertos fenómenos históricos "cotidianos", en los que, se diría, nada queda oculto a los que están más directamente inmersos en ellos. Ni siquiera los participantes de primera mano en acontecimientos excepcionales requieren en medio de la acción de una conciencia clara sobre el carácter transcendental de sus actos, que está siempre un paso por delante de toda conciencia. ¿Qué podían o necesitaban saber sobre la relación entre sus actos y la llegada de la "Era atómica" los miembros de la tripulación del bombardero Enola Gay, cuando lanzaron sobre Hiroshima un artefacto cuyo poder les era desconocido? Probablemente sólo el paso del tiempo permita situar los acontecimientos en su lugar, porque sólo en ese paso reciben su transcendencia y su plena significación; y sin embargo, tampoco basta el mero paso del tiempo a la hora de descubrir éstas y decidirlas. ¿Sabían Jerry Siegel y Joe Shuster, los padres del Superman de 1938, cuán largo sería y hasta dónde podría conducir el hilo ficticio que habían entresacado de la trama de su propio mundo? ¿Acaso podían saber que en esas primeras viñetas de Superman estaba ya reclamando su lugar una figura de ficción antes desconocida y que, en definitiva, en eso que sería la obertura del género superheroico se alumbraba un nuevo modo de decir las cosas, de dirigirse al hombre medio de nuestro tiempo y de abundar en las decisiones y las indecisiones propias del American Way? A este nivel de la conciencia histórica sobre lo que se está haciendo realmente y con qué consecuencias no podemos hablar sin más de "responsabilidad" o "irresponsabilidad". Quizás nosotros tampoco seamos capaces de tomar la medida a los superhéroes, 70 años después de su invención, por más que sea nuestro propósito aquí el de presentar una lectura de Watchmen practicada en esa dirección. Como otras expresiones de las bellas artes, las figuras ficticias populares del cómic y los géneros de discurso que las desarrollan contribuyen a la decantación queda y prolongada del estilo de nuestra época, faltándoles el estrépito y el ritmo con el que lo hacen las grandes sacudidas revolucionarias. Por supuesto, el género de ficción de los superhéroes no puede dejar de pertenecer a su tiempo, por más que quiera negarse desde la "crítica" de éste su "valor cultural", rechazándolo por quedar necesariamente unido a las industrias del entretenimiento del cómic, el cine y las series televisadas -podría incluso pensarse que sus contenidos ficticios están esencialmente determinados por la escala de mercado en que deben moverse esos formatos para resultar rentables, como determinados están los contenidos musicales de la música popular desde la llegada de los receptores de radio y los reproductores de discos a los hogares de las nuevas clases medias. En este trabajo partiremos de la hipótesis de que la ausencia de los superhéroes en museos o en galerías de arte contemporáneo aporta ya suficientes razones para su estudio. Mientras se diga que los superhéroes forman parte de la "cultura de masas" y que expresan el nihilismo popular de la "Era postmoderna", en la que la exigencia industrial de entretenimiento frívolo, doctrina vulgar y espectáculo neutro desplaza cualquier desarrollo de asuntos de relevancia política, histórica o religiosa, entonces no se dejará aparecer nada que pueda comprenderse: se aplicará al fenómeno las categorías de "cultura pop" y "Postmodernidad" y se borrará cualquier otra pista dejada por la fuente de su popularidad. Nosotros estamos intentando, al defender una determinada lectura de la novela gráfica Watchmen, revelar algo sobre los vínculos entre el género de superhéroes y ciertos aspectos de nuestro mundo contemporáneo, que es llamado por algunos "postmoderno" desde la suposición de que en él han culminado ya los procesos característicos de la Modernidad histórica -la época que se va imponiendo en Occidente a partir del Renacimiento, y que tendría algunas de sus mejores expresiones en la Revolución francesa, el despliegue de las ciencias naturales y la maquinización capitalista del trabajo- o, también, en la convicción de que por medio de ese "post-" se estaría anunciando que, en la situación de "agotamiento" de la historia en que presuntamente hemos quedado encarrilados, ya nada relevante alcanzaría a tener lugar. Siguiendo esa doctrina, afirmaríamos que, bajo el ascendente de ese signo "postmoderno", nuestro mundo ya no volverá a alojar acontecimientos de la talla de los que le dieron forma a lo largo del siglo XX, pese a las intenciones de "hacer historia" de los exaltados; toda intervención que pretendiese tener algo de crucial quedaría, incluso cuando supusiera la muerte de muchos hombres, convertida en performance [interpretación, actuación, ejecución pública de una pieza no del todo escrita], en una emisión de gestos por interpretar y sin sentido definido que, en el mejor de los casos, sólo alcanza a llamar la atención de un público que se olvida de ellos tan pronto finaliza la función. Si al exponer dicha opinión quisiéramos hacernos cargo de las palabras del Comediante, diríamos que su "todo es una broma" se convierte, desde el punto de vista "post-", en la frase "todo el ser histórico se reduce a ser broma".

La "obviedad" y cotidianeidad de algunos de los fenómenos propios de una época como -un caso extraído de nuestros días sería el de la inundación de todos nuestros espacios vitales por la tecnología electrónica de la información- nos hace olvidar que en ellos está dado todo un rastro de mediaciones previas. Por ejemplo, el fenómeno del lanzamiento de las primeras bombas atómicas y la posibilidad histórica que se inaugura con ese acontecimiento parece haber quedado encubierto como un "hecho más" a contar en nuestro presente, envuelto en "la oscuridad de lo obvio" que impide verlo en todo su carácter de signo epocal: justamente porque insistimos en verlo desde una perspectiva "humanista" o "humanitaria" muy moderna, que ofrece el reverso amable de las condiciones histórico-políticas en que se preparó su lanzamiento -pues, por paradoja, ningún país que no estuviese políticamente, como Estado, en la línea histórica de la Ilustración europea y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano podría haber dejado lugar al desarrollo moderno de las tecnologías y las ciencias que se manifiesta en ese lanzamiento: se habría quedado, como el Japón del primer siglo XIX, en condiciones políticas, técnicas y bélicas propias del latifundismo tardío. Cuando un género de ficción aparece, y también cuando se agrieta y comienza a quedar en el olvido, sigue siendo parte de acontecimientos y procesos cuya significación queda manifestada en sus ficciones, a la vista de los propios autores y los lectores inmediatos, a la vez que sustraída. El género de superhéroes, inaugurado a finales de los años 30 del pasado siglo y todavía popular -aunque quizás ya "roto", sometido a "fugas de sentido" por obras como la que estamos intentando analizar- puede resultar expresivo de nuestros tiempos en la misma medida en que aparenta ante nosotros ser "trivial", "vulgar", "subcultural". En su desarrollo y puesta en marcha como género, la ficción superheroica no tuvo por qué pretender constituir un fenómeno en que se estuviese revelando un aspecto de su época, y hasta llegó a prescindir de toda "autoconciencia crítica" que pudiese resultar atractiva para los "críticos culturales" y los "estudiosos de la cultura contemporánea". No siempre lo más significativo acaba recibiendo una gran "inauguración". Muy a la inversa, cuando copiando del siglo XIX se intentó en nuestros tiempos "inaugurar" algún nuevo "movimiento cultural" mediante manifiestos autoconscientes -como el Manifiesto dadaísta, el Manifiesto de los pintores muralistas mejicanos, etcétera- generalmente no se acertó a dar con la auténtica significación de lo que se presentaba en ellos y se intentaba inaugurar; incluso pudo quedarse todo el "movimiento" en esa manifiestación inicial de "autoconciencia", sin dejar lugar más que a una constelación de obras independientes que sólo tienen en común algunos aspectos técnicos o temas y la pertenencia a la misma época, es decir, algo que en todo caso les está servido antes de que se haga ningún "manifiesto". No en cualesquiera condiciones es posible una auténtica inauguración de algo: los actos de consagración de instituciones o empresas históricas de los augures de la Roma antigua, cuyo nombre latino ha sido conservado en el término "inauguración", sólo pretendían confirmar, por medio de los gestos rituales, el carácter de "destino" que la propia Roma ya se estaba dando en aquello que inauguraba: un destino recibido en forma de "suerte", favorable o desfavorable, pero no dependiente de la voluntad de aquellos mismos que tendrían que tomar parte en la empresa; un destino que, por así decir, desbordaba su propia situación pero no podía prescindir de sus actores. El género de superhéroes no cuenta con ningún pretencioso "manifiesto autoconsciente", y sin embargo ha tenido su papel como fenómeno propio de nuestros tiempos. Sólo mediante obras que, como Watchmen, abran en él una fisura que permita ver más allá de su sentido opaco, podríamos alcanzar a posteriori algún tipo de conciencia de su significación histórica y de las fuentes de su atractivo. Aunque por efecto del desplazamiento histórico estemos impedidos para situarnos de nuevo en la posición de sorpresa y admiración de los norteamericanos que tuvieron ante sus ojos la primera historieta impresa de Superman en 1938, contamos de nuevo, gracias a la aparición de Watchmen y el paso de los años, con la posibilidad de dejarnos reclamar por el género de superhéroes, aunque sólo sea para darnos cuenta de que pone en juego más de lo que, como "entretenimiento para jóvenes bizarros", se diría que contiene.

En este ejercicio de lectura, querríamos partir de la reinterpretación de un hecho como una necesidad -nunca, desde luego, una necesidad fatal- o mejor, de la revisión de una aparente "elección genial" como satisfacción de una deuda que se había contraído de antemano y cuyo pago había quedado pospuesto: si, como veremos, de hecho la trama de Watchmen no presenta ningún relato superheroico, tendremos que empezar a aducir algunas razones por las que quizás dicha trama no pueda ya alojar ninguna figura superheroica, y hacer ver por qué todo el "genio creativo" de Moore y Gibbons no consista, probablemente, en otra cosa que en autenticidad y rigor de los autores frente a esa deuda -entiéndase que nos negamos, de salida, a hablar de algo que pueda actuar en algunos hombres como "genio creativo". Esta imposibilidad no responde a un capricho compositivo ni a una "voluntad" de los autores por enviar un mensaje en una botella, sino que está determinada tanto por los aspectos del relato que implican directamente la comunicación entre lectores y autores como por esos respectos suyos que intentan desarrollar los contenidos propios de la figura superheroica [nos detendremos en esto en las siguientes páginas]. De esa manera, la relevancia de Watchmen como un clásico de la "novela gráfica" no pende exclusivamente de la presencia en dicha obra de una "voluntad creativa" o de un "genio" de los autores que puedan quedar "incomprendidos" o rechazados por su tiempo, sino que se debe al rigor de su localización en su momento histórico, a un saber situarse -con prudencia- entre las posibilidades que le estaban ofrecidas por las nuevas maneras de significar que se iban abriendo en el mundo contemporáneo tras la Edad de Oro de los Superhéroes. Del mismo modo que el Superman de 1938 pudo ser presentado como una línea más de la "cultura" del American Way y marcar un hito en el tiempo, Watchmen está recogiendo todo un proceso de desgaste y cambio de significados que no queda encerrado en ninguna "conciencia genial" o "voluntad creativa" de los autores. Quizás unos años antes de su publicación, su trama hubiese sido no sólo incomunicable al público, como tendría que serlo un pensamiento plenamente "genial", sino llanamente inconcebible.